por Denise Re
Estoy en mi estrecha cocina. Como en muchas otras tardes, leo y tomo notas para mi tesis de doctorado. Súbitamente, silencio; ya no escucho a los vecinos ni los ruidos del pasillo. La cocina se disuelve. Sigo allí pero no me puedo mover. Mi cuerpo deja de obedecerme, pero al tener un cuaderno enfrente mi mano reacciona. Cierro los ojos y en esa oscuridad aparece un punto de luz. Se acerca y agranda. Veo una ciudad: un conglomerado de cristales como de sal de roca, ángulos agudos, cada cara de los cristales es simétrica, translúcida. Aunque la imagen no proviene de mí, la sigo y las palabras se forman: ciudad, origen, significado.
Estoy en mi cocina, nada ha cambiado.
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Durante mi niñez, vivimos en la Ciudad de México y algunos domingos, las mujeres de mi familia, hermanas, hijas y nietas, nos reuníamos para que mi abuelita recibiera un mensaje de mi bisabuelo Alfredo, que había muerto hacía treinta años. Mi abuelita cerraba los ojos y mi mamá ponía una hoja en blanco enfrente de ella. Sin perturbarla, mi mamá colocaba la pluma en su mano y la ubicaba al inicio del papel. Todas conteníamos la respiración, poco a poco recibia el mensaje; las palabras eran temblorosas y luego más firmes. Ella, agotada, soltaba la pluma, y mi mamá esperaba hasta que mi abuelita abriera los ojos, brillantes. Con la mirada, mi abuelita le decía que ya podía leer el mensaje.
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Visito a mi abuela.
—Siéntate, te veo alterada, ¿te pasa algo? —me dice.
Saca del refrigerador una caja de plástico con la manzanilla y las hojas de na ranjo frescas, pone a hervir agua, un hábito de cada tarde. La taza blanca gran de de la anfora y el líquido amarillo y el aroma me tranquili zan. Le cuento con detalle lo que vi en la cocina.
—Tu abuelo te apoyará; vamos a beber el té, que se enfría.
Me cuenta que se siente cansada, que recibir mensajes la agota. En dos meses le van a operar de los ojos, tiene cataratas. Me dice que es tiempo de que la revele.
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Fui a Baton Rouge, Luisiana, a estudiar un doctorado sobre el cangrejo del río. El gobierno mexicano promovía estudiar en el extranjero mediante un sistema de becas, no te decían cuándo llegaría la beca, pero sí que aparecería, así que ahorré vendiendo pasteles. Renté un dormitorio en el campus. Al despertar leía un capítulo y oraba con el único libro que tenía, El libro de oro de Saint Germain, luego me bañaba en un baño comunal, salía a desayunar a las siete en punto en la cafetería y después a una granja en la que daba de comer a cangrejos de río. Por las noches, me asomaba por la ventana a ver los robles que rodeaban mi edificio y la lluvia que todo lo tocaba.
Los fines de semana la cafetería no abría y el campus quedaba solo. El silencio era enorme. Salía de la universidad, recorría las banquetas desiertas y veía otro Baton Rouge: las casas de madera de jardineros, guardias y mozos, la mayoría trabajadores de la misma universidad, casas con sillas y sillones desvencijados, colocados en los porches para sentir el fresco en un clima húmedo, y, bor deando la ciudad, ciprés de los pantanos, algunos de más de ochocientos años.
Ya habían pasado nueve meses, y no tenía noticias de la beca que me habían prometido. Mis ahorros casi se acababan. Me costó reconocer que ya no podía seguir y me refugié en la meditación: imaginaba que giraba en mi cama, como si despegara, para luego elevarme por el techo y ver los árboles milenarios. Iba a extrañar la lluvia que caía como una gran regadera.
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Mi mamá sufrió de reumatismo degenerativo y se tuvo que pensionar. Durante su convalecencia estudió y práctico las leyes metafísicas que conocía desde pequeña y empezó a dar clases a sus amigas en su casa. Las clases estaban llenas de preguntas: ¿existe un destino?, ¿hay un bien y un mal?, ¿cómo funciona la reencarnación?, ¿por qué los colores son tan importantes en la metafísica?, ¿qué quiere decir “como es arriba es abajo”?, ¿cómo aplicar las leyes de la metafísica a mi vida diaria?, ¿qué pasa si las conozco y no las sigo? Los sillones de la sala siempre estaban ocupados y yo me iba a un banco y tomaba notas de las preguntas de los asistentes. Al igual que mi abuela cuando yo de niña la veía, aprendí a replegarme como un espectador que no interfiere, a cerrar los ojos para ver los mensajes. No me desconectaba y escribía con soltura. Recibía el mensaje sin juzgarlo, sin controlar el resultado.
Después de algunas clases tuve más claro quién era el que me transmitía la información.
Era el maestro Asael. Me contó que provenía de una de las estrellas de las Plé yades, parte de una quinta dimensión. Dijo que nos quería ayudar y que la mejor forma de hacerlo era a través de grupos de estudio y meditación, así el conocimiento tendría un efecto multiplicativo. Empecé a tener experiencias visuales en las que me transportaba a otro plano. Como la siguiente que escribí en una de las sesiones:
Estoy en un camino pedregoso y relativamente estrecho, la montaña está a mi lado izquierdo y mi caminar es pausado, tranquilo. El maestro Asael me señala las diversas laderas y las zonas bajas que se ven desde allí. Me comenta que hay muchas maneras de llegar y muchos puntos de vista. Por eso debemos respetar las ideas de todos. Sigo subiendo y ahora veo el mar, veo el oleaje y cómo las olas se forman creando un patrón a la vista, azules distintos se unen dando la impresión de armonía.
No había una despedida, lentamente la comunicación cesaba. En otros momentos, el maestro Asael me dictaba desde su voz suave: Los caminantes de la vida cargan una bolsa que no es más que la energía que no han podido disipar. El desprendimiento que aligerará su paso es el hecho sencillo de comprender a otros, un espontáneo deseo y auténtico instrumento del perdón. Una simple palabra que ha perdido significado. Es posible renovarla, al liberarse de la bolsa. Este peso ha sido cargado por tanto tiempo que algunos no sabrían reconocerlo, lo consideran parte de sí mismos, y otros creen que sería un proceso doloroso. Los invito a probar la ligereza, con ojos brillantes y confiados mirarán a los que los rodean. Sí, hijos míos, estudiantes y caminantes en el amor.
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En 1992 me invitaron a una clase de tai chi. Olvidé la fecha y me incorporé en la segunda sesión. El maestro era un joven estadounidense de ascendencia japonesa, se llamaba Taro. Era reservado y no hablaba español. Un fin de semana, no encontró hotel donde quedarse. Mi mamá y yo lo invitamos a que se quedara en la casa. Cuando llegó bajé a recibirlo y le ofrecí una toalla por si quería bañarse. Sin querer toqué sus manos y recordé que un mes antes, en un viaje para tomar un curso en Texas, había sentido una presencia muy cerca. Él tomó la toalla y me preguntó:
—Do you know that we have met before?
Vi su cara, oriental, los ojos rasgados y obscuros, el pelo lacio y negro. ¿Sería él la presencia que había sentido? Me mostró videos de él haciendo artes marcia les, cómo se agachaba y tomaba una lanza, luego brincaba y dominaba todo el círculo que era el escenario. Vi el video diez veces.
Un día vino con una maleta y, al poco tiempo, rentamos una casa. Me habló del feng shui, una creencia china para armonizar el espacio, a cada cosa o ac ción le daba un significado especial, yo sentía que todo era único. Pintamos todos los pisos e hicimos un cuarto para trabajar juntos. Pusimos un altar con sus maestros chinos, todo olía a incienso, me sentí como nunca. Yo seguía sus ideas y costumbres, como quitarse los zapatos antes de entrar a la casa, dibujar mejoras de la casa. En nuestro cuarto veíamos el amanecer de frente. Empezó a dar clases y masajes. Yo cocinaba comida china y japonesa.
Una mañana, Taro se sentó en la cama y me contó una pesadilla: él y yo en un incendio, era otra vida, en China, y todo se había quemado. Como si el relato de su sueño fuera su manera de prepararme para el golpe, dijo:
—The dream is over, I will return to L.A. I am sorry.
Sus tres hijos lo esperaban en Los Ángeles.
Un año después Taro volvió a Ensenada, me pidió perdón y me dijo:
—I never left you, I am always with you.
Me había tomado muchos meses salir de la depresión y guardé silencio, no dije lo que sentía. Estaba en el patio cuando lo vi aparecer. Lo abracé y respiré, como si hubiera contenido el aire por mucho tiempo. Me dijo:
—I am not going to stay here, I only need a big favor.
Me preguntó si podría hacer sesiones de mediumnidad privadas en mi casa. No me pude negar, asumí una dignidad ficticia. No entendí a qué se refería, hasta que llegó con un muchacho alto y atractivo de Tijuana, Eduardo. Eduardo tenía una actitud confiada y sonreía a cada palabra, era bilingüe y no perdía la oportunidad de expresarse en ambos idiomas. Me comentó que era el segundo estudiante en hacer contacto con un maestro llamado Chi. Eduardo era un médium.
—Estas sesiones son canalizadas y el maestro Chi habla a través de mí —me explicó—, yo puedo estar constantemente canalizándolo. Es el cielo en la Tierra. Todas las preguntas las podemos contestar. Si invitas a tus estudiantes de metafísica se beneficiarán.
Eduardo y Taro me preguntaron si podía encontrar un lugar en Ensenada para hablar de una profecía e invitar a mis conocidos. En la presentación ha blaron de la aparición de un búfalo blanco, una leyenda de los sioux, en el que una mujer iba a volver para acabar con el hambre del mundo. Ellos sabrían cuándo llegaría. También prometieron responder a cualquier pregunta de las vidas pasadas de los que fueran a sus sesiones personalizadas. Asistieron muchas personas. Cada quince días venían. No me pareció raro, yo daba clases en mi casa, tenía una estancia amplia, sin muebles, austera y un patio trasero para las clases de tai chi. Pero yo no cobraba, consideraba que las clases servían a mi desarrollo espiritual.
Las sesiones atrajeron a gente de todo Baja California, todos querían saber algo de sus vidas pasadas, sus orígenes y linaje. El maestro Chi a través de Eduardo adjudicaba apodos y buscaba crear una relación de tareas y propó sitos. Taro y Eduardo me avisaban cuándo iban a venir y yo pasaba la voz y les preparaba una agenda. Creaban una relación que hacía que incluso si no cumplían, les llamaban la atención; curiosamente, esto creaba más interés y cierta obligación. Muchos recibieron nombres especiales y el maestro Chi se refería a ellos así.
En una de las sesiones, Eduardo nos contó una historia sobre una flor de loto que brota de la tierra, un regalo para la humanidad. Anunció que tendríamos la visita de una presencia en algunas semanas, sin dar mayo rexplicación. Se nos pidió a todas las mujeres que por veintiún días nos desintoxicáramos: no comer carne, meditar a diario y dejar de hablar un día completo. Se llevaría a cabo una ceremonia donde todos los hombres y mujeres deberíamos vestir de blanco. Antes del evento, tuve una sensación que empezó en la nuca y la espalda, era una energía en expansión, alguien rodeándome.
Llegó el día, todos habíamos cumplido con los requisitos y nos sentíamos privilegiados. Llenamos el lugar de flores. En un instante dejé de ver al grupo y una visión me aisló: un vestido blanco lleno de escarolas. Yo estaba parada en la calle esperando iniciar la ceremonia, de repente me sentí arrastrada y elevada. Eduardo y Taro me dijeron:
—Siéntate, tú la vas a recibir.
Sentada al frente del grupo, una raya horizontal de energía abrió mi garganta y la diosa Quan Yin salió de mi boca. Su energía misericordiosa era una onda que inundaba sus cuerpos y lloraban emocionados, yo dejaba que ella fluye ra, sublimara sus sentimientos y los vertiera en nosotros. Cada uno de ellos decía que no podía dejar de llorar. Me convertí en el canal de Quan Yin, La que escucha el llanto del mundo. Se repitió lo mismo con otros grupos de San Diego, Ensenada y Mexicali. Se unían para asistir a estas presentaciones que involucraban flores, ofrendas de frutas, comida y rezos. Hubo personas que me decían que días previos a las canalizaciones parecía haber cambios en mi cara, adquiría rasgos orientales.
Sin embargo, no pude dar el siguiente paso, convertirme en una médium de eventos públicos, el plan de Taro y Eduardo. Me molestaba tener que cobrar. Para mí era enfrentar algo ajeno. Taro y Eduardo me amenazaron:
—Si no continúas con el plan, esto será un desastre, ¡dejarás de canalizar a la diosa!
Aunque la fractura con Taro y Eduardo fue definitiva, canalicé a Quan Yin tres veces más.
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Al final de la última sesión que recibí el mensaje de Quan Yin, una amiga me contó que desde hace varios años tenía guardada en su casa una estatua de una diosa china. Su hermano era coleccionista y en un viaje a Asia la compró y la trajo en barco. Cuando me invitó a verla y vio la cara que puse me la regaló. Era Quan Yin. Es una estatua de madera de casi mi estatura, toda dorada y con algunas partes rojas y azules. Su cara es alargada, de pómulos marcados y tiene el pelo recogido, ve hacia enfrente. Más que china parece hindú. Un pantalón le envuelve las piernas y en la mano izquierda sujeta una esfera. Veinte años después, aún la conservo, está en un salón desocupado y vacío excepto la esquina donde está ella. A veces, cuando despierto y aún no hay ningún rayo de luz, bajo y la veo.
Ana Denise Re es originaria de la Ciudad de México. Se dirigió a Baja California para estudiar oceanología, y posteriormente ecología marina, nutrición, fisiología y educación. Es investigadora, profesora y terapeuta desde hace treinta y seis años.
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