por Irma Paredes
El origen de la palabra perder es sencillo: per (por completo) y dare (dar). Dar por completo. En algún momento, cambió de perdare a perdere, y de “dar por completo” perder comenzó a referirse a “dejar de tener”. Una persona deja de tener lo que tenía.
El concepto es claro, pero ¿cuándo debo usar la palabra perder? ¿En dónde comienza y acaba una pérdida? ¿Puedo perder algo que no es mío? Tengo la necesidad de poner límites: limito las palabras que digo, las acciones de mi cuerpo, las emociones que muestro.
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Digo cosas que no son ciertas: perdí la llave del carro, pero ya la encontré. Si ya la encontré, entonces no hubo tal pérdida. No debería decir que pierdo algo cuando lo he recuperado.
También digo cosas ciertas: mi madre perdió las células del ojo izquierdo. Perdió la vista. Perdió la paciencia. Cada día pierde más cabello. Poco a poco pierde el cuerpo. Tengo la impresión de que cuando ella pierde yo también pierdo.
Lo que se pierde no se recupera.
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Cuando tenía doce años un gato feral venía a mi casa todos los días a pasar el rato. Nos mirábamos fijamente por horas a través del cristal de la ventana de mi cuarto. Mi padre me decía que no perdiera el tiempo de esa manera. Mirar en silencio no es una pérdida de tiempo.
Una noche, tres adolescentes lo atraparon en una bolsa de plástico. Sus maullidos también fueron atrapados. Perdió la libertad. Cuando el gato se dejó de mover lo aventaron a la calle. En ese momento pasó un pick up a alta velocidad. El gato embolsado fue golpeado. Perdió uno de sus ojos azules y la movilidad. Alguien decidió que para que no sufriera debía perder algo más . Perdió la vida.
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—Cuando me muera voy a mover las ramas del guayabo—decía mi abuelo, riendo en cada oportunidad que tenía—, y cuando se sienten en el patio de atrás voy dejarles caer dos o tres guayabas maduras en la cabeza para que se acuerden de mí.
Me divertía escucharlo decir eso hasta que los vecinos podaban las ramas del guayabo que crecían sobre su patio, en ese momento me parecía ver en cada rama que caía la mano que perdió mi abuelo reparando una máquina cortadora de trigo cuando era joven. Creo que él sentía lo mismo, porque se tapaba el muñón con un calcetín y se sentaba en el patio a tomarse una cerveza mientras escuchaba la radio en su grabadora vieja.
Hace once años que murió y desde entonces me han caído muchas guayabas en la cabeza cuando me quedo dormida bajo el guayabo. No me gusta que me caigan guayabas en la cabeza pero me gusta recordarlo.
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Como suele pasar con las personas inolvidables, cuando mueren dejan su imagen,
habitualmente su rostro,
en algún sitio.
—Remedios Zafra
Tía Herminia, yo era muy pequeña, tal vez tendría siete u ocho años, cuando te internaron en un hospital psiquiátrico. Ya que regresaste fueron pocas las veces que me permitieron visitarte. Cada vez que te veía tenía miedo de que no me reconocieras, pero luego decías,“¡qué bonita tu hija, Suni!”, y sabía que mi padre y yo aún existíamos.
Cuando una tarde no regresaste a tu casa me preocupé, no sabía qué hacer. Lo siguiente que supe fue que encontraron tu cuerpo tirado a un lado de un camino de terracería a muchos kilómetros de tu casa.
Los pobladores del lugar se reunieron alrededor de tu cuerpo, que se hinchaba. Sus cabezas inclinadas con los ojos bien abiertos formaban un círculo casi perfecto. Había compasión y asco. Tu cuerpo había sido penetrado sin consentimiento. Con sus miradas, te penetraban otra vez.
En tu mente vestías como Cinderella mientras hacías figuritas de barro que ofrecías como regalos a la familia, paseabas desnuda por la casa, juntabas flores, cortabas fruta y comías tortillas con sal . En treinta años de vida no perdiste la mirada infantil ni la alegría, ¿por qué te obligaron a perder la dignidad?
Ahora veo tu lunar café en la espalda de mi hija y en sus ojos la misma mirada. Dejaste tu rostro en su rostro. Me da miedo perderte de nuevo.
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Milena Busquets escribió en También esto pasará: “Yo creo que hay cosas que hemos perdido para siempre. De hecho, creo que somos más las cosas que hemos perdido que las que tenemos”. También lo creo. He dado por completo y dejado de tener lo que tenía para convertirme en miradas, momentos, recuerdos, dolor y el cuerpo que perderé, así todo junto, indivisible. Soy lo que he perdido.
Fotografía de Alicia Tsuchiya
Ilustración de Esther Gámez
Irma Paredes (Ciudad Obregón, 1986) es maestra en administración y madre. Ha sido parte de talleres literarios de crónica y ensayo creativo organizados por Relatos del Puerto y El Septentrión.