por José Luis Hernández
Acostado en mi sofá, cambié de canal y puse la serie de televisión Curb your enthusiasm: Larry David entra a la sala de espera de la oficina de su abogado y nota el agradable paisaje que se aprecia en el ventanal detrás de la recepcionista. Larry le pregunta: «¿Cuánto tiempo le tomó pasar por alto el paisaje?». Me quedo pensando en esa línea: ¿cuánto tiempo me tomó pasar por alto el paisaje?
*
—Si quiere que le diga que su papá se va a morir, no, no se va a morir —me dijo mi mamá por teléfono.
Me había llamado desde Delicias, Chihuahua, a Houston, Texas, donde yo vivía con mi esposa, que estaba embarazada, y mi hija. Compré un boleto de avión a Chihuahua, aunque me preocupaba que me pudiera contagiar de COVID en el vuelo y después contagiar a papá.
A papá le detectaron cáncer de estómago en febrero del 2020 y estaba en tratamiento de quimioterapia. Habían pasado ocho meses sin verlo. El cuarto estaba a oscuras, a papá le molestaba la luz. Él estaba acostado en una cama y mi mamá sentada en un sillón. Papá le pidió que prendiera la luz. Cuando me vio, me dijo:
—¡Josefo!
Me tranquilizó que estuviera contento de verme, pese al tiempo que había pasado. Papá pidió volver a oscuras. Platicamos un rato, mamá, él y yo, con la luz apagada. Yo estaba sentado en un sofá enseguida de su cama, igual que como nos acomodábamos en la cárcel.
*
Cuando yo tenía seis años, nos mudamos de Delicias a Ensenada por el trabajo de papá, era capitán de la Policía Federal de Caminos del destacamento de Ensenada. Llegamos a vivir a una casita blanca con un muelle al final de la calle, con lanchas y veleros amarrados. Los vecinos decían que por las tardes se podían ver ballenas. Nunca vi ninguna.
Iba a entrar a segundo de primaria y mis hermanos, Hector y Humberto, a quinto y secundaria. Los tres entramos a la misma escuela, un colegio de frailes franciscanos. Al principio no me importó que fuera una escuela católica, me encantaba La guerra de las galaxias y los frailes parecían jedis, pero en la clase de Moral, la maestra, una monja, nos dijo que Santa Claus no existía, que lo importante de Navidad era el nacimiento de Jesús. Fue tan triste.
En los recreos Hector me esperaba afuera de mi salón para ir a la cafetería, comprábamos algo y después me pasaba la mano por arriba del hombro y yo trataba de hacer lo mismo, pero no alcanzaba y lo agarraba de la cintura y le dábamos vueltas a la explanada. Los dos pensábamos del otro que no tenía amigos y por eso nos hacíamos compañía, hasta que un día le pregunté si ya había conocido a alguien. Me dijo que sí; le dije que yo también; nos dimos la mano y nos alejamos. En la casa Hector era diferente conmigo, me hacía rabiar, era un maestro para encontrar mis puntos débiles y sacarme de quicio. Era ingenioso con los apodos y tenía poca vergüenza. A todo el vecindario lo había bautizado: Maria Luisa y sus aventuras, el Gallinazo, Zepedita, La gordita robalonches, etc. Se iba en micro hasta La bufadora con un amigo que tenía un criadero de perros. Se los llevaban dentro de mochilas y se los vendían a los gringos. Se sabía todas las canciones de Los Tucanes de Tijuana. Si en la calle sonaba “La chona”, papá lo retaba a bailarla en público por diez pesos. Hector nunca se negó.
Aunque a mi papá no le gustaban las mascotas llegó con una perrita. Esta perrita ya venía con un nombre: “Daisy”. En la carretera de Ensenada a Tijuana mi papá había detenido a unos jóvenes que iban en un carro robado, llevaban marihuana y a Daisy. A los jóvenes los arrestaron, pero como papá y su compañero no supieron qué hacer con la perrita que estaba en el asiento trasero, decidieron llevársela. Daisy empezaba una nueva vida lejos del crimen.
Nos mudamos a otra casa y, aunque no estaba tan cerca del mar como la primera, por las noches se escuchaban las olas. Entré a una escuela que no era católica; Hector y Humberto siguieron con los frailes. Hector no me esperaba afuera del salón para asegurarse de que ya tenía amigos, pero en mi salón estaba mi vecino, el “Zepedita”. No había jedis, pero sí niños coreanos, chinos, un afroamericano y un judío, mi mejor amigo.
En la casa casi siempre había amigos, a veces de Humberto, algunas de Hector, otros días míos. Pero ese día en que sonó el teléfono y respondí, solamente estábamos nosotros. Era papá.
—Josefo —me dijo, tranquilo—, ¿cómo estás?, pásame a tu mamá.
—¿Qué pasó, gordo? —respondió ella—. ¿Qué? ¿Pero por qué?
Mi mamá tomó su bolso y lo volteó al revés; del suelo, recogió una pluma y papel y anotó una dirección.
—Detuvieron a tu papá —nos dijo, llorando.
Ahí empezaron los siguientes dos años.
*
Meses antes de la llamada, mi papá patrullaba la carretera de noche y detuvo un tráiler que venía de La Paz. En el tráiler venían el chofer y su compadre. Papá le hizo las preguntas de rigor al chofer, a las que respondió nervioso. Le resultó extraño que la refrigeración de la caja estuviera apagada y le pidió al chofer que abriera la caja, cargada con chile a granel y con hielo. Papá sabía que el chile se echa a perder con el hielo, se quema. Algo no le cuadraba. Habló por radio con un compañero, al que también le resultó extraño y llegó al momento. Se llevaron el tráiler al destacamento. Antes de llegar, un Grand Marquis se metió al carril de mi papá. Papá les echó el carro, hasta que desde el Grand Marquis le gritaron:
—¡Militares encubiertos!
Papá, el tráiler y su compañero se orillaron.
—¿Por qué no te orillabas? —le preguntaron.
—No sabía quiénes eran, yo vengo en la patrulla y uniformado.
—Pero nos identificamos.
—Sí, pero primero me echaron el carro.
Los militares los acompañaron al destacamento en Ensenada. Entre mi papá y varios compañeros empezaron a descargar el chile hasta que no quedó ninguno, no había nada, mi papá y su compañero se preguntaron cuánto costaba la tonelada de chile, pensando que tendrían que pagar la carga. Notaron que los remaches por fuera de la caja estaban recién pintados. Midieron la caja por fuera y después por dentro, la diferencia era anormal. Mi papá le preguntó a su amigo:
—Qué onda, ¿le damos?
—Le damos.
Trajeron una barra y de un golpe atravesaron la lámina, por el hueco pudieron ver marihuana.
Semanas después, un ministerio público les pidió cincuenta mil dólares para no tomar una acción penal en su contra por el tráiler con marihuana que habían detenido. Como no cedieron, el ministerio público fabricó un caso y cuando lo hubo armado solicitó una orden de aprehensión por cohecho y fomento.
Le pregunté a mamá que significaba «fomento y cohecho». Me dijo que en el caso de mi papá significaría que él les habría ayudado a los traficantes de droga y les habría pedido dinero.
— ¿Pero cómo los ayudó si él los detuvo?
—Eso es lo que estamos peleando, hijo.
*
La cárcel era muy diferente a lo que había visto en las películas. Imaginaba que todos iban a tener su uniforme blanco con rayas negras y un sombrero parecido a los de los marineros. Adentro parecía un mercado.
Los fines de semana ponían carpas para las visitas; por los pasillos podías ver las celdas, eran unos cuartitos pequeños con literas y cuerdas que iban de un lado a otro con ropa tendida. Había letreros que me llamaban la atención porque no respetaban la secuencia de las mayúsculas y las minúsculas; mi papá me dijo que muchos aprendieron a escribir ahí.
La cárcel tenía un patio grande dividido por un pasillo ancho que separaba la cancha de fútbol de la cancha de basquetbol y la clínica. En la clínica los presos con enfermedades, físicas y mentales pasaban su condena, en su mayoría eran personas con tuberculosis que de repente dejábamos de ver. Como la cantidad de reos en la clínica era mínima y el ambiente era más tranquilo, por seguridad y tranquilidad de papá, mi mamá y el abogado consiguieron convencer al médico de la clínica para que le diagnosticaran hipertensión y así pudiera esperar su condena ahí.
La celda de papá tenía una cama individual en la que los domingos nos sentábamos como podíamos mi mamá, Humberto, Hector y yo. Papá acercaba una silla enseguida de la cama. También tenía una tele donde vimos La vida es bella, El hombre de la máscara de hierro, La tormenta perfecta, etc. Tal vez esas fueron las últimas películas que vimos todos juntos. Había una mesita donde después de ver películas jugábamos cartas y dominó.
En la cárcel habíamos hecho algunos amigos a través de la cerca que separaba a la clínica. Uno de ellos era Roberto, un sinaloense que estaba en la cárcel porque lo habían detenido con unos cuantos kilos de marihuana. Roberto no tenía familia en Ensenada y tenía que tocar la guitarra para ganarse unos cuantos pesos. A veces el dinero lo usaba para encargarnos cuerdas.
—Roberto, ¿se sabe la canción de «Las uvas», de Chalino? —le preguntaba Humberto.
—¿Qué pues, plebe? —respondía, como ofendido, pues cómo un sinaloense no se iba a saber esa canción.
Roberto se acomodaba, afinaba la guitarra y se ladeaba el sombrero como Chalino Sánchez antes de empezar a cantar. Cantaba «Nieves de enero» y «La Yaquesita».
Otro de nuestros amigos era el Pajarito. El Pajarito era residente de la clínica, bolero y boxeador. Y, aunque tenía su propio cuarto como todos en la clínica, prefería dormir en un closet que estaba empotrado en la pared, donde solamente cabía acostado. El pajarito boleaba nuestros zapatos y nos contaba de sus peleas. Mis hermanos y yo lo veíamos cuando hacía sombra. Empezó a actuar de un modo extraño. Un fin de semana decidió que él era mi padrino y quería que yo saliera a platicar con él. Les decía a mis papás que él me quería mucho, y un domingo se despidió besándome la mejilla. Ahora me tenía que esconder de él.
*
Papá se levantó enojado a las dos de la mañana porque las enfermeras lo despertaron para darle los medicamentos que debía tomar a esa hora. Me pidió agua y que le recortara el bigote. Me preguntó por Flor y Emma, mi esposa e hija.
—¿Dónde están?
—No vinieron, se quedaron en Houston. Flor tiene cita con el ginecólogo en la semana.
—¿Cuántos meses tiene ya?
—Cinco meses.
—¿Ya mero para conocer a Luisa, verdad? Bueno, me voy a dormir otro ratito.
—Sí, papá, descansa.
Esa noche no pude dormir, estaba cansado pero no lograba conciliar el sueño. Mi mamá me reveló. Me fui a su casa a tratar de descansar, pero no dejé de pensar en Ensenada.
*
Un año después papá seguía en la cárcel y mi mamá viajaba a Mexicali, Tijuana y la Ciudad de México para tratar de hablar con abogados, magistrados y jueces. Mamá decidió que estaríamos más seguros con mis abuelos y en Navidad mis hermanos y yo nos mudamos a Delicias. Nunca habíamos pasado Navidad sin mis papás.
Entré a una nueva primaria e hice amigos rápido, no estaba tan solo. Aunque eran buenos amigos, nunca les platiqué por qué estábamos en Delicias. Mamá dijo que había personas que me podían molestar. Mis compañeros querían parecer rudos. Yo sólo quería tener una familia completa, estar en Ensenada, no importaba que fuera en la cárcel. Una niña me preguntó si no tenía mamá y las mamás de mis amigos me preguntaban por mis papás. No entendía por qué si mi papá había detenido el tráiler él estaba en la cárcel. A veces pensaba que estaba involucrado.
Una mañana, mientras nosotros estábamos en Delicias y mamá en Ensenada, sola en casa, la despertó un ruido extraño, un traqueteo. En ese tiempo, dormía con el revólver de papá bajo la almohada. Lo tomó y salió del cuarto a encarar ese ruido. Desde el pasillo podía ver la entrada, no se veía nada extraño, afinó el oído, el traqueteo venía de abajo, bajó las escaleras, el traqueteo seguía, el sensor de movimiento de la alarma se activó. Corrió la cortina de la ventana que daba al pasillo del patio y ahí estaba un hombre en cuclillas tratando de forzar la ventana. Mamá lo encañonó y le gritó: “¿Qué quieres?”. El hombre siguió en cuclillas, agachó la mirada y negó con la cabeza; así se quedaron los dos hasta que sonó la alarma. El hombre se levantó y brincó la barda. Mamá salió a la calle a tratar de encontrarlo.
Mi mamá se llama Guillermina, y aunque su nombre es poco común, en la calle de la casa donde ella vivió de pequeña había cinco mujeres con el mismo nombre. Estaban las Guillerminas Garcia, madre e hija, y las Guillermina Chavez, mi abuela y mi mamá. Siempre me ha parecido un nombre que no es para niñas y que el nombre se les entrega cuando son señoras, después de haber pasado una prueba, una clase de ceremonia. Imagino que se lo entregaron después de ahuyentar a ese hombre.
*
Cuando a papá le subió la presión, lo trasladaron de la cárcel a un hospital. Después de atenderlo, decidieron que estuviera en observación un par de días. Mi mamá tenía un plan de escape. Le preparó una maleta con ropa, su visa y dinero. En la clínica sólo había un oficial en la entrada y otro afuera del cuarto. El cuarto de papá tenía una ventana sin reja. Mi mamá había persuadido al oficial que estaba fuera del cuarto para que le permitiera cerrar la puerta y tener más privacidad.
—Humberto, te traje tu visa, ten las llaves de la Explorer, vete a San Diego —le susurró mamá, pensando que el guardia podía escucharlos.
— No, Guille, no voy a huir como un delincuente.
—Por favor, Humberto, pélate y seguimos peleando el caso estando tú lejos.
—Guille, yo soy inocente y voy a salir por la puerta que entré. Todo el caso es una pendejada y voy a salir.
Mamá nos contó esto cuando fue a visitarnos una semana a Delicias. Nunca más volví a pensar que mi papá fuera culpable.
*
Mamá no aguanto más sin estar con nosotros, al terminar el año escolar regresamos a Ensenada. Yo estaba feliz de volver, de ver a papá. De lunes a viernes le llevábamos comidas y lo veíamos por el locutorio, a través de un vidrio grueso, como en las películas, salvo que no había teléfonos, en el vidrio había orificios por donde entraban y salían nuestras palabras. Al despedirnos poníamos la mano en el vidrio y papá la ponía del otro lado.
*
Al tercer día de estar en el hospital papá ya estaba harto, ni descansaba ni mejoraba. El hospital estaba en remodelación, había martillazos incesantes e innecesarios, apretones al gatillo del taladro, cincelazos. Y por las noches, el chacoteo de las enfermeras.
El doctor lo revisaba por las mañanas antes de que yo me fuera a descansar. Decía que lo veía bien y que, si queríamos, ya lo podía dar de alta.
Un día después de la revisión, salí con él al pasillo. Quería que me dijera algo diferente, pues yo lo veía muy enfermo y sentía que no nos decía la verdad.
—Oiga, doctor, ¿cómo ve a mi papa?
—Bien, bien. Tenemos que darle tiempo a que actúe el medicamento.
—Oiga, pero la próxima semana le toca la quimio, ¿cree que se la tengamos que poner?
—Sí, debe continuar con el tratamiento.
—Pero le han estado pegando muy fuerte.
—Como le digo, tenemos que darle tiempo a que actúe el medicamento.
Seguí con la incertidumbre, no le encontraba sentido a las palabras del doctor.
*
A papá le suspendieron el sueldo y después lo dieron de baja. Mamá empezó a vender cochinita pibil. Humberto y Hector lavaban carros los fines de semana. Yo me hice monaguillo.
Mamá había ido a varias iglesias y así conoció a las madres de la Orden de las Adoratrices Perpetuas del Santísimo Sacramento. Mamá les ayudaba a vender pan y yo les ayudaba como monaguillo. Aprendí rápido, me ponía una túnica roja y otra blanca más corta encima, mi mamá decía que parecía santo de estampa. Me gustaba ser monaguillo y el olor del incienso. El incensario me hacía sentirme poderoso, como si trajera un mangual medieval que agitaba por todos lados para llenar de olor la capilla. En esa iglesia tienen al santísimo sacramento expuesto, porque las madres, como su nombre lo dice, “perpetuas”, siempre están en oración, o al menos hay una madre en la capilla adorándolo. Aprovechaba para pedirle a Dios que sacara a mi papá de la cárcel.
*
En el 2000, Vicente Fox se convirtió en presidente del país y estaba de gira. Mi mamá escuchó que iba a estar en Tijuana, en el Hotel Camino Real. Consiguió hablar con uno de los agentes del estado mayor presidencial, el agente Aboites, que la dejó entrar al hotel. Ya adentro, siguió a la multitud para localizar a Fox. Afuera de un salón del hotel estaba la prensa y unos políticos locales, empresarios, y mi mamá, esperando a que saliera Fox. Durante la espera una señora le preguntó a mi mamá a qué venía y le contó el problema de papá, en ese instante salió Fox y tras él Martha Sahagún. La señora le dijo:
—Mire, mejor intente hablar con Martha.
Martha estaba platicando con políticos locales y mamá se le acercó por un lado.
—¿Me permite un momento?
Martha se excusó con quienes hablaba y llevó a mamá a un salón vacío.
—¿En qué te puedo ayudar?
Mamá le contó el problema de papá. Martha la escuchó.
Martha le dio su número de teléfono, que en realidad era el número de teléfono de su asistente, y mamá le entregó la carta en la que le explicaba el caso a detalle.
Días después mamá llamó al número de teléfono que le habían dado y contestó la asistente de Martha.
—Bueno, señora, ya leí la carta. ¿Qué es lo que quiere que hagamos?
—Que algún magistrado revise el caso, que no le den carpetazo y que todo se haga conforme a derecho.
Así fue. Se revisó el caso y meses después papá salió libre un domingo que sólo mi mamá y hermanos fueron a visitarlo. Me quedé en casa, esperando a que llegaran. Escuché que abrieron la puerta y mi mamá me gritó. Salí de mi cuarto, en el segundo piso y lo vi, ahí estaba mi papá. No lo podía creer. Baje rápido, brinqué los escalones y lo abracé sin decir nada, no me salieron palabras, solo lágrimas. Así estuvimos un ratito.
Esa noche festejamos, llegaron amigos de papá, el abogado y su esposa. Papá le pidió a mamá que pidiera algo de comer, unas pizzas, aunque en ese punto ya no teníamos nada de dinero, estábamos con el puro vuelito.
Terminamos el año escolar en Ensenada y nos fuimos a Delicias, ahora sí todos juntos. De nuevo a la primaria en Delicias, mi último año de primaria. De la graduación recuerdo el ridículo bailable: todos los años los graduados bailaban «Tiempo de vals» de Chayanne, pero nosotros bailamos tango. Saliendo de la graduación lloré, no sé por qué. Para consolarme, mi papá me regaló una servilleta en la que escribió: “No tengo todo lo que quiero, pero tengo todo lo que quiero.”
Papá regresó a la policía, no le importó que la corporación le hubiera dado la espalda. Empezó a trabajar en otros estados, nos veía sólo en vacaciones. Dábamos por hecho que volveríamos a estar juntos.
*
Trasladamos a papá a casa en una ambulancia, no se podía parar, ni siquiera sentarse. Sólo quería estar en su cuarto, a oscuras y en silencio. Cuando me despedí de él, me dijo “Te amo”. Siempre me decía “Te quiero mucho”, pero esta vez fue un “Te amo” y también “Suerte con Luisa”. Le di un abrazo, el peor abrazo que he dado en mi vida: no pude pasar mis brazos por su espalda porque no se podía levantar y él no me pudo abrazar porque no tenía fuerzas. Me di la media vuelta y no lo volví a ver. Murió diez días después.
José Luis Hernández (Chihuahua, 1989) es ingeniero civil por la Universidad de Texas en El Paso y registrado como Ingeniero Profesional en la Junta de Ingenieros y Topógrafos de Texas. Se considera un nómada, pues en la última década no ha vivido más de tres años en la misma ciudad. Ha participado en tres talleres organizados por El Septentrión.
Descarga el PDF de La historia de mi vida en el siguiente link:
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