Diego, el duro

 

por Javier Fernández

 

No puedo sino adular a Diego
La zurda de Maradona es la mejor pierna de la historia del fútbol. En plenitud física fue una máquina indestructible, una navaja suiza y un bisturí. Pieza de joyería, fuerza de la naturaleza, caudillo bolivariano y niño del barro, lo que Diego Maradona hizo con un balón y con un equipo de fútbol no lo consiguió nadie. Su cuerpo vigoroso y compacto, calibrado a nivel inverosímil, era propulsado por una soltura barrial que lo hizo llegar más lejos de lo que en principio soñaba, aunque esa misma bestia –anímica y salvaje– lo desbarrancó muchas veces. Esto último sirve para advertir que en veinte años de trayectoria Maradona obtuvo muy pocos títulos; su palmarés es francamente corto, en proporción a su bravura y a una escandalosa superioridad técnica. Equipo al que llegaba, equipo que regeneraba y, casi siempre, sometía a una dinámica bivalente: “Soy privilegiado/Soy inestable”. Un viaje al centro de su exquisitez nos lleva al interior del oído, donde se engarzan el tímpano, el martillo, el yunque y el estribo, los diminutos huesos que gobiernan el equilibrio. Los de Diego causarían asombro a un relojero. Su tobillo (el izquierdo) es Patrimonio de la Humanidad: viraba sin correspondencia visual con la flexión de la pierna, como petardo biónico, movido por baleros bien engrasados. Hay un dribble muy suyo, en el que Diego congela el cuerpo frente el defensor: duerme el balón al borde de su pie izquierdo, tensando en la inmovilidad al rival. De la nada, el tobillo de La Zurda se activa y el balón emprende la fuga como un conejo. No se puede creer. La singularidad del fútbol de Maradona se aprecia no solo en su estupendo catálogo de goles –sagaces, radicales, primorosos–, sino también en su celebración arquetípica. Después de marcar gol aceleraba hacia la tribuna con los puños cerrados y saltaba sin levantar los brazos. Lo más lógico –lo que haríamos nosotros si fuésemos él, si acabáramos de anotar a Italia en el Estadio Cuauhtémoc– es alzar el puño en el cénit, para dramatizar el salto. En cambio, Diego batía las piernas con un jalón de tijera y mostraba el puño a contratiempo, al caer. Nadie ha festejado los goles de esa manera; desconozco por qué demonios, pero es así. Otra prueba de esta rara coherencia kinética es la grabación en el vestidor del Estadio Azteca, cuando Argentina venció a Inglaterra en 1986. Vemos a los jugadores vitorear en toallas y en cueros:
  ¡Vamo vamo, Argentina!
  ¡Vamo vamo, a ganar!
Si uno se fija, Ruggeri, Enrique y Zelada se mueven en armonía con el golpe de voz, batiendo los brazos en ArgenTIna y en gaNAR, mientras que Diego las bate antes, con la insubordinación y el síncope de los jazzeros: su manazo pega en ARgentina y en A ganar. El diablo está en los detalles, dicen.

No puedo sino empatizar con Diego
La leyenda de su equipo infantil del barrio, Los Cebollitas, invicto por 136 partidos, atrajo muy temprano a la prensa local. Es un clásico el testimonio del niño Diego que confiesa ante una cámara su sueño de jugar un mundial. El primer balón que tocó en el profesionalismo fue para fabricar “un caño”, truco de habilidad y pillería extrema que la hinchada celebra como un trofeo. Abogó por el gremio de los futbolistas menos favorecidos y se enfrentó a la autoridad con sus laberintos políticos, sin olvidar lo que es jugar en una playa o un terreno fangoso. Su sola presencia en eventos y torneos daba un sello de autenticidad. Pero más allá de gustos, y si nos remontámos varias décadas en plan estudioso, veremos que Maradona es piedra angular en la evolución del fútbol. Tras la posguerra, el fútbol mundial era dominado por la Europa del Este, la Europa del Centro y la vena ilustre de Gran Bretaña. Aquello parecía irse mineralizando. A finales de la década de 1950, afloraron Pelé y Garrincha y el juego se vistió de fiesta. Al jubilarse esa generación, el fútbol brasileño perdió fuelle, opacado por el modelo industrial de Alemania, el poderío de los clubes ingleses y la propuesta académica de Holanda; es sintomático que en el Mundial 1974 la Holanda de Johann Cruyff tuviera la oportunidad de aplastar a Uruguay, Argentina y Brasil. La Reforma pedagógica del fútbol holandés metió el fútbol a las aulas; para ganar, había que peinarse de raya, vestir uniforme y aprender esquemas geométricos. Esto ubica taxonómicamente a Diego como punto de quiebre: con Brasil adormecido, tras el imperio Cruyff/Beckenbauer, en la década de 1980 irrumpe Maradona como Contrarreforma.

No puedo sino encabronarme con Diego
Unas veces fue oportunista; otras, tramposo y desleal. En las primeras me refiero a La Mano de Dios, que atribuyo a la habilidad y a la ilusión óptica creada por el brinco y el orden inusual con el que Diego zarandeó el cuerpo. Fue mano y debió sancionarse, pero en una cancha vecinal o en una Copa FIFA la astucia y el camuflaje son inherentes al juego. En cuanto a las segundas –las veces en que Maradona fue desleal–, pienso en el doloso y célebre “bidón de Branco” del campeonato mundial Italia 1990. El entrenador Bilardo y su cuerpo técnico se las ingeniaron de manera orquestada, corrupta y cobarde para que Branco y otros jugadores brasileños bebieran un somnífero diluido en bidones de agua, con la complicidad del capitán Maradona. Eso no es astucia, es fraude. Difícilmente puede hallarse en la historia de la Copa FIFA una mancha competitiva de esa naturaleza. En el fuero íntimo, la posición de privilegio de Maradona le permitió ser noble y generoso, y a la vez, ser duro, violento e impune. El hilo de la madeja para ponderar las contradicciones de su personaje puede ser la rúbrica con la que daba su palabra, en nombre de sus hijas: “Yo te lo juro por mis hijas”, “Por lo que más quiero, que son Dalma y Giannina”. El vínculo con las hijas de Claudia fue conmovedor, excepto cuando el propio Diego lo condicionaba públicamente o lo supeditaba a caprichos. Configuró su paternidad a conveniencia: nunca le escuché un juramento en nombre de otros hijos suyos, argentinos e italianos: Jana Maradona Sabalain, Diego Fernando Maradona y Diego Maradona Sinagra; ni a nombre de sus tres hijos cubanos: Joana, Lu y Javielito. Entre dimes y diretes jurídicos, los aficionados que admiramos a Diego y reconocimos su enorme corazón fuimos enterándonos –a veces antes que su círculo familiar– de la estirpe multinacional de hijos que él aceptó selectivamente: a éste sí, a éste no, a ésta con límites… Sus parejas sentimentales y sexuales se ven orilladas a dar razón de su vínculo con el personaje famoso; sus hijos fuera del matrimonio justifican ante los medios por qué quieren ser reconocidos como hijos. Luego está la letanía de denuncias por violencia contra sus parejas, empezando por la vorágine en la que ha vivido su esposa Claudia (viene a la mente un ejemplo: en pleno embarazo de Dalma, Claudia se enteró de que Diego tenía un hijo napolitano). Ya no digamos las acusaciones por pedofilia, de las que me enteré tras su muerte (se afirma que cuando sucedió el encuentro íntimo con la madre de Javelito, la chica cubana era menor de edad).
La adulación del primer apartado y la empatía del segundo no vetan la prerrogativa de la denuncia. Me fascina y me defrauda la misma persona. Mío Cid, genio e hijoeputa.

Fotografía: Mural de Maradona en el barrio bonaerense de la Paternal, del sitio Esferico

Javier Fernández es comunicólogo y escritor. Colaborador en medios impresos y electrónicos regionales y nacionales, a veces con el seudónimo Mr Phuy. Sus títulos de narrativa son Si tarda mucho mi ausencia, El estadio que naufragó, Señora Krupps y Seguir a los gansos. En 2019 publicó su primer poemario, «Casi lluvia».

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