Púas

por Ana Aguirre

Al sexto piso no llegan mosquitos, sólo aves con las patas atrofiadas. Pululan sobre los marcos de las ventanas y distraen a los inquilinos que trabajan en sus escritorios, cerca de la luz del sol. Durante la pandemia, algunos de mis vecinos han alineado púas en el borde inferior de sus molduras.

  Desde mi habitación escucho los pitidos consecutivos del tráfico de lunes a viernes a las seis de la tarde. Las sirenas de patrullas y ambulancias no tienen una hora establecida. A las diez de la noche el ruido empieza a apagarse. De una a dos de la mañana, la ciudad es más silenciosa. A las tres de la mañana, la ciudad despierta.

  Al salir del 16-B, seis pisos oro mate, veo rectángulos de cinco a diez pisos, algunos de cuatro. La calle es corta, no hay casas, sólo edificios altos y opacos de colores blanco roto, frío claro, plata aluminio, amarillo Nápoles, ocre, oro viejo, dólar de arena, galleta de azúcar. El cielo es café grisáceo. No hay espacio entre los edificios. En el departamento, se escucha el llanto de unos gemelos de dos años y el goteo del lavabo del piso superior. Por las ventanas se cuela el humo de cigarro de los pisos inferiores.

  Cada edificio tiene uno o dos guardias que rotan turnos entre sí. Se sientan en los escalones fuera de mi edificio y juegan naipes o cocinan huevo con chorizo en una estufa portátil colocada sobre una mesita plegable de 30×30, desayunan Coca-Cola y tortillas. Los guardias más populares son los de mi edificio: Salvador e Isidoro. 

 

*

 

Es de noche y bajo a la tiendita. Le pregunto a Salvador si se le antoja algo.

—¿Café a estas horas, Salvador?

—Fíjate que me ayuda a conciliar el sueño.

—Pero tiene cafeína, Salvador.

—No, es que a mí me relaja, siempre me tomo un café para poder dormir en la noche.

 

*

 

Confinada por la pandemia, rompo con la rutina cuando subo a la azotea. Hay dos filas de cuartos de servicio a cada lado, cada uno con una jaula para tender ropa. Los candados de cada jaula son de diferente marca y diseño. Al final de la hilera del lado izquierdo hay un espacio vacío entre el último cuarto de servicio y el balcón, el sol que ahí pega no te broncea, te saca manchas. 

*

Un día me encontré a Salvador patrullar esa zona de la azotea.

—Nomás, aguas con los de la luz porque a veces andan trabajando acá arriba —me dijo, entornando la mirada.

—Gracias, Salvador. 

  Los vecinos de mi edificio son de los que no hacen ruido ni fiestas, tienen hijos pequeños, siempre dicen ‘’propio’’ y ‘’buenas tardes’’, y ceden el paso en el elevador. Por eso todos se sorprendieron cuando una botella de vino cayó desde el último piso, pasó por el patio interno del edificio y llegó hasta el sótano, en el estacionamiento. Fue a dar encima de una camioneta nueva y la administradora no supo a quién endosarle el muerto. Ese día, los guardias estaban reunidos fuera del edificio: naipes. Sentados en los escalones, debajo de sus chamarras se escuchaban vidrios tintineando contra los azulejos. Isidoro estaba en su turno y vio que uno de los asistentes de la reunión, el mecánico del elevador, subía al sexto piso. Pero no dijo nada.

 

*

 

—¿Qué estás haciendo, Salvador? —Me asomo a su periódico, reconozco el escudo del América. 

—Aquí, cultivándome —me dice, sin despegar los ojos alegres del papel, con el ceño un poco alzado y la boca un poco abierta. Siempre lleva una gorrita color verde perico.

—A ver, quiero ver el golpe del carro —le digo a Salvador al día siguiente. 

—Está en el techo de la camioneta, déjame hacerte patita —me responde mientras se agacha y entrecruza las manos sobre su rodilla.

—Qué exagerados, no le pasó nada a la camioneta —digo, al ver el techo intacto, mientras Salvador me sostiene.

—Y le va a tocar pagar a Isidoro. No se supo defender, ya ves que es corto de palabra.

 

*

 

Al día siguiente, Salvador me ve, saca una dos equis vacía de no sé dónde y la balancea a la altura de mi nariz.

 —El cuerpo del delito —me dice.

  Pasan dos minutos y aparece la administradora del edificio, me pregunta sobre la botella y concluye que es mía. Ya no puedo subir a la azotea.

 —No le vayas a decir nada de esto a tus caseros, no se vayan a preocupar—me dice y se va.

 Nunca se supo quién tiró la botella, ni cómo los vecinos cotizaron un golpe inexistente, ni por qué la administradora decidió cobrárselo a Isidoro.

Ana Aguirre (Ensenada, 1991) es psicóloga y pedagoga, se especializa en prevención y tratamiento de adicciones. Ha trabajado con niños y adolescentes  con discapacidad psicosocial y personas en centros de reinserción. Ha sido parte de cinco talleres de escritura. Actualmente, labora como psicoterapeuta y  colabora en el Instituto de Psiquiatría del Estado de Baja California. 

 

Descarga el PDF de La historia de mi vida en el siguiente link:

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