Elizabeth Villa y la acrobacia del tiempo 

 

 

por Juan Carlos Zamora

 

Elizabeth Villa

Memorias de una molécula 

Pinos Alados Ediciones, 2018, Mexicali, 60 pp.

 

Quizá sin ser conscientes de ello a plenitud, la caída nos acompaña en pequeñas escenas cotidianas que se vuelven recordatorios de nuestra fragilidad como seres humanos. Es así, por ejemplo, que un sector de la población queda abatido ante cualquier sensación de altura en espera de lo peor. A pesar de ello, existen personas que adoptan esa posibilidad como un desafío, una demostración del espectáculo de lo imposible donde se juega a merced con la prolongación de la inevitable llegada a tierra firme, donde las y los malabaristas y acróbatas simbolizan a tal familia.

  La poesía de Elizabeth Villa, por su parte, reclama con justicia un lugar en esa última estirpe. Con Memorias de una molécula, Villa nos da acceso en primera fila a una serie de actos donde el común denominador es el prodigio de la maniobra. Este du Soleil verbalizado nos demuestra que el poema es capaz de abarcar y permanecer en diferentes perspectivas igual que un acróbata, esclareciendo por un lado el dominio y la práctica y por el otro a la fatalidad latente. De este modo poesía y caída nos reiteran en un solo canal la dificultad de la ejecución precisa, del equilibrio sobre la delgada cuerda de la palabra, por lo que el espectáculo brindado no tarda en potencializarse entre el público atónito.

  La equiparación de la imagen circense con la expresión del descenso a través del lenguaje poético se da con claridad en la primera sección del libro, “Poemas paracaídas”, en la que somos testigos de una perfecta correspondencia entre ambos polos, correspondencia que usa al tiempo y caída como signos inequívocos de comunicación y existencia. Por lo tanto, el sujeto lírico se ejerce desde la comprensión del final, desde el cálculo preciso sobre aquello que permanece fuera del alcance humano y termina: No me pedirá el cuerpo permiso para envejecer/pronto veré en mi boca el gesto del pez herido. No es de sorprenderse, dicho esto, que los elementos aludidos sean los mismos de la fórmula para calcular la velocidad final de un objeto en caída libre, con lo que se nos ratifica que el terreno poético no entra en disputa con las leyes naturales, sino que uno y otro se reafirman y enriquecen a través del conocimiento del ritmo de las cosas, de pactar, en este caso, sobre el carácter ineludible del caer.

  Con cada paso dado a lo largo de Memorias de una molécula, el tiempo va adquiriendo una magnitud mayor que se complementa con los episodios previos. Si anteriormente la voz poética se mostró inmersa en la observación atenta del mundo exterior, sin dejarse de lado como componente suyo, ahora se vuelve a sí misma en la contemplación de las vicisitudes que tuvieron lugar, como el malabarista que reconoce sus pinos en el suelo. Ese intimismo es lo que otorga a la segunda sección del poemario, de la que se deriva el título del libro, otra dimensión al tiempo: la de lo ocurrido y su compendio parcial por el impacto provocado en aquello que fue. Es decir, ya no es sólo un símbolo de la premonición, sino que se transforma en el propio acto de recordar. Por lo tanto, el fundamento de esa memoria radica en el hecho implícito de vivir a través de un sinnúmero de experiencias que nos hablan de paisajes interiorizados y exteriorizados, donde al rememorarlas se producen dos veces buscando, en palabras de Alberto Blanco, recuperar lo irrecuperable: el tiempo vivido y el tiempo perdido. No obstante, la voz poética va más allá de la nostalgia, de un sentimentalismo primitivo, y es capaz de trasgredir la frontera entre pasado y presente satisfaciendo su necesidad de vulnerar cualquier esquema espaciotemporal para abrirse paso. El poema, por ende, es el resultado dialéctico de ambos tiempos que se sincronizan para formar uno solo, el de la poesía en carne y hueso que se manifiesta ante nuestros ojos.

  En cuanto al tercer y último apartado del libro, “Apóstrofes”, Villa se encarga de guardarnos un lugar para aquello que sucede, para el estupor percibido y que no acaba. El sentido del título nos confirma una interpelación, el señalamiento e invitación a mirar lo que acontece. Sin embargo, la indicación no es unidireccional, no alude solamente al lector ni se coloca sobre él, sino que la persona lírica parte de sí misma, desde la acción, para definirse como materia del declive, siendo ésta ahora objeto de la prórroga de lo inmediato: Y luego bucearé tan adentro/que me plantaré sobre el instante aquel/en que decidiste dejar en mí tu huella. Tal santiamén capturado responde a un impulso clásico de perpetuación del asombro, igual a lo visto en las escuelas poéticas de oriente, particularmente con la tradición del haiku y su noción de mono no aware, la cual refiere a la sensibilidad ante lo efímero. Ese encapsulamiento de aquello que es fugaz, en el caso de Memorias de una molécula, viene desde dentro de la voz poética, desde la presencia que se demanda parte de la vida e intenta guiarnos hacia el deslumbramiento con la emoción de un niño o niña que apunta con su dedo para enseñarnos un perro, un avión, un trazo de su mirada inédita.

  Por lo tanto, Memorias de una molécula es un conjunto de fuerzas que coinciden en la búsqueda de la reiteración sobre un destino que se aproxima paulatinamente y que, durante ese lapso, en ese segundo antes de caer, se nos desmenuza el mundo detalle a detalle, brindándonos testimonio, recuerdo y vivencia, en la que acrobacia y palabra comparten la misma sangre, resultando en un poemario que retrata, como en pocas ocasiones se consigue, el camino del ser humano por una realidad multifacética que se muestra en igual número de tonalidades que el que vemos en una carpa circense donde al entrar sólo tenemos la certeza de la maravilla.


Juan Carlos Zamora (Tijuana, 1995) Licenciado en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la Universidad Autónoma de Baja California. Reconocido con mención honorífica por su trabajo Por mi raza hablará la mujer: desafíos artísticos y culturales de la mujer en el siglo XXI como parte del Concurso de Ensayo Universitario “Rosario Castellanos”, organizado por el Senado de la República (2015).

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