La alquimia de Rocío Cerón

 

por Jorge Ortega

 

Rocío Cerón

Spectio

Tresnubes / Universidad Autónoma de Nuevo León, 2019, Monterrey, 128 p.

 

Lo primero a destacar de Spectio (Universidad Autónoma de Nuevo León / Tres Nubes, Monterrey, 2019), de Rocío Cerón (Ciudad de México, 1972), reside en su deliberada apología del sentido de la vista. Lo anticipan los tres epígrafes generales de Virgilio, John Berger y Alfonso D´Aquino, de los cuales rescataría el del segundo, con quien la autora mantiene una conocida afinidad de visión en torno al fenómeno artístico: “Sólo vemos aquello que miramos, y mirar es un acto de elección”. Como distinguir entre oír y escuchar, diferenciar entre ver y mirar, y trocar esa distinción en un ejercicio de discernimiento, y, mejor todavía, un hecho volitivo. Entre ver y mirar, la conciencia de ver y, por tanto, de poder optar, escoger. Mirar es hacer uso de una libertad, la de observar e interpretar. No en vano Rocío Cerón se ha decantado por el epíteto de la observante, nombre de una iniciativa suya que ha terminado dando igualmente nombre a su cuenta de Instagram, en cuya descripción se lee: “proyecto escritural de poesía textual, sonora y visual”. Pero, más allá de interpretar lo mirado, está la perspectiva, quizá la primera recompensa que ofrece el detenimiento de observar. Perspectiva: punto de vista, ángulo preciso del que se desprende y sobre el que se alza toda creación propia, singular en su grado de adhesión a una manera de ver; no: de mirar.

  En virtud de lo anterior, esta manera de mirar deviene en Rocío Cerón una forma de estar. Mirar es ponerse en disposición, abandonarse no al tiempo lineal, cronométrico por naturaleza, sino al tiempo sin tiempo del instante atemporal dueño de una imantación que habilita un espacio habitable, cápsula de infinito en el río de la historia. “Discontinuidad”, denomina la autora a la intermitencia efectuada por la realidad objetiva y la impresión de intemporalidad en la que anida tentativamente la epifanía poética, tal como se aprecia en la sección de arranque, “Arborescencia”, junto a “Incisiones” los únicos tramos del conjunto concebidos en verso —o líneas aisladas—, como si el contraste de la excepción fuera un modo de adentrarse en la prosa de otra dimensión, la de los minutos lacios del hortus conclusus, o jardín cerrado, que acogen, reconfigurándolo, las seis escalas de Spectio. Así, la circularidad de “Arborescencia” —a la usanza de Piedra de sol— apunta hacia esa suerte de plano deslindado por un paréntesis evocativo donde cabe lo mismo el presagio de un lugar ameno como el autoreconocimiento en los visos de un paisaje que cambia lo necesario bajo el vaivén de los elementos.

  Conforme la mirada de Rocío Cerón se afila y cobra noción de sí para aquilatar un espacio, abre su compás e incita la participación del oído y el tacto, que contribuirán a acondicionar a su vez un panorama que sólo el olfato y el gusto podrán acabar de resolver a cabalidad. Lo denota el segundo apartado, “Miiundasïkantani”, voz purépecha que entraña un hondo matiz de filiación telúrica. La palabra se presenta entonces aquí subordinada a la imagen y el poema sometido a la irradiación de lo mirado: “Lo antes no visto, ahora visible”, apostilla la autora. Poesía y lenguaje pictórico se conjugan y complementan para avivar un delta de sensaciones que otorga consistencia a lo incorpóreo o desapercibido. El libro ejemplifica la prolongación de la operación inventiva que migra de un soporte a otro, según lo corrobora la labor transdisciplinaria de Rocío Cerón. Las páginas en distinto color, que ocurren a partir de la tercera sección, “Incisiones”, refuerzan la idea del contenido poético como una fina sustancia que experimenta variados trasvases y discurre por diversas plataformas y maniobras, fiel a su talante esquivo, inasible, metamórfico. Frente al ímpetu de la constante mutación de la poesía, la conversión de los códigos y el esmero de fijar el texto. “En el orificio el encuadre del poema”, advierte una frase a caballo entre la acotación escénica y el guiño metaliterario.   

  Spectio desarrolla, pues, una teoría de la mirada o del ver poético que es, inevitablemente, una teoría de la percepción espacial. Lo ratifica el cuarto segmento, “Materialidades subversivas”, que recoge algunas piezas compuestas en diálogo con la obra plástica de Vanessa García Lembo. Piezas, fragmentos, esquirlas, como las brevedades de “Miiundasïkantani”. Este cuarto apartado consagra, de entrada, el instinto ocular, para luego volcarse a conglobar en los tentáculos de la óptica el “cosmos y sus grafías”. Desde una inclinación por el registro de texturas botánicas y minerales, Rocío Cerón concilia lo sólido con lo etéreo mediante la facultad de la vista para reunir en la pupila los rastros del cielo y los de la tierra. “El ojo ataca la forma, la deglute”, sentencia un pasaje. Y, más adelante: “el espacio se entrega en el objeto”. Entre el ojo y el objeto, Spectio esboza, para decirlo con Bachelard, una poética del espacio que responde tanto a preocupaciones de carácter dimensional como ambiental. Por lo demás, sabido es que Rocío Cerón ha producido en la década reciente —con el concurso de lo acústico y lo visorio en montajes individuales o colectivos— una poesía híbrida afanada en la generación de atmósferas. Resultado: una propuesta que basada en la dotación de la retina y el tímpano fomenta una experiencia receptiva de marcada orientación sinestésica.

  Prueba de ello, determinadas vetas de la quinta sección, “Intervalos en el espectro visual (Ocho movimientos de una cavidad)”, entre las que sobresale, por representar a fondo la premisa, la siguiente: “objetos arquitectónicos donde vive un hombre de sonoridades de agua salada”. El ojo, el oído y el gusto concurren para delinear una postal animada en la que corresponde ahora al tacto conceder sentido a ese orden tangible a expensas del tránsito, la aproximación, el roce, la domesticidad, el aposentamiento. Spectio aloja una cartografía en la que la palabra se desdobla en construcciones virtuales que destilan una levedad no menos sugestiva que el dibujo que despliegan en el aire. “Observante”, el sexto y último apartado, subraya este sesgo en más de una ocasión: “El descenso del agua, su sonsonete oliva”, “la sinfonía del silencio levanta trabes, muros”, “el ruido opaco de los autos”. Palpitación de sonidos, tonalidades, formas. Pero también atisbos elípticos de un mundo que se prodiga a trechos en el latido de las cosas y los contornos que semejan hablarnos, las pausas que podrían cantar nuestros secretos en los momentos de inquietante sosiego. Con esta suma de ingredientes, Rocío Cerón urde en su laboratorio de esencias mixtas la alquimia de una poesía que intenta siempre ir más allá de la poesía. 

 

 

 

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Jorge Ortega es poeta y ensayista bajacaliforniano. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona y, desde 2007, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Su trabajo poético ha sido incluido en numerosas antologías de poesía mexicana reciente y ha sido traducido al inglés, chino, francés, alemán, portugués e italiano. Autor de más de una docena de libros de poesía y prosa crítica publicados en México, Argentina, España, Estados Unidos, Canadá e Italia, entre los que destacan Ajedrez de polvo (tsé-tsé, Buenos Aires, 2003), Estado del tiempo (Hiperión, Madrid 2005), Guía de forasteros (Bonobos, México, 2014), Devoción por la piedra (Coneculta Chiapas, 2011; Mantis, Guadalajara, 2016), Dévotion pour la pierre (Les Éditions de La Grenouillère, Québec, 2018) y Luce sotto le pietre (Fili d´Aquilone, Roma, 2020). Entre otros reconocimientos, obtuvo en 2000 y 2004 el Premio Estatal de Literatura de Baja California en los géneros de poesía y ensayo, respectivamente; en 2001 el Premio Nacional de Poesía Tijuana; y en 2010 el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines

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