Palabras de recepción del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2022

por Jorge Ortega

 

Tendría veinte años, edad a la que publiqué mi primer libro de poemas, cuando supe también por vez primera de Gilberto Owen. Di con él durante las indagaciones y metódicas lecturas que hacía yo en los pasillos de la biblioteca de la universidad sobre los poetas de Contemporáneos, esa brillante generación de precoces y cosmopolitas autores del México posrevolucionario reunidos en torno a la revista homónima. Junto a Jorge Cuesta, Enrique González Rojo, José Gorostiza, Salvador Novo, Bernardo Ortiz de Montellano, Carlos Pellicer y Xavier Villaurrutia, descubrí a Gilberto Owen. En virtud de la versatilidad de su pluma que le consentía transitar de la poesía al relato, pasando por el periodismo, la crítica y la comunicación epistolar, aprecié de inmediato la singularidad de su contenida elocuencia y su dicción tajante, distinguiéndolo del resto del “grupo sin grupo”, designado así por Villaurrutia. Pero, sobre todo, me prendó el tornasolado diamante de su poema fragmentario y la pulida piedra de río de su poema en prosa; en resumen, su colección poética titulada Línea, de 1930, y el políptico de Perseo vencido, de 1948, culminación de su obra lírica e insuperable condensación de su potencia escritural. En aquel momento, mediados de los noventa, conocí y traté mucho al poeta, ensayista y traductor hispanomexicano Tomás Segovia, estudioso de la poesía de Gilberto Owen y quien afianzó en mí el fervor por la selecta herencia poética del escritor de El Rosario, Sinaloa. Tomás ―como prefería ser llamado― me contagió su pasión hacia el imaginario de Gilberto Owen, al que siempre he considerado un verdadero poeta de culto en el heterogéneo coro de los Contemporáneos. Los trabajos de Jaime García Terrés complementaron a la par dicho apego, volviéndome un asiduo lector y juez de su monografía Poesía y alquimia. Los tres mundos de Gilberto Owen, publicado en 1980 en Ediciones Era. Con el correr del tiempo, llegarían a mi estantería las disquisiciones de Carlos Montemayor, Guillermo Sheridan, Vicente Quirarte, Evodio Escalante, y el abordaje de Valeria Luiselli desde la ficción de Los ingrávidos, sobre la literatura del perdurable Gilberto Owen que enriquecieron a la postre las formas de asumir su poesía, más que nada.

  No obstante, como buen andariego, fue Tomás Segovia, reitero, el que me inspiró a leer y asimilar a Gilberto Owen desde las pautas de la vida y, en particular, desde el principio de la errancia, la noción del nomadismo. Nacido en El Rosario, Sinaloa, el trayecto existencial de Gilberto Owen ―fallecido a los 48 años en Filadelfia― despliega un ir y venir por variadas geografías impulsado por su ingreso al servicio exterior. De niño parte con su familia a Toluca, donde crece, y después, ya joven, salta a la Ciudad de México, donde el interés literario lo pone en contacto con los Contemporáneos en la Escuela Nacional Preparatoria. Sin embargo, la carrera diplomática lo llevará a Nueva York, Detroit, Cincinnati, Lima, Guayaquil, Bogotá, Filadelfia, su parada terminal. Tomás Segovia tuvo un devenir análogo. Nacido en Valencia, España, el exilio republicano lo conduce a París, Casablanca y finalmente Ciudad de México, donde se estableció y movió hacia diferentes direcciones en las que residió por largas temporadas: Culiacán, Maryland, Rià (en El Rosellón), Oakland, Princeton, Murcia, Wisconsin, Madrid. Sí, mencioné Culiacán, lugar del cual hoy lo evoco y en que radicó de manera intermitente entre 1953 y 1965 en compañía de su segunda esposa, la extraordinaria narradora Inés Arredondo, y los tres hijos de ambos: Inés, Ana y Francisco. Con justa razón escribió Tomás en su libro Anagnórisis, de 1967, estos versos: “en tren crucé una tierra macilenta y agriada / entre el dormido Nayarit y Sinaloa abierta / y junto al «amarillo amargo mar» / respiré el Mazatlán de Gilberto Owen / con el amor herido por un trazo de luz / y volví a los dos años ya quemado / y fui su vagabundo un mediodía interminable / en que el bárbaro sol hizo de mí lo que quiso”. Recuerdo haber memorizado el pasaje por la simbiosis entre poesía y experiencia, cultura y vida, y donde la existencia hallaba un referente en la literatura, en particular en la visión plástica, sensorial, de Gilberto Owen sobre el tórrido y entrañable litoral sinaloense. Un sábado de noviembre de 1994, mientras comía con Tomás Segovia en el restaurante Cluny de San Ángel, cité de golpe las líneas… Tomás sonrió con cierto rubor, asintiendo la complicidad alrededor del ímpetu viajero de Gilberto Owen, punto de confluencia de nuestras respectivas pesquisas. La última ocasión que nos encontramos no fue en Baja California ni en Ciudad de México, sede de nuestras previas convergencias, sino en Barcelona, en 2007, donde yo realizaba el doctorado en Filología Hispánica y él asistía a ofrecer un recital en un patio de sombra noble del Barrio Gótico, ya como un poeta mayor querido y aclamado en las dos orillas del Atlántico. Nuevamente, los pasos centrífugos. 

  Hotel del Universo, mi libro merecedor del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2022 en la categoría de poesía, comporta el germen del peregrinaje o la trashumancia como medida de una búsqueda que nunca culmina, imantada por la consecución de un ideal, una quimera, un sueño, una utopía personal. Antes que Gilberto Owen, mas no incompatible con su avidez de gambusino, el sujeto que subyace en Hotel del Universo fue de aquí para allá, impelido por el insaciable deseo de saber y poseer, de experimentar la extrañeza de estar vivo. Tras fatigar la Europa insular y continental, renunció a la poesía y se lanzó al África profunda y a las costas del mar Rojo para forjarse un destino práctico ―marchante de café, traficante de armas―, diametralmente opuesto al de la escritura y al de la farisaica atmósfera del salón literario de su época, como si el lenguaje de intención poética hubiera demandado de pronto la absoluta sublimación en la acción, trascendiendo de la palabra estilizada al que tal vez constituye el acto de creación más puro y contundente, la acumulación de riqueza, el acervo de la materialidad. Arthur Rimbaud se despoja del arte para enfilarse hipotéticamente a un estado de suprema desnudez vital, la concretud, en cuyo orden aspira a discernir una expresión de la existencia que la palabra no permite ver. Entre la ilusión y el fracaso de esa nueva empresa, entre el desprendimiento y la suficiencia provisional o relativa, el chico de “las suelas de viento”, como lo ponderó Paul Verlaine, ejemplifica mejor que nadie, en el campo de la poesía, ese salto al vacío en pos de un más allá. Hotel del Universo, denominación de la posada en que Rimbaud solía hospedarse en el puerto de Adén, representaría así una metáfora de la rosa de los vientos como depositaria de la incesante diáspora de los pueblos y los individuos hacia la posibilidad de un promisorio futuro. Por lo demás, agradezco a María Baranda, Mijail Lamas y Yendi Ramos, jurado del certamen, haberse decantado por Hotel del Universo, confiando en una propuesta con la vocación de renovar las interpretaciones sobre los límites de la condición humana a partir de la exploración de los confines territoriales. Es un deleite y un honor recibir una lluviosa tarde de verano, en tierra de espléndidos poetas y narradores, un premio que porta desde hace más de tres décadas el nombre de uno de mis más predilectos poetas de la tradición mexicana, Gilberto Owen. Y aplaudo la voluntad política y gestora del Instituto Sinaloense de Cultura por haber recuperado esta prestigiosa convocatoria al cabo de tres años de receso por la pandemia. Gana la poesía, quizá la llave más concisa para abrir el cofre de los misterios del alma que nos habita. 

Culiacán, Sinaloa, a 29 de junio de 2022.  

Jorge Ortega nació en Mexicali, Baja California, en 1972. Poeta y ensayista. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado una docena de libros de poesía en México, Argentina, España, Estados Unidos, Canadá e Italia, entre los que destacan Ajedrez de polvo (2003), Estado del tiempo (2005), Devoción por la piedra (2011 y 2016) y Guía de forasteros (2014). Su trabajo poético ha sido traducido al inglés, chino, alemán, portugués, francés e italiano, y forma parte de múltiples compilaciones de poesía mexicana contemporánea. Ha colaborado con poemas, reseñas y textos de crítica sobre poesía en diversos medios literarios de Hispanoamérica, tales como Buenos Aires Poetry, Nexos, Letras Libres, Periódico de Poesía y Revista de Occidente, así como en otros del mundo anglosajón: Bulletin of Hispanic Studies, The Black Herald, The Bitter Oleander, World Literature Today, Poetry International e International Poetry Review. Ha participado en festivales de poesía y congresos de literatura en variadas ciudades de América, Europa y Asia, y se ha desempeñado como Profesor Visitante o Scholar Artist en universidades de California. En 2018 y 2019 fue tutor de poesía del Programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) de México. Entre otros reconocimientos, ha obtenido el Premio Estatal de Literatura de Baja California en 2000 y 2004 en los géneros de poesía y ensayo, respectivamente; el Premio Nacional de Poesía Tijuana en 2001; el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines en 2010; y, en 2022, mereció el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen en la categoría de poesía con la obra Hotel del Universo. Ingresó en 2007 al Sistema Nacional de Creadores de Arte de México. Su más reciente publicación es la antología poética bilingüe español-italiano Luce sotto le pietre / Luz bajo las piedras, que el sello Edizoni Fili d´Aquilone preparó de su poesía y que apareció el verano de 2020 en Roma, Italia. 

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