por Jair Arias
Todas las mañanas una nariz húmeda y fría me olfatea el rostro. Polo. Cuatro patas, negro, peludo, un perro adorable e intimidante por su gran tamaño. Tiene un ojo azul y otro café, me recuerda a Marilyn Manson.
Me asomo desde la ventana y el vecino de la casa de enfrente está arreglando su carro, un vocho negro tuneado. Ahora que lo pienso, ya tiene muchos meses así y usa una Harley Davidson con rayaduras, raspones en la pintura y un parche en la llanta delantera. En las mañanas bebe una taza de café y, en las tardes, a veces una Tecate roja.
Y ahí estamos Polo y yo asomados por la ventana. Me causa gracia imaginar dos cabecillas en un segundo piso viendo hacia la calle, como personajes de película cómica gringa, de esas en las que el protagonista va tarde al trabajo, le da un beso a su esposa y solo le da un sorbo a un vaso con jugo de naranja, dejando todo un desayuno continental en la mesa.
El soundtrack en la cuadra es elegido por el vecino, de una canción norteña a una de rock en español, tipo Caifanes.
Para ir a la tienda de Don Carmelo me pongo mi chaleco favorito, negro con alas blancas bordadas en la espalda. Cierro la puerta, y nos saludamos el vecino y yo, con una mirada y una sonrisa sin mostrar los dientes, ni siquiera conocemos nuestros nombres.
Se escucha en mis audífonos un verso de Metrika, similar a la punta de una alfiler, filoso, mientras camino por el vecindario: Siento el calor del infierno como sube y como quema/me quito el sujetador pero nunca la cadena/ que se me marque la cruz cuando me ponga morena.
Bajo una cuesta y al llegar a la esquina está la señora que me ve raro, baja de estatura y falda negra con flores. Tengo la impresión de que usa mousse para que siempre se le vea el cabello como mojado. No le gusta cómo me visto, piensa que formo parte de un culto raro, de esos en donde matan gatos negros en Halloween. Su mirada me dice: no sé bien quién eres, pero sí quién no.
En la tiendita de la esquina, si Don Carmelo no está, me siento solo, rodeado de un estante con Sabritas, un refrigerador lleno de Coca cola y esas gomitas de sandia con chile y chamoy de un peso apiladas en la caja al momento de pagar.
La única compañía en ese momento es el ruido de un ventilador de cuatro aspas, hasta que Don Carmelo sale de su casa y toma el control de su negocio. Don Carmelo espera a que alguien llegue, de seguro no puede ponerse cómodo. ¿Estará viendo la televisión? ¿Qué pensará Don Carmelo antes de abrir la puerta? ¿Pensará que ya es muy tarde para que yo llegue en pijama? Son las 2:00 p.m. ¿Estará triste? Siempre que le pregunto cómo está me dice que bien, no siempre le creo.
Voy de regreso con las tortillas en la mano, sin música, mis audífonos se descargaron, sólo escucho la licuadora del vecino mientras paso por su casa, acabo de pisar un chicle.
—¡Chingado! —grito.
Tallo mi pie en la acera para limpiar mi bota. Arena y piedritas se combinan con un chicle que todavía tiene unos dientes marcados.
Saco las llaves de mi bolsa para abrir la puerta, pero está abierta. Se ve el interior de mi casa desde la banqueta. Todo está, menos Polo.
Grito su nombre por todo el vecindario, todavía siento cómo la bota izquierda se pega en el asfalto. Desesperado, decido volver a casa, nunca quise ser la persona que sube a Instagram la foto de su perro perdido, pero me tocó. ¡Compartan por favor!
El vecino de enfrente siempre está afuera, él pudo haber visto algo.
Por primera vez en tres años, toco la puerta de su casa, cuando abre se ve al fondo una televisión, está viendo La Ley y el Orden. Un olor a incienso de lavanda se hace evidente y sus ojos se abren más cuando me ve, los míos también.
— ¡Hola, buenas tardes! —le digo.
— ¡Buenas, vecino!
— Disculpe… ¿De casualidad no ha visto a un perro negro? Fui a la tienda, regresé y ya no estaba en mi casa — Hago la pregunta como si el vecino no conociera a mi perro, aunque nos ve salir todos los días. No quiero que él sepa que yo sé que él sabe que tengo un perro.
—¿El peludo?—pregunta
— Ese.
—No, no lo he visto, entré a buscar unas herramientas.
Me doy la vuelta, sin saber qué hacer. Escucho el carraspeo del vecino.
—Si quieres te ayudo a buscarlo en la moto, es más rápido encontrarlo.
—Muchas gracias, le digo —¿Qué más puedo hacer? ¿Imprimir fotos de Polo y pegarlas en la calle? No quiero hacerlo todavía, eso significaría no encontrarlo hoy mismo.
Saca del garaje la Harley parchada, solo tiene un casco y me lo da. Nunca había estado tan cerca de él, es más alto que yo, casi del tamaño de la puerta. No es viejo pero tampoco joven, tiene la apariencia de un vampiro latino, pienso, mientras veo el tatuaje de su brazo: “Dueño de nada” en letra cursiva.
—¡Nada más agárrate bien, eh! —me alcanza a decir.
Bajamos la cuesta, Don Carmelo está hablando con unos proveedores.
—Don Carmelo —le digo—, no encuentro a Polo, ¿pasó por aquí?
—No, pero sí escuché una jauría de perros pelearse allá enfrente, no vaya a ser que lo muerdan esos pinches perros callejeros.
El vecino y yo cruzamos miradas.
—Gracias, si lo ve rondando por aquí, por favor, ¡atrápelo!
—Sí, mijo, no te preocupes.
Don Carmelo solo vio mi chaleco con alas alejarse de la tienda, mientras yo abrazaba y me aferraba al torso del vecino para no caerme de la moto. Pasamos por las mismas calles dos o tres veces sin que el ruido de la moto nos permitiera cruzar palabras. Polo no se ve por ningún lado.
Ya en el Boulevard en Playa Hermosa, el aire es frío y se siente bien en el rostro. Está oscureciendo, pero aún se ve el rojo intenso de las banderas en la orilla.
Llegamos a una avenida y una manifestación bloquea el camino. Una multitud de personas grita consignas y levanta pancartas, deteniendo el tráfico. Buscamos la forma de rodear y escapar de ahí, el tiempo corre.
Una figura oscura se desliza a lo lejos en lo que parece ser un lote baldío. Instintivamente, señalo hacia allí. Creo que es Polo. El vecino acelera y le digo que me espere para que si Polo sale corriendo a la calle, él pueda atraparlo.
—Cualquier cosa me echas un grito —me dice.
Me adentro en esa estructura de varillas, el esqueleto de una casa. Se escuchan voces y el tintineo de botellas de vidrio. No está solo.
Prendo la linterna de mi celular y deslumbro a dos hombres entrelazados en una esquina, uno dentro del otro.
Salgo corriendo mientras la linterna le da protagonismo a botellas rotas, jeringas y condones usados. Al salir me doy cuenta de que sí hay un perro negro, acostado en un tapete lleno de tierra que decía “Bienvenidos”. No era Polo.
El vecino se levanta de la moto esperando que diga algo.
—Era otro perro.
—Ya es tarde, mañana podemos seguir buscando —me dice mientras pone su mano en mi hombro.
Reviso si en Instagram tengo alguna noticia, pero nada, solo veo que la foto de Polo se ha compartido muchas veces.
Vamos de regreso al vecindario, solo se escucha el motor. El olor del vecino es muy agradable, no sé si es su aroma natural o su perfume perdiendo fuerza.
Me bajo de la moto, devuelvo el casco y nuestros dedos se rozan brevemente en ese intercambio. Le doy las gracias y me despido.
—Que descanses pues, mañana le seguimos —dice con una sonrisa nerviosa, poniendo sus labios de ladito.
Al querer abrir la puerta, veo a Polo, dormido en la entrada. Abro y corre hacia su cuenco de agua. Con desenfado me ve y jadea, enseñando su lengua rosa, como si no hubiera hecho nada. Sonrió y digo que no con mi cabeza, me quito las botas y me siento en el sillón.
Mañana el vecino y yo conoceremos nuestros nombres. ♠
Imágenes intervenidas por el mismo autor
Jair Arias (1997) es un artista mexicano con raíces tabasqueñas y baja californianas, egresado de la carrera de Artes Plásticas en la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). Su trabajo explora el propio cuerpo y las diversas maneras de habitarlo, a través de la creación de productos visuales multidisciplinarios que emergen de situaciones políticas, personales y sociales. Este enfoque le permite profundizar en el análisis de la imagen como un concepto mutable. De esta manera, surge la necesidad de entender y desmantelar lo cotidiano desde lo cuir, lo ridículo, lo digital, el barrio y el goth. Ha participado como ponente en el Coloquio Internacional Arte Cautivo de la UNAM y forma parte del archivo de arte y género de Baja California. Su obra ha sido expuesta en el Círculo de Artes Plásticas de Coimbra, en Portugal, y ha participado en el Primer Salón de Artes Visuales Elías + Fontes. Actualmente, forma parte de Insite Lab, un laboratorio de producción e investigación gestionado por la revista Insite Art, Practices in the Public Sphere. En ese mismo año, su trabajo fue expuesto en el XLIV Encuentro Nacional de Arte Joven (ENAJ) en la ciudad de Aguascalientes.