por Antonio León
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La voz de Shannon Hoon nació reconocible para quienes se dejaron acompañar por la radio durante los años 60 o 70. Cercana para los fans del rock folkie y para los eruditos que gustaban añadir su apellido al Crosby, Stills, Nash & Young (tengo un tío que agregaba un Sánchez), sonaba como una vieja conocida para quienes extrañaban los mejores días del rock sureño. Una voz que raspaba suave como una versión de Janis Joplin en el cuerpo de un chico de la GenX o como una sobrina de la más triste de las Karen Dalton de la música norteamericana.
Cuando en los clones del grunge había testosterona y saltos a la audiencia sudorosa, aquí había vulnerabilidad y cartas de extrañamiento para las casas soleadas de la infancia de Hoon en Lafayette, Indiana. Una voz como soundtrack para acompañar a Jenny a derribar su vieja casa de madera en Forrest Gump.
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Shannon Hoon nació en Lafayette, una cosmopolita ciudad universitaria con museos, galerías y parques. Al internarse en las fotografías de esta ciudad del estado de Indiana, todo parece sobrepuesto: molduras, plafones, vistas, rondanas y marcos. El abanico de posibilidades que ofrece la piedra y el yeso: la idea de ocultar una fractura con un ornamento en casas de tipo victoriano.
Veo fotografías de Shannon Hoon y me es difícil relacionarlo con estas casas —lo que es más, me cuesta relacionarlo con una casa. El cantante de Blind Melon cultivó su propia versión de ir a lomo de un caos. Se embarcó en una forma de vivir lejana a contenedores y paredes, a oquedades que iban de lujosos apartamentos de estrella de rock a simples zapatos para ir a comprar frutas y drogas.
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De amigo de Axl Rose, con su foto en el diccionario bajo la palabra rockstar, a filocampestre personaje asociado a la generación X, Shannon salta a la pantalla junto a una abejita que baila tap, se vuelve un meme antes de la existencia del meme, y a otra cosa. Nadie se queda tanto tiempo a escuchar otras canciones del disco con el mismo nombre del grupo. Pocos se animan a reconocerse en interminables tardes de pereza y pachequera de la mano de esta producción, con tonadas elefantiásicas heredadas de otros matraces de humo del estilo Deep Purple-Taj Mahal y un largo etcétera. Un álbum lleno de composiciones entrañables, en las que Hoon nos recuerda cierto tipo de felicidad y un hueco al final de la fiesta.
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En 2020 se cumplieron veinticinco años de la muerte de Shannon Hoon, se habla de un documental y hay una gira con nuevo cantante; los fans de aquel grupo parecen no ser escasos y convierten cada presentación en una fiesta con aire de familia. En algunos conciertos, la joven Nico Blue Hoon toma el micrófono para interpretar un par de canciones: ella era una bebé de cuatro meses cuando su padre falleció.
En la tumba de Shannon se encuentran los versos de “Change”, su primera canción: “Sé que no podemos quedarnos todos aquí para siempre/ Por eso quiero escribir mis palabras en el rostro de hoy/ Y entonces ellos lo pintarán”.
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La nostalgia es siempre una carga ominosa. Puede ser una película con actores y escenas que olvidamos, mientras al otro lado de la cinta hay alguien que recuerda la función a detalle. Puede ser un grupo de amigos que juraba no envejecer. En ocasiones, a bordo del transporte público, suena un viejo tema: algo se infla en el pecho y dan ganas de salir en busca del lugar, el tiempo o la persona por la ranura de un llanto pequeño.