por Cynthia Castillo
De pequeña, entrelazaba las colchas de las camas gemelas de mi habitación y el pasillo entre medio lo convertía en la casa de mis muñecas donde pasaba horas acostada sobre una alfombra rosa. De esa recámara aún sobrevive el buró que separaba nuestras camas: era blanco con molduras doradas de madera comprimida, ahora está al pie de mi cama pintado en color verde y dañado con plaga de termita en una de sus patas.
Sobre el buró está un portarretrato recargado en la pared, con una fotografía que recorta el contorno de nuestros cuerpos, somos mi hermana y yo, sonrientes, tomadas de la mano. Era 1983, un domingo de pentecostés en el patio principal del colegio, después de haber participado en los tradicionales juegos deportivos en celebración del cierre de las fiestas de Pascua. La competencia era entre el equipo de los rojos y los blancos. Mi hermana, con el uniforme de deportes (falda blanca y blusa blanca), y yo, con el uniforme de diario (falda negra y blusa blanca). Ella, como siempre, payaseando, cubre parte de su rostro con la mano; yo, junto a ella, torciendo las piernas y jugueteando con los pies. Ambas con una sonrisa que deja ver la dentadura.
Es así como me gusta recordar la infancia.
*
Mi hermana y yo nos llevábamos como “perros y gatos”, dice mi mamá. Como la vez que mi hermana me estrelló un espejo en la cabeza. Terminé con un marco de madera en la cabeza como corona y unos cuantos vidrios quebrados a mi alrededor.
Así fueron mis primeros quince años, con el pasillo entre nuestras camas como una barrera. Pleitos de niñas, indiferencias, celos y poco juego entre hermanas. Todo cambió cuando nos separamos, ella se mudó a Mexicali con mis abuelitos para estudiar la universidad y yo la alcanzaría un año después. Pasaron seis años hasta que regresé a nuestra antigua habitación. Ella no volvió.
Durante la infancia jugaba sola con mis muñecas, y con mis vecinas a La traes, a los colores, al Stop y a las escondidas. Si no tenía permiso de salir, me conformaba con dar vueltas en patines en el diminuto patio frontal de la casa. Aunque también corría en el campo, trepaba árboles y me daba marometas en los tubos de las resbaladillas en el parque.
Acostada boca abajo sobre la única cama gemela que permanece, golpeo con mis pies la almohada y las dos muñecas que decoran mi cama. Una es regalo de mi sobrina Alexa, era de ella y me la dio por mi cumpleaños cuarenta y dos. La otra la conservo desde hace treinta y seis años.
Siendo pequeña, visitamos Dorian’s y vi cajas de cartón apiladas con el logotipo de repollo con rostro de bebé, las muñecas de colección firmadas por X. Roberts que toda niña deseaba en los años ochenta. Le dije:
─Mami, ¿cuándo tengas dinero me la compras?
─Si, mijita.
Esa muñeca de repollo con cabeza de plástico y cuerpo de tela que en su certificado de nacimiento decía “Leyla” se convirtió en mi regalo de Navidad en 1985. De pequeña, jugué con ella; nació mi hermano menor y jugué con ella; nació mi sobrina mayor y jugué con ella, recientemente nació mi sobrina menor y jugué con ella. Desde entonces ha estado sobre mi cama, tuvo tres cambios de ropa, dos cambios de pañal, un cambio de peinado, una lavada con agua y una colgada en el tendedero. No recuerdo cuántas veces jugué con ella, es la única en su tipo que tuve y que no he podido regalarla.
*
La plaga de termita ha roto la pata. Puse el buró de cabeza y los objetos entre las patas. El cirio con el alfa y el omega, el tarrito con botones multicolores, el cuadro de tela con el nombre de Nicolás bordado, un molcajete miniatura y dos esculturillas, una de madera, “El luchador de zumo” y la otra de metal reciclado, “El dibujante frente a su restirador”. En esta cuelgo mis pulseras, una de granos de café que mi hermano trajo de Costa Rica que realmente no era para mí y llegó a mis manos cuando él se casó y mi mamá limpió su habitación. La otra pulsera es una de piel trenzada que mi amiga Carmelita me trajo de su último viaje a Italia, la porto a diario desde su trágica muerte.
“El 17 de abril de 2020 un drogadicto asesina a su madre… la agredió con un cuchillo privándola de la vida”, así dice la nota de un periódico. Falleció mientras dormía en su habitación, cinco años atrás, yo había estado en ese lugar antes de la remodelación. Era una recámara donde cabían dos autos. Techo bajo de madera, tapiz azul en muros despegado por la humedad, dos vitrales azules que oscurecían el interior y una alfombra desgastada que dejaba ver el piso de concreto. Cuando iniciamos la demolición de los muros salieron plantas y enredaderas. Ahora es un luminoso espacio con puerta de vidrio hacia el patio interior, muros blancos, techo liso, duela de madera en el piso y dos ventanas con herrería una orientada hacia el norte y la otra hacia el este con vista a su jardín con pasto, rosales y orejas de elefante. Pensé: ¡Carmelita vivirá muchos años aquí!
En el buró también están mis cremas para el rostro que uso desde que un sarpullido cubrió mi frente en la adolescencia. Antes eran solo dos cremas, ahora son cinco o seis para combatir las arrugas y el paso de la edad.
Junto a las cremas está un alhajero de madera, ahí guardo mis arracadas de plata zacatecana que me pongo a diario y los aretes de perla que uso en ocasiones especiales, herencia de mi abuelita Estela. También guardo un inservible anillo de coco, de los pocos que han quedado a la medida en mi delgado y huesudo dedo anular.
En este alhajero también guardo mi llamador de ángeles, es mi amuleto y repuso la pérdida de mi dije de porcelana rusa.
Casi recién graduada de la universidad visite la primera obra construida del Estudio Libeskind. Un hermético edificio de metal sin puerta de acceso, sólo aberturas a manera de cicatrices por donde pasan líneas de luz natural al interior, soportado por imponentes columnas asimétricas de concreto que formaban una fracturada estrella de David. En el interior de las salas de exhibición, silencio y oscuridad; al final del corredor que unía las salas, la única puerta de cristal dejaba ver unos prismas de concreto con cuarenta y ocho árboles de olivo, era “el jardín de la esperanza”. Fue la primera vez que vi testimonios de vida y muerte en la arquitectura. Memorias del Holocausto.
En ese viaje conocí la música de Tiësto, la danza de Alvin Ailey, la arquitectura de Schinkel, de Mies y de la Bauhaus. Bajo la torre de televisión en el centro de una ciudad alemana recibí un obsequio, era un huevo de porcelana color turquesa con detalles de plata. Desde entonces el dije estuvo conmigo en todo momento, en 2015 por un descuido ¡lo perdí! y perdí momentos.
Un año después, mis hermanos y yo caminábamos por el casco antiguo de Zurich. Andadores empedrados, banderas rojas con cruces blancas enmarcaban la calle Strehlgasse. Era mediodía, en nuestro rostro se sentía la bruma del otoño. En la esquina, un edificio gris de cinco pisos, en la planta baja, columnas con sillares y ventanales, sobre estos, letreros rojos donde se leía en letras doradas Max Affolter. En los aparadores se mostraban relojes de pulseras, relojes de pared, relojes de cuco, cajas de música y joyas. Vi una esfera calada de plata esterlina, con un zirconio y un cascabel añil.
Minutos después, traía una pequeña bolsa dorada de tela transparente con una pieza en su interior y un cuadernillo que me dieron con la compra. Trataba de leer el título.
─¿Qué significa engelsfurer? —le pregunté a Humberto (el más alemán de mis hermanos).
─Algo de ángel.
─¿Y qué significa veränderung, verantwortung und konzentrationsfähighkeit? ─le dije mientras ojeaba el cuadernillo.
No me respondió y me lo arrebató. Con su traductor móvil, me leyó en español la primera página:
—A veces, al amanecer, cuando no sabemos si estamos dormidos o despiertos, o al anochecer cuando se forman sombras, tenemos la sensación de que algo nos acaricia…es algo que no podemos definir. Son los ángeles que nos rodean, que van y vienen…entonces este es tu llamador.
*
Atrapada en mi habitación respiro sonrisas y juego. Aquí he vivido desde hace cuarenta y cuatro años.
Me voy y vuelvo.
Todo es igual.
Por la mañana salgo cuando el sol llena de calor mi habitación. En mi ausencia los objetos permanecen estáticos y en el silencio Leyla es la reina. Regreso a la oscuridad y duermo rodeada de objetos que ya no veo.
Armoniosas campanillas suenan mientras me pongo mi cadena en el cuello. Con la mano tomo la esfera que cuelga y deja ver el color azul entre el encaje de plata. Es de mañana, un sol intenso entra, sobre la pared frente al buró la sombra de mi silueta deja una marca. Mi ángel custodio escucha, me encuentra y conoce mis deseos.
Este año he decidido dejar mi habitación porque aquí ya no hay vida, sólo recuerdos.
Cynthia Castillo (Ensenada, 1977) es maestra en arquitectura, cofundadora del taller de arquitectura Architectums, dibujante urbana y caminante de ciudades. Ha sido parte de talleres literarios de crónica, memoria y perfil organizados por Relatos del Puerto y El Septentrión.
Descarga el PDF de La historia de mi vida en el siguiente link:
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