Felicidades, Raquel

 

 

por Arcelia Pazos

 

Durante mis andanzas observando una tradición yaqui-yoreme en Santa Rosalía, me acerqué a una brevísima parte de la obra de Raquel Padilla Ramos, pero tiempo después, al escucharla hablar de la candidatura a Patrimonio Mundial de las misiones del Noroeste, en Sonora, definitivamente creí que sería una grata experiencia que algún día pudiéramos colaborar en el proyecto homónimo en Baja California, del que yo era parte.

  Su seguridad acerca de un trabajo tan arduo como lo es cualquiera de la talla de la Unesco, y claro, escucharle hablar de conceptos que yo utilizaba en mi labor, como lista indicativa o itinerario cultural, fue un gozo poco común que me inspiró. Si eso ocurría conmigo a cientos de kilómetros de distancia, imagino todo lo que esta mujer podía mover en cualquier suelo que pisara.

  Raquel, etnohistoriadora, quien llevó de extremo a extremo del país, incluso hasta Alemania, su investigación sobre las deportaciones, luchas e identidades yaquis, trabajó para el INAH desde los veintisiete años hasta su último día, en donde se dedicó a estudiar especialmente a los grupos indígenas nativos y a las misiones sonorenses. Sus quehaceres antropológicos la hicieron extraer de las comunidades y sus historias, piedras en bruto que les devolvió en forma de gemas. Por este compromiso, la Raquelona fue adoptada como yaqui y así fue reconocida hasta los últimos rituales de sus funerales. Era una de ellos, una de sus ancestras. Su obra, incluso sus intervenciones, siempre fueron por y para las comunidades, un obsequio que fortaleció las insurrecciones y resistencias, tanto del pasado, como del presente, esas que son el pan de cada día de las sociedades indígenas, obreras y campesinas que defienden sus territorios.

  Raquel fue una voz fuerte por el horror de la Guardería ABC, una voz fuerte para todos los temas en los que hubiera que exigir justicia, respeto y congruencia, desde la defensa del agua y la tierra, hasta las tradiciones sincréticas de los yaquis. Fue una feminista muy activa que inmiscuyó en sus obras la emancipación de las mujeres, específicamente de las indígenas, y aun así, fue el machismo el que la arrebató de este mundo.

  El 7 de noviembre de 2019, su pareja, Juan Armando Rodríguez, le quitó la vida.

  Por meses temí llegar a este día y que en lugar de una conmemoración sencilla, tuviera un pliego con clamores de justicia, pues ni siquiera todo el peso de la ley ha representado un alivio total, y debe ser porque nunca lo hay cuando el crimen es de muerte. Por otro lado, un homenaje a su carrera, hecho a base de grados académicos y títulos de sus libros más destacados, podría ser apropiado para fortalecer su legado y no reavivar tanto las heridas, pero sé que no sería suficiente para honrar la memoria de esta luchadora y la de mujeres que, como ella, fueron silenciadas por lo más cruel de la misoginia.

  La muerte de Raquel retumbó en las entrañas de miles de mujeres, quienes nos vimos reflejadas en sus facetas de estudiante, académica, defensora, feminista, militante, amiga, pareja, madre, mujer. Su final fue el mismo que el de diez mujeres asesinadas al día en México durante 2019, y es el mismo al que estamos gravemente expuestas este año en el que, en medio de la cuarentena, se disparó la violencia feminicida. Es por estas razones, y sin la intención de reducirla a un estandarte, que es urgente nombrarla, con todo y su contexto de vida, obra y muerte.  Que nadie olvide nunca que por Juan Armando perdimos a una mujer que tenía por convicción la lucha y la empatía, que todos tenemos responsabilidades en el discurso de desprecio a nuestro género, que el feminicidio no se crea de forma espontánea y que, definitivamente, las instituciones deben hacer más de lo que hacen.

  No basta con crear el Observatorio Raquel Padilla Ramos, organización de mujeres de la antropología y los museos, que busca desarrollar estrategias para abonar a la cultura de la prevención y erradicación de la violencia de género, sino luchar para que el INAH, organismo que sustenta a este observatorio, salga del hoyo al que fue enviado por la pésima administración de la cultura en México. ¿Qué haría Raquel en este momento? Estoy segura de que se uniría a sus compañeros investigadores del Centro INAH Sonora para exigir un trato digno para la institución que vela por las identidades del país. Por supuesto, seguiría unida a todas nosotras.

  Pero al final del día, donde más hace falta Raquel, como el resto de mujeres que pasaron por lo mismo, es en su forma de llenar espacios, en su modo de utilizar los brazos para materializar el amor por los hijos, en la insistencia de decir lo que se piensa, o en la forma de acuerpar luchas. Cuando me atreví a preguntarle a su hija, Raquel Torua, qué extrañaba más de su madre, la respuesta fue clara: su presencia. Ni cómo decir más. Yo hubiera respondido lo mismo.

   Hoy agradecemos por su vida, le nombramos y le lloramos. Le lloramos a todas. Hoy es 19 de septiembre y sería su cumpleaños. Felicidades, Raquel.

 

 

 

 

Ilustración: Tania Larizza Guzmán, 2017.

Grafito y lápiz de color sobre papel.

Fotografía de Centro INAH Sonora

 


Arcelia Pazos, nacida en Vizcaíno, Baja California Sur, es licenciada en Ciencias de la Comunicación y residente de Ensenada, Baja California, desde 2009. Concentra su observación entre estos dos puntos de la Transpeninsular y ha plasmado parte de ella en la revista El Septentrión desde su fundación en 2015. Es comunicadora gráfica y visual independiente, actriz de la Compañía Ensamble-teatro y es Comunicadora de la Cultura en el Centro INAH Baja California, así como participante en la comunicación y protesta de causas feministas y de justicia social en Ensenada.

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