Retrato de José Vicente Anaya

por Jorge Ortega

 

Conocí a José Vicente Anaya (1947-2020) hacia el año 2000. Lo mismo que Heriberto Yépez y el desaparecido Noé Carrillo, fui integrante del taller de poesía que Anaya acudió a impartir en Baja California, concretamente en Mexicali y Tijuana. Lo recuerdo alto y firme como un roble, pese a haber experimentado ya algunas turbulencias de salud, según me lo confió. Era, pues, un roble que hablaba. Sin caer en la solemnidad, departía con la parsimonia de un árbol viejo y sabio y con la rectilínea franqueza del norteño. Nacido bajo el signo de Acuario en Villa Coronado, pueblo de Chihuahua, creció en Tijuana, donde empezó a leer y a escribir y trató a personalidades locales tan asimétricas como el prócer Rubén Vizcaíno Valencia y el poeta callejero Juan Martínez, para luego establecerse definitivamente en la Ciudad de México. Pero viajar a Baja California para ocuparse mes a mes del taller era como regresar doblemente a casa, tanto por subir al norte como por volver a su nostálgica Tijuana, cruzando desde Mexicali la sierra de roca dispersa de La Rumorosa que disfrutaba observar con detenimiento a través de la ventana del auto. Cualquier asomo de fatiga bien valía ese trayecto por tierra que lo llevaba del desierto a la costa mediante la montaña granítica y verdosa de La Rumorosa, El Hongo, Tecate.

   El taller que dirigía José Vicente no era tanto de creación poética como de lectura de poesía, algo en el fondo más atractivo. Leíamos por tandas en voz alta, para después analizarlos, autores de múltiples épocas, lenguas, nacionalidades, civilizaciones, sensibilidades, discursos y estilos. Aunque el instructor o coordinador tenía grandes reservas en torno al carnaval del gremio literario, no había prejuicios estéticos. Cualquier poeta, poema, poética o tipo de poesía gozaba de eco en la concurrencia, los veinte asistentes a las sesiones presenciales, más tertulia que clase. Anaya permitía que cada quien se gestionara una idea de lo leído, propiciando un coloquio dialéctico que concluía nivelando las aguas. Nunca implantó un criterio ni fue un orquestador de gustos sesgados. De entrada, procuraba que la gente afianzara su cultura literaria o su bagaje poético a fin de incrementar referentes, descubrir horizontes, hallar afinidades que en última instancia sirvieran para estimular un proyecto de escritura, pero, antes, desarrollar a partir del conocimiento de las fuentes un juicio crítico. El perfil de Alforja, revista de poesía que fundó en 1997 y coeditó hasta 2008, refleja este carácter universalista, incluyente y polifacético del género.

   Por ello, más que un instructor o un coordinador de taller, José Vicente fue, en la acepción más noble y pura, un maestro. Entre la mayéutica de Sócrates y la sutileza del gurú —utilizo con cautela esta palabra— que orienta sugiriendo, o sea, sin imponer o chantajear, fluía la cátedra libertaria, ácrata, de Anaya. Sin embargo, yo lo veía más cerca del taoísmo. José Vicente orientaba desde el Oriente, un dominio siempre desdibujado en la lejanía que lo cautivó al punto de bautizar con el nombre de Largueza del cuento corto chino, de 1981, uno de los libros centrales de su bibliografía, junto a Los valles solitarios nemorosos, de 1976, rótulo derivado de un verso del Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, y el clásico Híkuri, de 1978, vocablo de origen huichol, equivalente al peyotl, que apela a la encarnación de un espíritu tutelar en una cactácea comestible de efectos alucinatorios que representa, en síntesis, la comunión de lo sublunar con lo sobrenatural. Más allá de la literatura en sentido estricto, la mente de Anaya parecía transitar en la frecuencia del pensamiento mágico o la vía láctea de la espiritualidad. Lo emanaban su talante, su modo de estar entre nosotros, y, a la par, los alcances centrífugos de su poesía y el carácter periférico de los autores que eligió para traducir y reflexionar, como lo evidencian Poetas en la noche del mundo, de 1997, y Los poetas que cayeron del cielo. La generación beat comentada y en su propia voz, de 1998.

    Hace relativamente poco, en una conversación que mantuvimos en Tijuana en 2017, José Vicente me confesó su todavía no cumplido deseo de entregarse a la vida monacal. Había hecho pesquisas, decantándose tentativamente por el monasterio trapense de Jacona, Michoacán, un lugar que allá por 1985 visité de paso con un tío paterno ordenado sacerdote en España en una cartuja de frailes cistercienses. Celebramos la coincidencia y ahondamos en cuestiones de fe, asuntos más que infrecuentes en las pláticas entre artistas y escritores. Anaya no vio realizado ese deseo, pero hizo de los sueños domicilio. Además, hacía buen rato que José Vicente vivía, imperturbable como un filósofo estoico o un monje budista, en el permanente retiro de los principios e ideales que semejaban no corresponder a los de este veleidoso presente, subordinado a la hipocresía, los pactos en lo oscurito y la compra de voluntades. Hombre de una sola pieza, Anaya fue auténtico y radical en la medida que jamás estuvo dispuesto a negociar su verdad, una búsqueda interior, por encima de algo tan relativo o evanescente como las prebendas, el éxito, las conveniencias. Era su manera de ser obstinado: frente a todo y contra todo, lealtad a sí mismo. Lo portaba en su segundo apellido: Leal.

    Quizá por esto José Vicente escapó a las camarillas, las etiquetas, las adscripciones. Se movía solo y se pronunciaba a título personal. Fue un poeta de convicciones muy particulares e inamovibles y, a la vez, un respetuoso promotor del veredicto ajeno y la autodeterminación, lo cual fomentaba y aguardaba en los otros, validando continuamente el imperativo moral de que cada uno debe hacerse una opinión única, intransferible, de las cosas. Tuvimos nuestros disensos. Por ejemplo, la premisa de su ensayo “El retardado surrealismo de Paz” recogido en el volumen Versus: Otras miradas a la obra de Octavio Paz aparecido en 2010 y compilado por Anaya. Yo sostuve, charlando con él, que al menos en términos cronológicos no podía reprochársele a Paz un “retardado” surrealismo, ya que, alumbrado en 1914, era imposible que hubiese podido llegar a tiempo al lanzamiento del primer o segundo Manifiesto del surrealismo, pues en 1924 y 1929 Octavio Paz sumaba apenas la edad de 10 y 15. Y añadí que, en su defecto, era lógico o natural que hasta finales de la década de 1940 y al despuntar la posterior el autor de ¿Águila o sol? diera muestras de asimilación de este movimiento igual que una amplia cantidad de poetas y pintores latinoamericanos asentados a la sazón en París a los que tampoco podía recriminárseles por un elemento fortuito, su año de nacimiento, haber llegado tarde al surrealismo.

   Pese a que no conseguí persuadirlo, José Vicente me escuchó con atención y comprendió mi razonamiento. Como partero del infrarrealismo, y por motivos más ideológicos que estéticos, más éticos que compositivos, Anaya fue un recalcitrante y genuino antipaceano. Como sea, ni yo tenía intención de convencerlo ni él a mí. Dimos por zanjado el asunto y cambiamos de tema. La afable sonrisa de José Vicente era un borrón y cuenta nueva. Y, a la par, una prueba de su genio apacible y su desdén hacia el recelo dominante, autoritario, por aquellas filiaciones de los amigos que no fueran precisamente las suyas. Fue su veneración del derecho a la individualidad y un rasgo de madurez de su magisterio. Y es que, sin proponérselo, Anaya vino a significar a lo largo y ancho de la República un faro para muchos lectores y poetas en ciernes faltos de un mentor de a pie, no de torre de marfil, que más allá de la palabra y la técnica los guiara en la iniciación del lenguaje de la poesía que entrañara un nuevo modo de mirar. Sin afán de crear escuela, José Vicente Anaya creyó, no obstante, en la más antigua forma de transmisión de un saber: el discipulado. Y así, en la memoria de su vasta familia de simpatizantes diseminada por el país habrá de perdurar el modelo de su cruzada, la del ferviente amor a la esencia comunal de la poesía como un cuartel para resistir, confraternizar y honrar la condición humana.

 

 

 

 

Fotografía: Alejandro Arras (2018)


Jorge Ortega es poeta y ensayista bajacaliforniano. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona y, desde 2007, miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Su trabajo poético ha sido incluido en numerosas antologías de poesía mexicana reciente y ha sido traducido al inglés, chino, francés, alemán, portugués e italiano. Autor de más de una docena de libros de poesía y prosa crítica publicados en México, Argentina, España, Estados Unidos, Canadá e Italia, entre los que destacan Ajedrez de polvo (tsé-tsé, Buenos Aires, 2003), Estado del tiempo (Hiperión, Madrid 2005), Guía de forasteros (Bonobos, México, 2014), Devoción por la piedra (Coneculta Chiapas, 2011; Mantis, Guadalajara, 2016), Dévotion pour la pierre (Les Éditions de La Grenouillère, Québec, 2018) y Luce sotto le pietre (Fili d´Aquilone, Roma, 2020). Entre otros reconocimientos, obtuvo en 2000 y 2004 el Premio Estatal de Literatura de Baja California en los géneros de poesía y ensayo, respectivamente; en 2001 el Premio Nacional de Poesía Tijuana; y en 2010 el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines.

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