Coágulos en una cuchara para sopa

 

por Irma Paredes

 

Es prestada mi sangre y fugitiva.

—Pita Amor

 

A mis cinco años no sabía muchas cosas, pero sí que la sangre debía quedarse dentro. Aunque con cada juego de niña había una herida nueva. Lloraba hasta que la sangre dejaba de brotar y veía el camino de sangre reseca que había en mis piernas, la mancha en el encaje de mis calcetines blancos, luego un deseo por ver esa imagen roja con fondo blanco, la intuición de que algo muy malo pasaría si me quedaba vacía de sangre y las ganas de vomitar si imaginaba tocarla con mi lengua. 

 La sangre no se come. Eso es lo único que pensé mientras mi madre me acercaba a la boca una tortilla con moronga: sangre oscura, cuajada. Escuché una voz suave en mí: sangre no. Para evitar a mi madre volteé a la derecha, ahí estaba mi hermano sujetando el plato lleno de sangre guisada como si se le fuera a escapar. Volteé a la izquierda,  mi abuelo con su única mano echaba sangre, cebolla y ajo frito a la sartén. Mi padre se paró junto a mi madre y su estatura de jugador de basquetbol me pareció el doble. 

—Cómetelo, está bueno —dijo él, sin expresión en el rostro. 

No le creí, siempre le creía lo que me decía pero esta vez no. Si lamer sangre me daba asco, masticarla, ¿cómo podría? 

 A esa edad quería saber por qué a mi mamá a veces le salía sangre entre sus piernas y por qué ella no lloraba como yo cuando me salía sangre de las rodillas. Pero no que la moronga es sangre cuajada. 

 Dejé de comer sangre, incluso dejé de comer huevos cuando vi que uno tenía manchas de sangre en el cascarón. Comencé a quedarme sin carne en el cuerpo y a mi mamá le parecía que yo era puros huesos. Cuando el médico dijo que debía comer más proteínas grité y lloré. Accedí a probar los suplementos alimenticios y la comida pastosa. Cuando eso no fue suficiente, la única opción era perforar la piel con una aguja para que lo que no entraba por mi boca entrara por mi sangre. No fue necesario, detestaba las agujas todavía más. Volví a comer animales excepto sangre cuajada.

 

6

 

Además de comerla, mi mamá amaba el color de la sangre: mi papá le regaló un rosal con flores guindas para su jardín cuyo color ella bautizó como «sangre de pichón», aunque ese rojo oscuro se parecía más a la sangre espesa de venado. El rosal crecía y mi mamá cortó pedacitos de tallo que plantó por todo el jardín. Al poco tiempo, el lugar estaba lleno de sangre de pichón.

  Mi papá ponía un sarape en el camino de tierra del jardín después de comer, se acostaba entre los rosales y me acostaba junto a él. Ahí, tirados sobre tierra sonorense, bajo el cielo de El valle del Yaqui, su estatura ya no me parecía imponente, porque nada me hacía sentir tan pequeña como ese cielo y ese sol que nos secaba como a la carne que salábamos y dejábamos colgada para que perdiera fluidos. Cuando nos quedábamos dormidos yo soñaba que machacaba las rosas de mi mamá y los pétalos molidos se convertían en sangre que vertía en la carne seca para que reviviera. Aunque la sangre me daba asco, admiraba su color y en mis sueños la sangre daba vida.

 

7

 

Cuando tenía siete años nos fuimos de Sonora, lejos de la moronga y de la sangre de pichón. Mi papá nos llevó a vivir a Ensenada, una ciudad junto al Pacífico con una playa helada. Mi chamarra roja con gorro tipo esquimal se convirtió en mi prenda para caminar en pleno verano. Durante semanas vivimos en un hotel y después unos meses en una casa rentada, siempre cerca del mar. Cuando íbamos a caminar a la playa, veía una casa blanca con el piso de tabiques rojos y un jardín de claveles blancos y geranios de distintos tonos de rojo, que se enredaban desde el suelo hasta la ventana. Me atraían tanto como el color de mi sangre sobre las calcetas blancas. Sabía que mis papás buscaban comprar una casa y yo quería vivir en esa casa. Cuando llamamos no estaba en venta pero en algún momento lo estuvo y nos mudamos ahí. La primera noche nos acostamos sobre unos colchones que terminaron empapados al romperse una tubería que inundó las tres habitaciones. A los días, hubo una balacera del otro lado de la calle, mi hermano y yo nos tiramos al suelo. Antes había escuchado balazos en Navidad y Año Nuevo junto a los fuegos artificiales, pero esa fue la primera vez que distinguí el sonido seco de las balas penetrando carne. Mis dedos estaban más helados que el agua de playa. Cerré los ojos. Escuché balazos, gritos, sirenas y luego silencio, un silencio que duró hasta que volví a escuchar las olas del mar.

 

10

 

Me sacaron de clases porque mi mamá estaba en urgencias. Las paredes engrosadas de su vientre se caían a pedazos. En su sangre uterina había coágulos que cabían en una cuchara para sopa. Rasparon, quemaron y congelaron su matriz. Al final, la sacaron de su cuerpo.

 

12

 

Mi papá aprovechaba cada viaje que hacía por trabajo para visitar a mi abuelo en Sonora y traernos yoyomos, unas ciruelas amarillas que crecían en el patio de su casa. Para llegar con mi abuelo tenía que cruzar el desierto y pasar por Los vidrios, un pueblo deshabitado en la zona de Altar, cerca de Sonoyta. En Los vidrios hay pequeños puntos en el suelo que comienzan a brillar con la luz del sol, entre más rápido te mueves más rápido brillan unos y dejan de brillar otros. El aire se mueve en oleadas espesas y el calor te envuelve. Mientras mi papá manejaba su Ram Charger un pickup invadió su carril de circulación. Para evitar quedar prensado saltó con los ojos cerrados y cayó tendido sobre yoyomos que reventaron entre su cuerpo herido y la arena; su ropa se manchó de sangre y pulpa amarilla. El impacto del choque hizo que el motor del carro de mi papá se incrustara en el asiento del piloto. Los paramédicos llegaron hasta el amanecer y lo trasladaron a un hospital en Mexicali.  Los huesos de su pierna izquierda se hicieron pedazos y tuvieron que operarlo varias veces para ponerle fierros, mallas metálicas y clavos que le dieran rigidez para soldar el hueso. A veces la herida supuraba un fluido amarillo con sangre que impregnaba a yoyomo la habitación del hospital.

 

36

 

—La sangre no se come —le digo a mi hija mientras  saco las menudencias del pollo.

—¿Y por qué no? —contesta, alzando la voz—. Si casi nos comemos la vaca entera: la cabeza al vapor con todo y sesos, el músculo en bistec, las tripas fritas, la panza con maíz, y la abuela chupa los huesos hasta sacarle algo gelatinoso de en medio. Si los pudiera morder yo creo que también se los comería.

 Sí, mi mamá masticaría huesos si pudiera. Los quebraría para hacerlos crujir, poco a poco triturados, raspando la cara interna de sus mejillas hasta sacar sangre. No imagino la boca de mi madre sino la mía.

—Incluso el bistec suelta un poco de sangre al cocinarse y lo llamas carne en su jugo—continúa mi hija, bajando el tono—. Su jugo es su sangre con un poco de grasa disuelta, ¿no?  ¿O nada más la sangre de pollo no se come?

 Sé que tiene razón, a sus trece años ya no la puedo engañar con mis afirmaciones que pretendo sean verdades, por lo menos no sin que me cuestione. Debí aclararlo, yo no como sangre. 

—La sangre no se come, estoy segura —le digo. Evito su mirada y veo el filo del cuchillo con el que rompo los tendones que mantienen unidas las piernas con el resto del pollo.

—Mmm… como sea —murmura mientras sale de la cocina.

 No la sigo. Empujo tan fuerte el cuchillo contra el pollo que me hago una cortada en la mano. Observo mis manos frías, mi sangre y la sangre del pollo se mezclan, el olor me confunde, no puedo apartar la vista de esos dos tonos de rojo. Tal vez mi hija no estuvo de acuerdo con que la sangre no se coma, pero si viera la sangre que sale de mí sabría que lo que dije es cierto.

 

18

 

 Con la punta afilada de una lanceta estéril penetro las capas de piel de mi compañero de laboratorio hasta dejar salir una gota de sangre. Hay algo vomitivo en el olor a formol y sangre oxidada del laboratorio. Acerco su dedo para colocar la sangre en el portaobjetos, con otro portaobjetos formo un ángulo agudo y con un movimiento rápido y firme lo recorro de un lado al otro, la gota de sangre queda embarrada. Pongo un cubreobjetos sobre la gota, lo coloco en el microscopio. Hay demasiadas células sanguíneas. 

 Hay tanta información en una sola gota de sangre: si te resfrías aumenta la cantidad de células sanguíneas; si la sangre de una madre no reconoce la sangre de su hijo comienza a eliminar lo desconocido; si no hay insulina y la glucosa se acumula en la sangre te provoca diabetes que poco a poco daña todos tus órganos, incluyendo los ojos. Saber eso me permitió ganar varios diplomas y un par de medallas en concursos de ciencias pero no pude evitar que el glaucoma provocado por la diabetes afectara los ojos de mi mamá.

—El rojo es mi color —dijo mi mamá, sosteniendo una blusa de poliéster con estampado floral.

—El estampado es bonito, te quedaría bien —contesté mientras le quitaba la blusa de las manos —, deberíamos comprarnos blusas a juego,  aunque el rojo no sea mi color.

 Ese día por la noche mi mamá sintió algo rasposo en los ojos, como arena o arcilla; la vi tallarse hasta que se dio cuenta de que no servía de nada y se detuvo. La sangre en sus ojos empujaba con tanta fuerza que parecía que podría reventar los vasos sanguíneos. Al día siguiente, el oftalmólogo dijo que al no drenarse los líquidos oculares la presión que dañaba el  nervio óptico aumentó. Mi mamá comenzó a perder la visión: las manchas oscuras se convirtieron en puntos ciegos, los colores se volvieron opacos y halos de luz rodeaban los objetos. Poco a poco todo se volvió rojizo, ya no distinguía el azul del amarillo. Para mi mamá ya no existía otro color. La luz del sol hacía que la poca visión de diversos tonos de rojo fuera dolorosa.  Después de todo, el rojo es su color.

Irma Paredes (Ciudad Obregón, 1986) es maestra en administración y madre. Ha sido parte de talleres literarios de crónica y ensayo creativo organizados por Relatos del Puerto y El Septentrión.

 

Descarga el PDF de La historia de mi vida en el siguiente link:

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