Marco lo niega

 

 

por Aída Q. Vivanco

 

Falta un mes para casarnos y Marco acaba de llegar del trabajo con un chupetón asqueroso en el cuello. Quizá lo intentó ocultar pero lo veo, es un chupetón. Mi padre está aquí, vino a instalarnos el gas y la estufa. No puedo dejar de ver ese rastro. Si yo lo veo, mi padre también. Debe de estar pensando que yo se lo hice. Eso no es mío, pa, no hago esas cosas aunque ahora pienses que sí. Si reclamo metemos a mi padre en el lío. Me aguanto. Pinche Marco, qué hiciste, con quién. Ayudo a mi padre en la cocina. Marco va al baño y solo puedo pensar en esa mancha amorfa, parecida al hongo de una verdura podrida, color sangría en el centro y difuminada en las orillas. Si pasara el dedo se sentirían los bordes como cuando se quema la piel. Sigue brilloso, aún tiene restos de saliva. No quiero volver a besar ese cuello. 

   Recapitulo los hechos: anoche me dejó tarde en mi casa y se fue a dormir; tuvo que ser ahorita, esta mañana. ¿Pero quién?, su compañera Stephy es tierna pero gordita. Su jefa, ni hablar. No se me ocurre nadie, ni cómo. Mi padre me pide el zacate con espuma, moja el tubo de aluminio, corrobora que no haya fugas. Ya quedó. Apúrate, pa, que quiero reventar. Mi padre va al baño, falta cambiar la regadera. Nos falta un tornillo, Marco va a conseguirlo. Mi padre y yo somos unos estúpidos: fuimos temprano a conseguir el tanque a La Raza, a comprar el gas, a la ferretería y al mercado en la Guerrero. Cargamos el pinche tanque pesado tres pisos arriba mientras Marco se besaba con alguien. Alguien que le rompió los tejidos y le chupó la sangre. Pudo morir como un joven de Iztapalapa que convulsionó por el chupetón que le hizo su novia (me impactó la noticia cuando la leí hace unos años). Marco regresa. Pregunto por el estado de la tubería como si supiera, como si me interesara. Mi padre nos pide subir a la azotea para cerrar la llave del agua. Subimos los dos. 

—¿Es un chupetón?

—Sí  —Se ríe estúpidamente. 

—No manches, Marco.

—No, tranquila, es una tontería. Ahorita te cuento.

  Bajamos. Con quién, en dónde, por qué, ¿la conozco?, ¿es nueva?, ¿fue de hoy o lleva rato?  Quisiera echarle un bote de alcohol en el cuello para desinfectalo. Pa, por favor ya vete. Sí, sí, guardaremos la tubería vieja para cuando dejemos el departamento. Sí, sí, nos vemos el domingo. Adiós. 

  Ahora que puedo reventar pienso que no sería justo. Engañé a Marco tiempo atrás y él resolvió perdonarme. Aunque nos hemos engañado más de una vez siempre lo hemos confesado todo y cuando nos comprometimos, hace un año, acordamos que no habría más traiciones. No creí volver a hacer estas preguntas. 

—¿La conozco?

—No, pero te he hablado de ella. Fue Jessica, la de mi trabajo. 

—¿Jessica? ¿La súper nalgona?

—Sí.

  Jessica es cinco años menor que yo y tiene el mejor trasero de todos en su trabajo, diario hace cuatro horas de gym y no solo tiene unas enormes nalgas, también tiene las piernas tonificadas y una cinturita. Siempre usa leggings en la oficina, y, no, nadie le dice nada porque es hermoso verla caminar por los pasillos. Marco dice que su cara no es linda porque se rasura las cejas y se las pinta. Es de Neza, del barrio, canta las palabras. Su foto de perfil en WhatsApp es una selfie en el baño. No se ve su cara, solo de la boca para abajo. Lleva top beige y unos shorts azul marino, tiene pocas bubis pero se le ven tremendos salchichones de piernas. En la foto, se alcanza a ver un tatuaje de búho arriba de la rodilla. También lleva otro en el pecho, un angelito bebé con una frase: “No pude abrazarte pero te llevo en mi corazón”. Jessica perdió un hijo a los dieciocho, murió antes de nacer. Ella se lo contó a Marco.

  No sospechaba de Jessica porque va en la mañana y Marco en la tarde, a veces se ven en el cambio de turno. Él me había contado de su cuerpo alucinante pero también de sus cejas rasuradas; no creí que fuera una amenaza. 

  Marco sugiere que salgamos. Caminamos por los pasillos de Tlatelolco y lo niega: él no besó a Jessica.

   En el piso 17 de la torre Diamante en Insurgentes Sur, Marco atiende a un cliente que no sabe cómo retirar su inversión, hunde los ojos en la pantalla y teclea el procedimiento. Una sanguijuela llega por detrás, y sin advertir ni hacer ruido, lo toma del cuello y comienza a succionarlo. Le absorbe el sudor, la piel, la sangre y la fidelidad. Todo en un segundo. 

—Es increíble que no hayas reaccionado mejor, ¿por qué no te quitaste cuando la sentiste encima?  

  A Marco no le alcanza el tiempo ni para mirarla pero puede olerla: está borracha. Cuando lo suelta, ella comienza a reírse y se sienta en una silla. Tiene la cara sudada y sucia, al igual que sus rodillas. Lleva una minifalda de mezclilla, blusa de tirantes y tenis gigantescos marca Fila. Parece una Bratz. Él se ríe estúpidamente, como cuando está nervioso, y regresa la cara a la computadora para seguir atendiendo al cliente. Un compañero gay que vio el abuso se ríe y le dice a Jessica, casi gritando, que se calme. Ella regresa a su lugar y se queja de la cruda. Media hora después Marco apaga su computadora, se despide y Jessica se ríe al verlo: “Me pasé, me pasé”. Marco no se da cuenta del chupetón hasta que se mira en el reflejo del metrobús. 

  Aunque fuera cierta esta historia algo lo detonó. Seguro ya se besaron en el comedor, en algún pasillo o en el elevador. Espero que al menos Marco le haya agarrado las nalgas y se las haya apretujado como todos quisieran hacerlo, que las manos ni le hayan alcanzado para abarcarlas todas. Marco, si me dices que eso pasó, te prometo que no me enojo.

—Quiero que Jessica sepa que lo vi —le digo—, que por supuesto me enojé y te grité, dile que casi se cancela la boda y que iré a tu trabajo para confrontarla. 

  Terminaría perdiendo. Seguro Jessica sabe pelear mejor que yo, no quiero meterme con ella aunque se metió con lo mío. 

  La próxima semana se va a reír de mí y le va a decir a Marco que no se preocupe, que luego le hace otro en donde no se vea. 

  Canija, me gusta tu picardía. 

Fotografía de Mayra Marruenda (@maaymarr)

Aída Q. Vivanco (Ciudad de México, 1993) estudió periodismo en la Septién García, ha trabajado como reportera en diversos medios digitales y como community manager en ONGs. Le gusta transitar la calle, el teatro y la narrativa audiovisual. Ha participado en talleres de crónica urbana, periodismo performático, ensayo y narrativa, estos dos últimos en El Septentrión.

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