Grupo invitado, Cabaret Pi

 

por Antonio León

 

Yo escribía poemas y fumaba como si hubieran metido a mi marido al bote. Fumaba como Andrea Palma en aquella película de La mujer del puerto, con marineros guapos, en blanco y negro. También me gustaba hacer la mamarracha a deshoras intentando pintar y hacer arte-instalación con mis amigas del colectivo Ícaro-Box, unas espontáneas de la fiesta oscura, unas damnificadas de la generación X —como yo— que montaban exposiciones en lugares prestados: entre más inaccesibles, oscuros y llenos de chologóticos, mejor.

  Esto sucedió años antes de que la vida y las ganas de ser feliz se mudaran a Facebook. Era el 2002 y ni siquiera podía decir que hice cosas estúpidas en la adolescencia, porque, a los 24, no hay jubilación temprana que alcance para una vida salvaje.

Makar Huerta es uno de mis mejores amigos. Lo conocí cuando él tenía once años y yo diecisiete gracias a que su madre, una mujer maravillosa, fue mi maestra de inglés en la preparatoria y me prestaba libros de arte y de escritores concheros como Antonio Velasco Piña. Si en aquel entonces Makar y yo hubiésemos montado una banda, sería como Enrique y Ana. O como Alex y Chela Lora en versión Anti-Guadalupana.

  Makar tocaba en bandas con nombres de experimentos de química de Mi Alegría o de luchador técnico de la AAA, de las que se toman muy en serio y, en ocasiones, se montan algún cover muy mamón de Paulina Rubio para pasar el rato y jalar unas risas que nunca llegan. En algún momento pensamos que era buena idea reunir ambas prácticas y que nos invitaran a fiestas.

Frecuentábamos los cafés pequeños con decoración hippie-conchera o la variante que iba del kawaii al collage ñoño y nos volvíamos vitalicios del refill de americano o café del día. Comprábamos en las librerías de viejo porque ir a comprar libros nuevos nos dejaba con poco presupuesto para cerveza y esmalte de uñas negro. Algunos años antes, el formato Unplugged hizo daño y se anidaba en sitios donde a la gente no le molestaba aburrirse. Basta recordar a Kurt Cobain en aquel concierto berreador en-acústico: amigos palurdos y velitas mediante, llegaron para quedarse en el formato de bohemia del grunge tardío.

Ensenada es una ciudad pequeña de Baja California, un puerto idílico de lanchas para la postal de viajes: gaviotas de origami manchadas de aceite de barco, turistas californianos de sandalias y playeras de los Ramones y focas borrachas. Es también una ciudad risueña que tenía pocas opciones para divertirse en los tempranos dosmiles, sobre todo si te gustaba la música en vivo, las fiestas de vasos rojos y escuchar hasta el infinito el mismo disco de la cara de viejito de The Cure.

  Asistíamos a tocadas en lotes baldíos o talleres mecánicos, a fiestas con foquitos de Navidad y ramas de incienso apestosas donde la música era seleccionada por un pacheco de la generación anterior, un DJ del trance que fue a fiestas de verdad, cuando estuvo de intercambio en Europa para meterse cosas por la cara gracias a una beca.

Cabaret Pi surgió en uno de los retiros en la casa del rancho de los Huerta, donde una vez vi un ovni; nadie me creyó por culpa del Modiodal. Makar hacía lo suyo impecablemente y yo balbuceaba mis poemitas acerca del paisaje bucólico de las parcelas de mi pueblo convertidas en naves industriales. De vez en cuando, tocábamos una canción de alguna banda, pero la mayoría de las veces todo era una broma.

  Tuvimos canciones acerca de la vida diaria de Michael Jackson y los días de no hacer nada. Una versión funky de Black Sabbath y un homenaje en clave de Blues a Cri Cri, el grillito cantor. También tocábamos un blues interactivo en el que la gente nos daba palabras sueltas y yo debía improvisar una estrofa con dicha palabra. La gente estaba en-muy-lujuriosa todo el tiempo porque el blues, llamado blues interactivo, siempre terminaba tratándose de sexo, dildos y fetichismos varios.

No nos invitaron a suficientes fiestas: los rockeros no tienen sentido del humor y siempre nos pusieron al inicio de sus tinglados. Se incomodaban con un gordito cantante, joteando que daba gusto, y un joven guitarrista disfrazado de alguna chingadera o portando un tocado de plumas. Un baterista nos abandonó por no tomar en serio a Black Sabbath y destruir su legado, alguien opinaba en foros de música que éramos como Natalia Lafourcade en drogas y que yo cantaba del carajo, que mejor me tortearan el hocico, me quitaran el micrófono y me prohibieran hacer mi bailecito.

  Los rockeros suelen ser futuros integrantes de pro-vida con playeras negras y cortes de pelo lamentables.

  Los rockeros van a bares con bandas de covers porque adoran que les toquen las que ya se saben.

No nos invitaron a suficientes fiestas pero fuimos bien recibidos en exposiciones de artes plásticas y bares sin asistentes. Cabaret Pi tuvo una vida fugaz y nunca fue una banda en el sentido estricto de la palabra, sino una amistad entrañable entre Makar, las dos o tres personas que nos querían y yo: una familia disfuncional que buscaba hacer cosas los sábados por la noche. Hace algunas semanas, encontré una vieja invitación a una muestra de arte que incluía una frase que hace plena justicia a esta banda: grupo invitado, Cabaret Pi.


Fotografías de Fernanda Delgado

Antonio León es un poeta nacido en Ensenada, Baja California. Reside en Mexicali desde 2014, donde se desarrolla como guionista y conductor para televisión y radio universitarios. Es editor de poesía en la revista El Septentrión y colaborador esporádico de noisey\vice, ha sido columnista del semanario Es lo cotidiano y actualmente desmenuza sus fijaciones en el blog Muerte por videoclip. Es autor de los libros Caricia del velocímetro, Busque caballos negros en otra parte (Pinosalados) y :ríos, dentro de la colección Ojo de Agua, editada por CETYS Universidad . En 2016 fue el ganador del Premio estatal de literatura (poesía) en Baja California con el libro El Impala rojo. En 2018 fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico en la categoría Creadores con trayectoria. Consomé de piraña (2020) editado por Carruaje de pájaros y el Instituto Sinaloense de Cultura es su libro más reciente.

Déjanos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*