Respirar electricidad

 

por Fabiola Del Castillo

En una de las salas del Centro Maharishi Guillermo me mostró un video sobre los beneficios de la meditación trascendental, mostraba al Maharishi Mahesh Yogi y a un grupo de gente sentada en flor de loto con los ojos cerrados. Una chica rubia entró, saludó y dijo que iba a meditar. Era una atleta famosa, iría a las Olimpiadas de Seúl, me contó Guillermo. El video resumía los beneficios físicos, mentales y espirituales de la meditación: paz mental, mayor concentración y una disminución considerable de ansiedad. El pensamiento se aquietaba hasta llegar a un lugar en donde ya no se es consciente de sí mismo. A eso le llamaban trascender.  Al final del video Guillermo me hizo un cuestionario sobre mi historial: depresión, enfermedades mentales o traumas considerables. Yo era una adolescente, estaba por terminar la preparatoria y buscaba meditar de manera trascendental, las preguntas se contestaban por sí mismas, pero dije que no a todo. Me dio una palabra (un mantra) que me pidió que no lo compartiera con nadie; sería mi herramienta para meditar. Me dio una breve explicación: no intentar poner la mente en blanco, no pelearme con mis pensamientos, sino dejarlos pasar mientras repetía el mantra. Me quité los mocasines, llevaba puesto el uniforme del colegio. Nos sentamos en el piso sobre unos cojines en los que te hundías. Guillermo era alto y delgado, con una mirada antigua y una calma desesperante. Puso un temporizador para contar quince  minutos. Cerré los ojos y repetí mi mantra.

 Me reunía con Guillermo una hora cada semana y me preguntaba sobre mi práctica. Estas reuniones terminaban después de quince minutos de meditación. Meditaba dos veces al día, mi práctica era más profunda y disciplinada. Tomaba decisiones sin dudar, discutía menos, había dejado de frecuentar a las amigas de siempre, prefería estar en casa o con Guillermo.

 Una tarde, me invitó a tomar té. Me dijo que ya se sentía listo para irse a Iowa al entrenamiento de vuelo yógico. En México no había la posibilidad de hacerlo. Le dije que me alegraba por él.  Me acompañó a una estación de metro, me dio un beso en la mejilla, y de camino a casa me fui lamentando de que Guillermo se fuera. Esta fue nuestra última reunión antes de que volara. No lo volví a ver, seguí meditando por varios meses, hasta que me aburrí de meditar sola y de darme cuenta de que para seguir debía tener mucha plata.

  *

La escuela a la que fui de los seis a los diecisiete años pertenecía a la orden religiosa del Sagrado Corazón de Jesús. Una de las madres de mi colegio me encontró con un poncho que mi mamá me había tejido alrededor de mi cabeza simulando un velo. La madre Conchita se enojó mucho, me gritó, pensó que me burlaba de ella. Nunca más volví a jugar a la monja. Pero esto no detuvo mi deseo de ser alguien de Dios.

 Recuerdo subir a la azotea con mi mamá y mi hermana, llevábamos espejitos de mano, esperábamos a que pasara el avión de Juan Pablo II, lo reconocíamos por sus colores amarillo y blanco. No éramos las únicas, la ciudad se convertía en un mar de reflejos. Mi madre lo admiraba tanto que nombró Karol a mi hermana, en honor a Karol Wojtyla, el nombre civil de Juan Pablo II.

  En una de las tantas visitas de Juan Pablo II a México, iban a canonizar a Juan Diego en la Basílica de Guadalupe. Fui con un grupo de compañeras y una maestra para obtener la indulgencia plenaria. No entendía muy bien qué era, pero la quería. Para asistir teníamos que pasar la noche en una casa cercana a la Villa. Mis padres me dieron permiso porque se trataba del Papa. Esperamos horas para entrar, la multitud se concentró en la puerta del templo. Nosotras estábamos a un lado del pasillo central a unos pasos de la puerta principal. La atmósfera en la Basílica era de silencio, nadie se movía, se respiraba electricidad. Él emanaba luz, una estrella que se desplazaba lento. Soñé con que me mirara, lo deseaba con toda el alma, una sola mirada bastaba para explotar. Juan Pablo pasó muy cerca de mí, con la mirada agachada.

  *

En el periódico, el anuncio de una reunión: “Eckankar, el camino a la libertad espiritual”.

 Fui a una casa en el metro Sevilla. Se presentó un hombre alto y delgado con un marcado acento estadounidense, habló de su experiencia con la meditación Eckankar, gracias a ella había encontrado paz en su alma, la relación con su esposa había mejorado y había entendido que muchas de sus reacciones eran provocadas por sucesos en vidas pasadas. Nos pidieron cerrar los ojos, repetir la sílaba Hu pronunciada “Jiu”. Lo hicimos, unos muy confiados, otros en voz baja. Las voces se combinaron en un murmullo que serpenteaba. Al final, el hombre alto dijo: “Que las bendiciones sean”. Algunos tuvieron visiones angelicales, otros oyeron a  Dios, yo no vi nada, pero me había sentido tranquila al oír las voces de todos. Al terminar,  nos hablaron de la inscripción para ser parte del grupo, debía enviar $60 dólares para que me mandaran un kit con libros y folletos de cómo cantar “jiu” por nuestra propia cuenta.

 No quise cantar sola.

  *

Llegué al sufismo a mis veinticinco años, cansada de buscar. Conocí a Tasním en un viaje a Oaxaca. De vuelta en la Ciudad de México, ella me invitó a una meditación con sufís. Ahí me presentó a Shakura y a Malika Arifa, todas un poco mayores que yo. Íbamos a desayunar, a jugar basquet, rezábamos. Tres meses después de entrar a la Orden, me convertí en Rashida.

 Conocí a Amina cuando ella estaba por cumplir cuarenta años. En su fiesta de cumpleaños cantó en árabe, era un tono que jamás había escuchado, agudo y dulce, la canción era un lamento, una súplica. Esperaba volverla a escuchar. Amina tiene la jerarquía más alta de la Orden, ella es la Sheija. Con sólo veintitrés años, dejó su natal Puerto Rico para seguir a su maestro a Estados Unidos.  Muchos de mis hermanos estaban siempre atentos a lo que Amina necesitara, ¿un café?, ¿un cenicero? No entendía por qué la trataban así. Cuando mis amigas invitaban a Amina a salir el ambiente era otro. Ninguna de nosotras tenía auto, así que era ella quien pasaba por nosotras. Recuerdo verla al volante con una sonrisa amplísima y antes de saludarnos ya estábamos bromeando de vernos con ropa de civiles, sin la falda larga, las mangas largas y el cabello cubierto.

 Durante mi primer año en la Orden Amina y yo nos veíamos casi a diario y teníamos reuniones para hablar a solas cada dos semanas. Ella se convirtió en mi amiga, mi maestra y consejera. En una de sus enseñanzas dijo que uno puede llorar de amor por alguien, que ese llanto es de gozo, una celebración de amor. Yo puedo llorar de amor por ella.

 En mi primer año casi vivía en la Tekke, el lugar de congregación, una casa de los años veinte en la colonia Roma. El patio —todavía hoy— está techado, lo cubren alfombras y se preparan los rituales y se come. Las paredes lucen vitrales con las caligrafías de Alláh y Mohammed. Me comprometí a cocinar, a preparar café, a limpiar, colocaba pieles de oveja en círculo y banquitos para arrodillarse en el patio; salía de madrugada y regresaba a las 6 p.m.

 En un abrir y cerrar de ojos hice mi primer Ramadán, una celebración en la que se practica el ayuno islámico: no comer, ni beber durante el día hasta que el sol se oculte. El hambre y la sed están siempre presentes, es un constante recordatorio de qué se hace y por qué. Todas las noches rezas, te arrodillas y pones la frente en el piso por lo menos cien veces durante tres horas. En Ramadán se acalla la mente. Es un alto en tu vida.

 La intensidad de la práctica empezó a estresar a mis padres. Pensaban que estaba metida en una secta y era una fanática. Yo ya trabajaba, estaba por terminar la licenciatura en antropología y una de las chicas de la Tekke me ofreció su casa. Salí de casa de mis padres, nunca más volví a vivir con ellos.

 Salía con Charly, un astrónomo. Temía que no coincidiéramos en creencias y que eso nos separaría. No habíamos hablado sobre espiritualidad y asumí que era ateo. Él estaba por irse a Estados Unidos a cursar el doctorado. Lo invité a uno de los rituales, un jueves de Zikr, una meditación en movimiento. Mis hermanos sufís lo recibieron como si fueran viejos amigos.

 Charly no era ateo. Seis meses después de haber visitado la Tekke nos casamos bajo las leyes sufís. Mis padres no asistieron a mi boda, no los invité, yendo en contra del consejo de Amina y de todos los sufís. Nos fuimos a Gainesville, Florida.

  *

 Finalizados nuestros estudios en Estados Unidos, Charly y yo viajamos a Granada, España, él iba a su segundo posdoctorado y yo a mi doctorado. Allí sufrí de insomnio crónico. Me aterrorizaba que anocheciera. Durante las noches oía el segundero del reloj que teníamos en la cocina, las horas pasaban como líquido espeso. El insomnio ya me había causado problemas de concentración y llegué a estar tan cansada que me costaba identificar palabras. Después de varios meses de intentar con remedios caseros, incluyendo quitar el reloj de la cocina, el médico me transfirió con un psiquiatra. Antes de ir a consulta, una amiga me dijo que me llevaría con alguien que daba terapia con Flores de Bach. Me encogí de hombros y me dijo:

–¿Qué pierdes con intentar?

 La terapeuta, Mariam, era una andaluza que hablaba con la lengua entre los dientes. Al verme me dijo: “Pasa, pasa, bonica». Me hizo unas preguntas y me dio un frasquito con un gotero para que lo tomara durante la tarde. Después de dormir casi doce horas, llamé a Mariam para preguntarle qué me había dado, con curiosidad y miedo de darme cuenta de que me había dado algo adictivo. Me dijo que durante nuestra conversación yo había hecho consciente lo que me tenía sin dormir y que las flores eran un apoyo para no volver a abrir el conflicto. No fui a la cita con el psiquiatra.

 Quise saber más sobre las Flores de Bach; en el Zaidín, el barrio donde vivía, había una escuela de medicina alternativa. Comencé un curso de terapia floral, iba de lunes a jueves a la universidad y los sábados y domingos a estudiar flores. Ahora creo que para cada síntoma físico hay una emoción que lo provoca: la tristeza, la frustración, las ganas de controlar crean síntomas que se manifiestan en el cuerpo.

  *

Después de casi once años de vivir en el extranjero, era hora de regresar. Charly recibió una oferta como investigador en el instituto de astronomía de Ensenada. Aceptó y nos mudamos a un lugar donde te despiertan los gallos, los vecinos salen por las tardes al corredor a mirar gente pasar y por las noches escuchas “ladrar” a los leones marinos.

 Cuando llegamos a Ensenada empecé a dar clases en una preparatoria, después en una universidad, pero en uno de los cambios de administración me quedé sin trabajo. Aunque trataba a mi familia y amigos con Flores de Bach, incluso mis gatos, nunca me había planteado dedicarme a la medicina alternativa. Al verme desempleada y en medio ciclo escolar, busqué trabajo en un centro de terapias alternativas. Conseguí un trabajo de inmediato, compartiría cubículo con una terapeuta de constelaciones familiares que después se convirtió en una de mis mejores amigas. Ella y su esposo, también dedicado a la medicina holística, habían creado el centro. El lugar era blanco como una sala de operaciones, pero acogedor, las ventanas de los cubículos eran peceras y el correr del agua acompañaba nuestras consultas.

 Mis compañeros de trabajo me invitaron a una ceremonia de ayahuasca. El chamán era un señor de pocas palabras que nos mandó a hacer una dieta durante quince días. Dos días antes estaba indecisa y Charly me dijo:

 —¿Y si voy para cuidarte?

 —Creo que no te dejan ir sin que tomes ayahuasca.

—Pues tomo.

  El día de la ceremonia nos citaron a las cinco de la tarde, el rancho estaba en Ojos Negros, en medio de la nada. El tiempo lo empleamos para descansar y hablar con los demás. El chamán entrevistó a cada uno de los quince participantes, y nos sugirió dónde poner nuestro “tendido”. Estábamos en ayuno. Tomé una siesta para olvidarme del hambre y a las diez de la noche tomamos ayahuasca.

 Después de la primera toma, sentada en el piso sobre mi sleeping bag, con los ojos cerrados, me concentré en mi respiración. De la oscuridad aparecieron luces de colores que explotaron, chispazos, serpentinas, las veía con la parte trasera de los ojos. Estaba en una película, como espectador y luego en el antiguo Egipto, vestida con una túnica color blanco y sandalias, usaba unas vasijas, preparaba comida. Luego, un lugar  rojo y abierto donde flotaba a ritmo de música alegre de tabla y cítara. No veía mi cuerpo. mis sentidos se agudizaron y escuchaba a los insectos caminar y las hojas de los árboles movidas por el viento.  El crujir de la tela del sleeping bag se me quedaba en los dedos, oía con el tacto. La música de fondo me provocaba agitación en el pecho y en  los brazos .No tenía peso ni forma. Mi nombre se disolvió entre el color y el sonido. Estaba dentro de una formación que tenía vida propia. Escuchamos cantos gregorianos, voces que celebraban la vida.

Antes de una segunda toma, Charly se acercó a gatas y me dijo:

—Tú y yo hemos sido pareja en otras vidas.

—¡Dios existe!, ¡Dios existe! —le dije.

 Tomamos ayahuasca durante varios años. Planeaba mi día alrededor de la “madrecita ayahuasca”, hablaba la mayor parte del tiempo de temas espirituales, me juntaba solo con aquellos con los que podía hablar de esto. Imaginaba que envejecería trabajando con plantas sagradas. Me sentía cansada todo el tiempo. Paré unas semanas y esas semanas se convirtieron en meses. Entraron nuevos miembros al grupo y fui reemplazada.

 Estaba saturada: me cansé de comer carne o no, de rezar a las 8:45 pm, de las reglas, del  vestuario  espiritual, del hambre, de no beberme una cerveza, de las mujeres a la izquierda y los hombres a la derecha, de la satanización de la sangre menstrual, de los demonios que sólo unos cuantos ven, del miedo al castigo, de no dar el ancho, de querer la iluminación, de actuar para Dios.

 Desde los seis años lo había buscado en la madre Conchita, en el Papa, en los Maharishis, en Eckankar, en el hambre, en las plantas. Dejé de buscar.

 

Fabiola Del Castillo reside en Ensenada, Baja California, desde 2010. Es  maestra en Antropología Social. En el 2017 publicó su poemario titulado Taxonomía y en 2019 fue publicado su poemario Glenn Close, ambos bajo el  sello editorial Pinos Alados. Cuentos y poemas de su autoría han sido inclui dos en diversos medios como: La Jornada, Crítica, Trastierros, El Septentrión  y su traducción de Love Book de Lenore Kandel fue publicado por la revista  electrónica Círculo de Poesía.

Descarga el PDF de La historia de mi vida en el siguiente link:

https://drive.google.com/file/d/1uXHdJ8lIfKQje1kreFrXAXPR6-Jk5sM_/view?usp=sharing

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