Un vaquero y una voz cruzaban un río

 

por Asael Arroyo Re

Fotografía de Emiliana Ron

 

Me lavaba las manos en el baño de una taquería cuando enfrente de mí vi un cártel extraordinariamente feo. Era una muestra de lo que se podría pensar como una enorme equivocación en términos de simpleza y un gran acierto si la idea ir a contracorriente de lo que es convenido como buen gusto. Un rectángulo atiborrado de imágenes borrosas y nombres con distintas tipografías de colores naranjas y rojos desvanecidos, anunciando que el domingo 19 habría ganadería, cuernos gachos, el Grupo Elegido de la Misión, un animador llamado el Periko Larios, un payaso de rodeo, entradas gratis para los niños y, en un rojo más fuerte, una advertencia: “No hieleras”. Lo que estaba ante mis ojos era la invitación al primer rodeo del año. La verdad es que desde hacía tiempo quería ir a un rodeo. Desde mi ignorancia lo imaginaba exótico, salvaje, divertido. Me sequé las manos y mentalmente reservé la fecha. Luego, a cinco días de que llegara el día, descolgué una camisa azul muy sencilla de mi armario, que era lo que asumía más vaquero de mi guardarropa.

   Llegado el día, un domingo, muy temprano, acudí a las oficinas de la revista para que se me entregara el dinero y el vehículo necesarios para realizar esta crónica. Se me dio un billete de quinientos pesos, con la orden estricta de sólo hacer uso de doscientos, utilizar otros cien para lavar el auto y regresar el cambio exacto.

  —Sí, mamá, ¡gracias! —me despedí y cerré la puerta de su cuarto.

  —¡Y me cuidas el pick up! —alcancé a escuchar su grito, ya habiendo salido de casa.

    Me dirigí al Sauzal, la colonia  donde se llevaría a cabo el rodeo, y desorientado me bajé a preguntar indicaciones en un Oxxo.

  —Busco el rancho Cuatro milpas, ¿sabrán dónde es?

— ¿Vas al rodeo? –me preguntó la cajera.

—Sí…

—Ah, ya no va a ser ahí, ahora va a ser en el panteón. Ahí nomás bajas y vas a ver las señalizaciones. Está fácil.

     El juicio de la cajera era erróneo. Las indicaciones consistían en tres trapos de lona pintarrajeados con un spray fosforescente, distanciados uno del otro por al menos dos kilómetros, clavados en pequeños postes o adheridos sobre paredes de escuelas en los que a partir de la dirección de la flecha amarilla tenías que seguir lo que para los organizadores del rodeo era –supongo- un camino recto y lo que en realidad era un trayecto torcido, de terracería, y que demandaba una alta capacidad de intuición si la idea era llegar pronto al destino deseado.

     Mi intuición encontró descanso cuando vi a lo lejos tres jinetes montados en sus respectivos caballos guiando una hilera de autos. Atravesamos cuatro lomitas, dos tramos de camino imposiblemente angostos, tres cerros reverdecidos y radiantes, y el flujo de coches se detuvo. Ya sólo era cuestión de esperar, si bien no sabía qué. Me vi en el retrovisor e instintivamente me fajé la camisa azul y me peiné el bigote hacia abajo en un intento de darle uniformidad. Todavía esperando en la fila, dos camionetas entraron de súbito por un costado, volando como escarabajos en una colonia de hormigas en aras de rebasar a todos los que estábamos formados. Como hormigas, también, nadie dijo ni pío. A un lado de mí, y a punto de rebasarme, con mucha justicia, se atoraron.

     Uno de ellos se bajó de la camioneta y comenzó a gritarle al que estaba en el asiento de conductor:

    —¡Quítale aire!; ¡métele la doble! — El conductor pisaba el acelerador pero esto sólo provocaba que un humillo blanco saliera de su llanta trasera. Se hacía de reversa, aceleraba, y lo mismo. Sin saber cómo ayudarlos y sin la intención de hacerlo, decidí enfrascarme en el celular para evitar cualquier posibilidad de camaradería vaquera. Felizmente, terminaron por quedarse atrás.

     En la caseta de vigilancia (una mesa de plástico de la que una de sus patas estaba sobre una cuerda tirada en el pasto, que funcionaba como una frontera minúscula, rayando en lo imaginario) el personal (dos sujetos) estaba hondamente nervioso por saber lo que, recordé, estaba marcado en un rojo intenso en el cartel: si en los autos se ocultaban hieleras. Por fortuna, ésta era la única preocupación; por desgracia, no hubo ninguna pregunta por saber si alguien, por ejemplo, cargaba con algún arma.

    —¿Alguna hielera, compa? —Me preguntó el encargado de seguridad—. ¿Sí me deja asomarme atrás?

   —Claro. Oiga, ¿y por qué cambiaron el lugar? –le pregunté.

   —Hubo… problemas… familiares —me respondió con esfuerzo y lacónicamente. Su trabajada amabilidad fue señal de que no me iba a decir más.

     Crucé con el pick up la cuerda sobre la hierba y el mundo del rodeo se abrió ante mí cual flor virginal por ochenta pesos. Algo en mi interior se ensanchó de júbilo al reparar en lo bonito del día, en los montes circundantes manchados por la flor de nabo, que desprendía un amarillo tan agudo que era casi irreal, y, ¡ah!, la sensación de tranquilidad que daba el cielo azul. Descendí de la súbita conmoción sensorial al darme cuenta de que el estacionamiento era caótico e improvisado como lo ha de serlo una fiesta sorpresa organizada por niños. Dejé el pick up en cualquier lado, con displicencia, asumiendo erróneamente que el caos vehicular no empeoraría. Abrí la portezuela trasera para bajar mi mochila, y tuve un pequeño sobresalto: mi mamá había dejado una hielera pequeña y negra en el auto. Cuando me enfilé hacia el rodeo y pasé a un lado de dos familias que recién habían llegado, entendí la severidad —e ineptitud— de los de vigilancia: ambos grupos bajaban sus respectivas hieleras.

     ¿Cómo describir lo que vino a continuación? Mi primera reacción fue llevarme las manos a los oídos; intentaba defenderme inútilmente de una voz: era ubicua, molesta y gritona; tronaba como deben tronar los gritos de Dios en cualquier parcela del cielo. Era nada más y nada menos que el mismísimo Periko Larios, maestro de ceremonias del rodeo.

    — ¡Írala nomás, qué defensa trae la chica! —chillaba al ver a los que llegaban-. ¡Írala nomás, lo que se van a comer los gusanos!

    (Los comentarios machistas y homofóbicos, notaría durante el transcurso de la tarde, eran el material utilizado por el Periko para cuando su grifo de creatividad se atascaba.)

   –Bienvenido, mijo, señores, jinetes, señoras, vaqueros. — Voz estaba tan convencido de la importancia de su palabra que para dar indicaciones logísticas también usaba el micrófono—. Mijo de las lonas, acomódeme la carpa de la distribuidora Rossini. Sí, sí, esa mera… hazle un hoyo ahí en medio para que no se me caiga.

    La tortura parecía estar por terminar cuando el Grupo Elegido de la Misión empezó a tocar. Pero no fue así. Comenzaron, con timidez,  quizá abrumados por la presencia de Voz, y no tardaron mucho en convertirse en una especie de música de fondo para las ocurrencias de este último. Literalmente. Aun cuando ellos tocaban él hablaba; aun cuando otros utilizaban el micrófono, él se hacía oír; aun cuando los toros salían, enfurecidos y botando montados por los jinetes, él parloteaba.

     Este mal sabor de boca quedó atrás cuando supe que la cerveza costaba sólo quince pesos; di un patético gritito interior de felicidad como cuando aprietas un muñeco de plástico. Antes del inicio, hubo homenajes al por mayor: uno al payaso Spaghetti por sus cincuenta años, otro a los dueños del rancho y a “las mujeres guapas que nos acompañan el día de hoy…”, uno más, por supuesto, para el Periko por su función de animador, al que él mismo respondió, con una humildad sospechosa, “No lo merezco, pero aquí estamos para servirle”, y tras repasar una lista interminable de negocios que apoyaron la realización de este evento que hoy aquí nos congrega, y luego de “quítense el sombrero, que nos vamos a encomendar a Dios”… y de  “Señor Dios, protégenos de esos animales salvajes”…, Voz finalmente chilló:

¡Es momento de rodeo!

   El dramatismo del grito no tuvo la correspondencia esperada con lo que sucedió a continuación. Un grupo de muchachas a caballo con la bandera de México hizo una entrada al lienzo que no produjo ningún revuelo pero sí desprendió un tufillo parecido al de los honores a la bandera de los lunes en primaria. Esto que acontecía lo alcanzaba a ver sólo al estirar el cuello y cuando el de enfrente era menos alto que yo; no había donde sentarse y pecaba de insuficiente agilidad para treparme, como tantos otros, en el cerco. Un grupo de chicos de entre quince y treinta años se formó en una fila que recordaba mucho al parado de una selección nacional de fútbol al escuchar el himno de su país; envueltos en solemnidad, tenían las manos detrás de las espalda, doblaban las rodillas y se hacían de atrás para adelante poniéndose de puntitas y luego sobre el talón, con el mentón elevado hacia el cielo. (Con respecto al fútbol hubo una diferencia importante: el árbitro era una celebridad: “La eminencia en el jueceo, para mí, el mejor, el señor Guillermo «Memo» Suárez”, gritó Voz, y vaqueros, esposas de vaqueros, hijos de vaqueros y yo aplaudimos.)

    Pese a que el sol me daba de lleno en la cara, no pude dejar de notar a un sujeto que vestía todo de negro. Era —o al menos eso me pareció— el jefe de los cinco policías auxiliares que se encontraban ahí. Se movía poco, pero cuando lo hacía era con ímpetu, para después estacionarse muy firme, con la parsimonia de un vehículo militar en día de asueto. Tenía una panza desparramada y bamboleante, pero no era una panza que estuviera ahí como una consecuencia de sobrepeso y ya, no, parecía ser el punto de en el que todo su cuerpo hallaba equilibrio, unión. Sus cachetes gravitaban hacia abajo con la fuerza de Júpiter. Además llevaba una chamarra toda cerrada, que daba a su figura, de ser posible, una mayor redondez. Era una autoridad gruesa.

    —Chicas, ¿vienen solas?, ¿no son chanclas, verdad?, porque sí saben que si Dios dijo que mujer y hombre…—Voz —el Periko— sermoneaba. Me encontraba  a unos pasos detrás de él; un extraño doblez en la parte posterior de su pantalón de mezclilla capturó mi atención: la silueta que se formaba era a causa  de un empequeñecido derrière.  Pensé en algo que mi mamá suele mencionar con la convicción de quien posee una verdad comprobada científicamente y vive a finales del siglo XIX: “En los hombres tener poco trasero es muestra de miedo, de una falta de fortaleza interna, de debilidad espiritual; la gordura en las mujeres es miedo a los hombres, de ahí la grasa que se acumula en las chaparreras como protección de la zona genital”. Mi madre está llena de teorías que establecen una relación consustancial entre el cuerpo y la personalidad. En palabras más simples, que como te ves eres.  A mi hermano que es muy alto, le ha dicho:

   —Tienes la fuerza y el carisma de un sol.

   —Oye, mamá, pero yo soy chaparrón —la he interrumpido buscando igualdad.

   Y ella siempre encuentra una respuesta cargada de mesura:

   —Sí, mi cielo, pero tu cuerpo es más proporcionado que el de tu hermano.

   —Oh…

   Reparé en una cabeza adornada por una melena toronja, encrespada, y en otra, ceniza, decorada por unos lentes de sol y un sombrero difíciles de definir excepto por un no sé qué aventurero; ambos perfiles sobresalían de entre todos los demás cascos oscuros. Voz me ayudó a distinguir lo que con el olor del asado se hizo obvio:

  —Che boluuuuuuuuuuudo –Voz se dirigía a ellos

    Toronja y Sombrero volteaban, como apenados, como amables, como esforzándose en corresponder con lo que un mexicano cuando algún extranjero le dice “weeeeeeeeyyyyy” o “quééééééé pasaaaa” una y otra, y otra vez. Era un par de argentinos con un puesto de choripán y cortes de carne. Eran una opción gastronómica extraña si se tomaba en cuenta el lugar en el que estábamos y también positiva si uno veía la otra opción para comer, el camión apostado del otro lado de su parrilla, pintado completamente de amarillo y naranja, con un decorado alusivo a calor, llamas y harina y que en lugar de recordar a un horno de pizzas —pues supongo que ésta era la idea—, remitía a una escena infernal en un ininterrumpido derretimiento.

     Mi experiencia con los argentinos es que sin conocerte te hablan largo y tendido, como si te conocieran de toda la vida, sin gran noción del umbral de intimidad tan importante para el mexicano. Esto  puede ser muy bueno o muy malo, en este caso todo fue muy bueno. Me contaron que eran primos y que para poner un restaurante uno tiene que tener la plata para que sea un hobby y no tu principal sustento. No supe qué responder. Ella me dijo que estaba encantada con este tipo de evento, en el que se está en contacto con el folklor mexicano; yo quise disuadirla, convencerla, de que en realidad la mayoría de los mexicanos no tiene nada que ver con rodeo y botas pinteadas, y que…

   —¡Orgullosamente de ser mexicano¡ ¡Nuestro folclor! ¡Nuestro deporte nacional! – Voz me contradijo.

   Estuve ahí lo que duraron tres cervezas. Me despedí en un momento de absoluto júbilo en el que ella recibía un mensaje en su celular de parte del manager de los Fabulosos Cadillac, en el cual él como respuesta a un mensaje de la chica en el que le pedía pases para el concierto en Mexicali, y como favor un tanto patriótico, le hacía saber que en el hotel habría tres boletos gratis esperándola para ver a la banda argentina. Es así que acto seguido los dos primos saltaron de emoción, se abrazaron y discurrieron, realmente concentrados, qué hacer para no solamente recibir las entradas sin saber de ellos, sino en verdad conocerlos. La respuesta, que luego pareció evidente, no tardó en iluminarlos: prepararles un asado. 

    No medí lo mal bebedor que soy ni que tres cervezas me tendrían en un estado de poca lucidez, aunque contento o algo así. Estando solo mis pensamientos se volvieron confusos. Ya sin la conversación con los argentinos que me ayudaba a que mis pensamientos tuvieran cierto sentido, como lo hace un recipiente que da forma al agua que en otro caso se perdería o evaporaría, estuve media hora incapacitado para concentrarme, imposibilitado de tener reflexiones propias. En un estado de semi consciencia noté, horrorizado, cómo Voz se apoderaba de mi percepción y sustituía a mi propia conciencia. Mi ser se redujo a un autómata que apuntaba en su libreta lo que Voz parecía dictarle personalmente:

  —Damas y caballeros, pelen los ojos y paren las orejas: los señores se rifarán la vida y el físico —dijo Voz, con la intención de dar una sensibilidad eléctrica a la atmósfera.

  » ¡Y salucita pa toda la raza!

  » ¡Ahí viene el Niño de oro Cervantes! 

  »Ay, qué re chulo animal, ¡nomas hablar le faltaba!

  »Miren, un pariente prieto-azabache-dientes-blancos. Ya abrió la bocota… desde aquí se ve…

  »Gracias a asadero La patrona, también a  Tacos y Tortas I y II; tacos que son de macho. 

  Voz se revelaba como poseedor de un vasto conocimiento jurídico:

  »Si el jinete no está de acuerdo con el rendimiento del animal, puede apelar al artículo 33, cosa que yo considero muy justa en este caso.

  »Tiempo completo para Israel González.

  La voz de una mujer aparecía:

— Periko, perdí mi celular…

—¿Cómo es?

—Negro…

—No, mija, dalo por muerto.

  Una pelea se soltó:

  —Las personas que andan de picochas dense mejor un tiro aquí en el lienzo, con permiso de la chota, y se acabó. Miren: yo no sé de trompazos pero doy plomazos –decía Periko.

  Los involucrados tomaron la palabra de Periko y éste se retractó:

  —Bueno, no, tampoco vamos a incitar a la violencia. Mejor díganse: “Te quiero mucho, puto, pero me caes gordo.”

  Periko perdía el control:

  –No se pelieeeeeeeeen.. —Y advertía—. Aquí se acabó el evento y queda una mancha negra en el nombre de los Vaqueros Unidos del Sauzal. Por ustedes, pendejos, se terminó la fiesta. Y yo, como Poncio Pilato, me lavo las manos.

  Pero así como todo se descontroló rápido, tan rápido, las cosas volvieron a la normalidad. Recuperé control sobre mí, y el paisaje alrededor mío, antes suave, era opresivo. Sudaba en las sienes, en el ombligo, en las piernas. Sin embargo, me lograba independizar de la voz de Periko y mi pensamiento volvía a ser propio. Me acerqué adonde tenían a los animales. A los toros que estaban por salir al lienzo primero los enfurecían con un instrumento amarillo, alargado, parecido a un tridente pequeño, que, supe después, emitía toques de electricidad.

   Al Periko empezaron a inundarlo con avisos de que tal auto se quería ya ir y que por tal otro aquél no podía. Temí lo peor. Y sí, cuando volví al estacionamiento tres autos estaban enfrente del mío. Resignado, me subí a la parte trasera del pick up y desde lejos, a través del hueco en la ventana, contemplé el evento. Descompuesto como quien no sabe qué hacer, dormí una siesta. Lo siguiente que supe es que alguien tocó una de las portezuelas del pick up y me preguntó si le daba permiso de salir. Dije que por supuesto y  aproveché que los espacios se abrieron y yo mismo me fui. De vuelta a casa una sensación difícil de definir me embargaba; quizá era el silencio, pero me sentía intranquilo. Sentía una ausencia. Regresé con la familia y lo mismo. Cuando mi abuela prendió la radio caí en cuenta de lo que me pasaba. Era difícil de admitir pero el Periko me hacía falta.

 

Asael Arroyo Re (Ensenada, 1990) estudió en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Es director de la revista El Septentrión. Ha publicado en revistas como Apuntes de Rabona, Punto de Partida y Pez Banana. En el 2016, ganó el Premio Estatal de Literatura de Baja California, en el rubro de Periodismo Cultural, por el libro Viajes de un ensenadense inocente.

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