por Omar Nieto
Was du erlebst, kann keine
Macht der Welt Dir rauben
Hay mucho dolor en el olvido si al final de la vida el cuerpo no sabe cómo sostener la cabeza, contener los esfínteres, cómo respirar. Morois en griego, oblivio en latín, dotage en inglés medieval, démence en francés y fatuity en inglés moderno, la pérdida de la memoria como enfermedad neurológica, en su estado final, es uno de los mayores dramas que puede enfrentar una persona.
El mal fue catalogado como demencia senil en 1838 por el psiquiatra español Jean Étienne Esquirol, pero quizá la primera vez que se estudió como enfermedad específica se remonta al sexto año del siglo XX en un último vagón de tren de pasajeros que corría de Frankfurt a Münich con bastante retraso. Ëmile, ama de casa que volvía de un viaje de placer en aquel tren, levantó la cabeza porque una pequeña gota cayó sobre su frente. Al husmear en los compartimentos superiores, vio una caja de metal de 1.10 metros de largo con siete broches escurriendo un líquido viscoso.
El contenido, enviado como carga de pasajeros, estaba envuelto en toallas con una sustancia parecida a la formalina, como luego se comprobó al abrir la maleta. El cofre contenía el cadáver de la señora Auguste D., o mejor dicho, su médula espinal y cerebro.
A pesar de que la policía se apersonó rápidamente debido a los gritos que daba la señora Ëmile, el propietario del cofre, el doctor Alois Alzheimer, también de origen alemán, no fue arrestado ya que pudo acreditar su permiso para transportar cadáveres.
La señora Auguste D., había sido su paciente. Muchos meses antes, le había detectado “demencia senil”, como marcaban los viejos manuales de psiquiatría, pero aquel caso, en absoluto atípico, por completo extraño, le hizo sospechar que no solo se trataba de uno más sobre ese padecimiento.
Imagine ese cerebro sin vida en un tren de pasajeros. Era una masa gelatinosa del tamaño de un coco, según lo refirió la propia Ëmilie al comandante de policía de Bamberg donde se detuvo el tren, dado el escándalo que suscitó el hallazgo.
“El cerebro humano pesa sólo el dos por ciento del total del cuerpo, pero usa el veinte sobre cien del consumo energético requerido para vivir”, rezan los protocolos médicos actuales, pero no cuando se vio por primera vez en Europa ese contenido humano gracias al primer microscopio libre de distorsión.
Sin embargo, el trabajo científico riguroso estaba aún por venir. En ese mismo 1906, Franz Nissl, amigo de Alois Alzheimer, le había dicho que para calcular los tiempos de estudio de la masa encefálica tenía que sacar el cerebro, ponerlo sobre la mesa, escupir en el suelo y, cuando se secara el escupitajo, sería el tiempo adecuado para meter el cerebro en alcohol. El tiempo preciso para que no colapsaran las células. El cerebro de la señora Auguste D. se había conservado en cambio sumergido en noventa por ciento de alcohol y diez por ciento de formalina por bastantes horas. No obstante, aquel retraso en el tren a Münich había hecho ceder visiblemente el poder de conservación del compuesto.
Horas antes de aquel viaje, los alumnos de Alzheimer le habían aplicado a aquel cerebro un examen microscópico en el que pudieron identificar 250 tiras de meninges y vasos de las zonas frontal, parietal y occipital. También lograron separar el cerebelo (responsable del equilibrio, coordinación y movimiento en el cuerpo) y el bulbo raquídeo (funciones de respiración y vitales básicas), con lo que comenzaron el análisis formal del órgano.
En aquellas horas críticas, antes de que el tejido cerebral comenzara a deshacerse en ese tren a Münich, Alois Alzheimer había podido usar también el microscopio Zeiss para observar una muestra colocada entre dos cristales. Como lo temía, el cerebro de la señora Auguste había estado enfermo: lucía lleno de puntos color marrón, una especie de varicela cerebral. Casi un tercio de ese tejido estaba destruido en lo interno, era una fibra degenerada, un queso gruyère, un hoyo negro de un universo infinito que se había contraído. El cerebelo también estaba carcomido. El cerebelo: el primer órgano que se activa en el útero de la madre y el último en funcionar cuando ataca la demencia senil atípica.
El cerebelo: materia desvanecida en el Tiempo.
Unos meses antes de su muerte, la señora Auguste D. había escrito a su hija: “Querida Florence. Yo sé que nunca he tenido una memoria fotográfica… Cuando la vida es tan compleja hay muchas más cosas que recordar. ¿Cómo puedo acordarme de todo? ¿Qué pretendéis, que tenga una memoria perfecta?”.
Su hija le reclamaba no acordarse de ella en ciertos momentos. Justo el mismo destino de su médico, el propio Alois Alzheimer, quien moriría casi una década después del mismo mal que había descubierto. En sus últimos días, Albert, el mejor amigo del doctor Alzheimer comentó incluso: “Acudí a ver a Alois. Me vio. Y me sentí feliz. Supo quién era…”.
En el siglo I, antes de Cristo, Juvenal lo había advertido: “desdichado el hombre que olvida el nombre de sus esclavos y el amigo con el que cenó la noche anterior, y los hijos que engendró y crio”.
Pero tuvieron que pasar casi dos mil años para que se comprendiera semejante fenómeno:
1906. Conferencia Regional de Psiquiatras de Alemania Central. Ponente: Alois Alzheimer: “Esta clase de demencia senil se debe a la proliferación de ovillos y puntos de moléculas que impiden la comunicación entre las células del cerebro”. Alfred Hoche: “Bien, respetable colega Alzheimer, le agradecemos sus comentarios, pero nadie desea establecer una discusión sobre el tema”.
1910. Publicación del Manual de Psiquiatría de Emil Kraepelin: “La interpretación clínica de esta enfermedad de Alzheimer todavía es confusa”, reza el documento.
1911. Robert Terry usa por primera vez un microscopio de electrones para observar una corteza cerebral llena de ovillos y puntos para elaborar la estructura molecular propia de la enfermedad.
1915. Muere Alzheimer a los 51 años. Varios meses antes había dado síntomas de pérdida de memoria.
1939. La investigación del neuropatólogo J.L. Conel consiste en diseccionar cerebros de niños muertos. De uno, dos, tres, cuatro, seis meses. Las zonas motoras a esta edad comienzan a cubrirse con mielina y se aíslan para construir redes neuronales. La última zona que se recubre con esa sustancia es el hipocampo, donde se crea la memoria inmediata. Las primeras mielinizaciones son irrecordables: mover los brazos, caminar, abrir los ojos, mirar, respirar.
En los apuntes de Alois Alzheimer, donde iba registrando su propia pérdida de memoria, podía leerse que tal vez la mayor tragedia de un ser un humano sería morir siendo niño de nuevo. Un viaje a la semilla, un regreso al seno, aseguraba, tratando de dejar atrás la confusión de vivirlo en carne propia mediante palabras mutiladas en un papel. De sentir que hay problemas pero no saber por qué.
“Nada más doloroso que olvidar a algún amante, a algún enemigo; nada más aterrador que perder una guerra interior contra la nada. Nada tan terrible que morir olvidando la vida, aunque tal vez esto no sea sufrir plenamente, en el sentido literal del término”, se corregía Alzheimer en aquel cuaderno con cada vez menos palabras.
Hacia los últimos meses de su vida consciente, Alois dejó de referir en sus apuntes a la señora Auguste D. Poco sabemos del recuerdo vago de aquella mujer por parte del descubridor de la acción de la mielina en el cerebro, de esos hoyos negros cósmicos impresos en la red neuronal.
Al final de aquellos apuntes, Alois confesaba no saber si toda aquella historia de la transportación del cuerpo inerte de su paciente a bordo de un tren hacia Münich fue cierta o había sido una simple ficción. No obstante, aseguraba, le tranquilizaba que hubiera datos científicos que lo confirmaran, como el reporte de sus alumnos y el expediente policiaco de aquel viaje en tren.
A juzgar por esos apuntes, Alois se dio cuenta de que quien sufre semejante padecimiento olvida poco a poco lo que tiene menor importancia, cuidando con desesperación lo más significativo. La memoria borra primero los trabajos banales, las parejas que no trascendieron como amores, lo que se leyó en los diarios, las discusiones furtivas en las calles, el tráfico en la ciudad; los enemigos que nos hicieron enfurecer; las elecciones presidenciales y los discursos políticos; la música mala. El recuerdo trata de conservar a toda costa la imagen de la esposa o el esposo, al padre y la madre; a los mejores amigos riendo con una broma; el primer beso; la primera vez que se tocó el mar; los aviones despegando en el aeropuerto; el primer chiflón de aire en la ventana del coche en unas vacaciones familiares. El cerebro conserva el abrazo espontáneo de un hermano o hermana a la salida de la escuela; el grito de vida de cada hijo al nacer; la primera vez que ese mismo bebé se acurrucó en el pecho sintiendo confianza.
Lo último que se desvanece es la suave voz de un amante del que no se pueden olvidar los cálidos besos.
“No. Miedo no. Sólo confusión. Un drama tampoco. Tan sólo el miedo de saber que se necesita de alguien, pero no se sabe exactamente de quién…”.
El último trazo que se halló en aquella libreta de Alzheimer fue esta frase, repetida varias veces, y su nombre con vocales o consonantes faltantes. Incluso, un dibujo de los padres de Alois confesando que confundía sus rostros con las imágenes de sus doctores o enfermeras, sin recordar que ambos habían muerto muchos años antes de que se convirtiera en reputado psiquiatra.
Ahora se sabe que también apareció en la última página de su libreta el garabato de un tren. No se parecía al elegante convoy impulsado por brea en el que transportó el cuerpo de la señora Auguste D., sino a una vieja máquina de vapor, recuerdo quizá de su infancia. Gracias a familiares, se supo después que se trataba, en efecto, de un tren de mediados del siglo XIX que recorría sólo algunas comarcas de Alemania, muy usado por las familias de la región donde nació Alzheimer.
Lo supieron no por el trazo bestial e infantil con el que aquel afamado doctor lo garabateó, sino por la sonrisa profunda con la que murió, producida por un último recuerdo de su padre llevándolo a conocer la Alemania Media cuando tenía seis o siete años, chispazo de memoria enlazada a aquella última célula cerebral aferrada al recuerdo más remoto e imperceptible de un ser humano: la remembranza de cuando se nace, de cuando se aprende en qué consiste respirar.
Omar Nieto (Puebla, México, 1975) es Maestro en Letras Latinoamericanas y Candidato a Doctor en Letras por la UNAM. Es autor de Las mujeres matan mejor (Joaquín Mortiz, 2013), finalista del Premio Letras Nuevas de Novela de Editorial Planeta; Teoría general de lo fantástico (UACM, 2015), Premio Nacional de Ensayo Literario Guillermo Rousset Banda; y Fisiología del olvido (FOEM, 2018), Mención Honorífica del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2017 en la categoría de Cuento. Ha sido profesor de la Maestría en Literatura Comparada de la Universidad Iberoamericana Puebla, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, de la Universidad del Claustro de Sor Juana, Escuela de Escritores de México, Escuela de Escritura Puebla, Tec de Monterrey y Universidad del Valle de México. Ha sido antologado y publicado en Alemania, Austria, México y Estados Unidos. También es músico.