Capacidad de acercarse lo más posible a lo que es

 

por Eduardo Galván

 

Capacidad de acercarse
lo más posible a lo que es
Tan sensible que no resiste el maquillaje
y se altera fácilmente con los resfriados,
las comidas y las emociones.
Hoy sigue lloviendo;
una lluvia continua y persistente
que parece que nos lleva
de una mañana a otra.
En nada nos parecemos el rumor de esta
sonrisa y yo.
Sé que algún día darás con estas rocas
cubiertas de líquenes y musgos.
Bajo ellas ahí estoy.
Podía ver, delante de mi muro contencioso,
a una mujer que se abrió camino
de entre los escombros.

 

No para la lluvia débil. La mira caer Karen sobre la playa gris. Ancha la playa, vacía de gente. Adormecida aún por el frío matinal. Fija Karen frente al ventanal, la mira. El agua golpea el cristal; ese sonido mínimo lo escucha Karen dentro de sí misma. Como umbral, el ventanal comunica siempre un mundo apagado: mismo cielo plomo, misma orilla gris y lluvia mansa. Renace a diario esa imagen. No se rinde, no decae desde que Karen llegó a vivir frente a ese mar entumecido.

    Para sacarla de sí, el celular suena. Aviso de mensaje. Muchos avisos. Los mensajes resuenan en la cocina. Se gobierna Karen para atender el aparato. Es la asistente de Altamirano, su marido. Quiere enterarla. Decirle a Karen con mensajes que el marido se le ha muerto. Que es viuda ahora. Que al bajar del avión, Altamirano dijo sentirse mal. Y a las horas, ya en el hotel, se desmayó sin dar tiempo a ser atendido.

    Karen relee. Varias veces relee los mensajes. No es que sienta pesadas las emociones ni que la invadan deseos de soltar un río por los ojos. Pero Karen relee. Repasa para estar segura. Para que ninguna duda le rompa, de pronto, el entendimiento. Y es que su interior es muy dado a eso. A confundir, le dicen las gentes, lo que ve y lo que oye. A Karen la corrigen. Le enderezan la razón, eso le dicen. Por eso repasa. Por eso relee. Para llegar a clarear lo que le sucede dentro.

Altamirano, su esposo, dijo sentirse mal al bajar del avión. No dio tiempo de hacer lo que fuera. De
verdad lo siento, señorita Karen.
dijo sentirse mal.
Su esposo.
No dio tiempo de hacer lo que fuera.
dijo sentirse mal.
Su esposo.
De verdad lo siento.

    Reacciona poco Karen. Teclea respuestas precisas, punzantes. Le agradece a la asistente. Con mensajes le dice que lo que ha pasado lo comprende.

   Incomprensible el bullir dentro de ella. Lo oscuro que revive. Porque mucho tiempo fantaseó Karen con ese momento. Muchos años lo pensó, lo deseó. Que muriera de pronto Altamirano. Ella imaginó un día sin lluvia. Sonaría el teléfono de la casa y algún hombre de su esposo, un guardaespaldas, le diría de corrido y sin esperar respuesta: El señor Altamirano ha muerto, señorita Karen…

   Y hasta hoy llegó ese día. Más de veinte años después. Las palabras las repasa Karen en su mente. Renace aquella sensación. Muy olvidada ya. Difuminada también como la playa por la lluvia.
Regresa hasta el ventanal sosegada. En el plomo del cielo imagina un conejo correr y esconderse entre las nubes más negras. La lluvia lenta sigue y Karen se pregunta si hay otras como Karen. Le decían que había otras. Siempre le decían. Muchachas solas, imagina. Paradas frente a otro ventanal. Mirando caer la lluvia. Y ese conejo en el cielo también, huyendo.

   No era mayor Karen cuando lo conoció. No pensaba aún en los hombres. Ni los miraba. Los escuchaba encerrar en palabras las cosas. Y Altamirano igual. Hablaba distante sobre cosas distantes. Resonaban en su boca un montón de palabras huecas. Pero un día, en una fiesta, Altamirano se acercó y le habló a Karen sobre Karen. Mencionó lo de sus ojos hondos, redondos, enmielados, sombreados por pestañas largas y negras como de árbol. Y Karen escuchó, entendió. Aquello no sonaba hueco. Supo que sus brazos dóciles eran de cuna. Que en ellos al fin descansaría Altamirano. Que podría ir con él a la ciudad de Tijuana, en el borde, a vivir frente a la playa en una casa grande de gran ventanal.

   Sin aceptar ni negarse, estaba muda. En la cabeza de Karen se atoraban las palabras que Altamirano expulsaba por la boca. Eran muchas, y Karen sólo quería contárselo a su madre. Decirle que un hombre la había visto. Alguien por fin había visto sus ojos y sus brazos. Sentía tanto Karen. O no sabía qué sentir primero. No podía definir lo que había sentido primero. Karen recordó que en su madre no hubo sorpresa. Tampoco expresaba alegría. La madre sólo le recordó las pláticas de siempre. Lo que a diario le decía de los hombres. No de todos. Sólo los que eran, de verdad, hombres. Los que podían y movían. Que se disgustaba y quitaban. Hombres como Altamirano. Con los que vives frente a la playa. Lejos del pueblo agrietado y viejo. De ese San Miguel tan vacío.

   Ahora una llamada suena. Retumba el timbre en la estancia. Karen corre a contestar. Es el viejo abogado de Altamirano. Le dice: Ponga atención, Karen. Fíjese bien. Anote rápido. Esa es mi dirección. Mi despacho está en el centro. Sí. Seguro usted conoce bien el área. Aunque no la conozca le será fácil encontrarme. Pocos abogados como yo. Por eso su esposo trataba conmigo. Es una pena su muerte. Era fuerte el viejo. Y listo. Tan listo que previó esto. Y me pidió. Me encargó mucho, señorita Karen, que la citara. Que la trajera a mi despacho a leerle sus designios. La manera en que pensó disponer lo que dejó. Me pidió que fuera lo antes posible a su deceso. Temía que aparecieran inconvenientes. No sé a qué se refería. Así lo dijo él. Inconvenientes. Me encargó dejarle terreno limpio a su esposa, la que fuera. La espero aquí mañana, señorita…

   Karen cuelga. Sigue pensando las calles mencionadas. El área céntrica que mencionó el abogado, Karen la ignora. Se siente tonta. Se siente frágil. Inquieta. Piensa en llamar a su madre. Contarle que por fin enviudó. Pedirle ayuda, consejo. Quizá ella se alegre. Le diga qué hacer. Cómo hacerlo. Qué decirle a los niños. Los niños. No pensó en ellos hasta ahora. Qué decirles. Inventarles sería lo mejor. Al llegar ellos, fingir. Ocultar su sentir. Aunque le sea difícil a Karen. Decirles que el padre está de viaje. Que tardará. Que pronto recibirán su llamada. Luego de ver al abogado. Luego de hablar con su madre. Decidir bien lo que hará. Todo eso piensa Karen.

   Maneja despacio Karen. Bien fijas las manos al volante. Sin música. Mirando poco alrededor, intentando rehacer en su mente las calles. Todo lo que el viejo abogado le dijo. Tal avenida. Tal plaza. En esa esquina, doblar. Pero maneja con el miedo de perderse. De no dar. De nunca encontrar la oficina mentada. Por eso mira poco. Por pensar en otra cosa. Por la costumbre de manejar las mismas calles. Circuitos cortos, vacíos de carros donde sólo la lluvia gobierna. Las pequeñas gotas con pequeños pasos. La lluvia y Karen, solas. Sin poner mucha atención. Avanzando muy lento. Sin sentirse conectada con lo que hace, con lo que vive ¿Cómo que murió Altamirano? ¿Altamirano? ¿El suyo? ¿Su marido? ¿El hombre fuerte que la sostuvo, ese fue el que murió…?

   De un cruce escondido de lado izquierdo, aparece una Jeep Liberty. Karen no la nota. No deja de pensar y de sentir, en bucles. Por eso no ve que la Jeep lleva la ventaja. Por eso no cede el paso. Y para cuando las emociones la sueltan, Karen ya golpeó la camioneta. Un golpe leve, casi sordo, pero ambos carros pierden una luz frontal.

   Sujeta al volante, pasmada, Karen no sabe qué hacer. O no puede hacer nada. De la Liberty baja una mujer, joven, no muy alta. Viste quirúrgico y el cabello hecho cola de caballo. Apresurada se mueve hacia el carro de Karen. No mira el golpe, no le interesa. Ya en la ventanilla le toca el cristal. Dos. Tres toquidos. Al cuarto reacciona Karen. Sale de su petrificación.

   Señora, dígame, ¿está bien? ¿Algo le duele? Fue leve el golpe, lo sé, pero a veces se dan traumatismos internos, trate de no moverse. Sí, me llamo Alejandra, mucho gusto. Sí, es que soy médico, sí, en el Ángeles, justo vengo de ahí, terminé una guardia. Déjeme llamar al seguro ¿En serio, no le duele nada? ¿Y cuál es su nombre? ¿Karen? Qué bueno, me da gusto. Ah, no se preocupe, estas cosas pasan. A veces uno va distraído. Yo entiendo. Menos mal solo fue esto. Muy leve. Sí, un momento. Sí, ¿hola? Necesito que me mandes a un ajustador. No, no necesito ayuda médica, sí, estamos bien las dos. Alejandra Torres, sí, déjame buscar la póliza, la tengo en la guantera, sí, okey, ¿me escuchas? Mira, el número de póliza es quinientos catorce, ochocientos uno, doce mil, sí, Liberty, ajá, dos mil diecinueve. Estamos en el cruce de avenida Del Rocío y De La Grieta, sí, ¿quince minutos? entiendo, bueno, aquí esperamos, no, no estorbamos, son calles solas, sí, muchas gracias, a usted.

  Mira Karen a Alejandra. Le recorre con los ojos, el quirúrgico, el calzado cómodo, la coleta. Oye sus palabras tranquilas. Llenas las palabras. No dice cosas vacías ni lejanas. En las palabras que dice Alejandra está ella toda, para sí, no duda, avanza, pareciera que nada la detiene. Ni Karen chocándola por torpe. Por ir pensando en el despacho del abogado, en Altamirano que ya se pudre, en su mamá, en los niños. Pensando Karen en todo. Menos en lo que vive. Siempre alejada de lo que vive. Suponiendo.

   Ahora vendrá mi esposo. No tarda. Ah, sí, el ajustador también viene, no se preocupe. Sí ¿tiene hijos? ¿dos? Ah, son chicos aún. No, yo aún no soy madre. No me llega el momento para serlo. Pensamos, con mi esposo, intentar lo de los niños en unos tres años. Sí. Para ordenar los trabajos, la vida… usted sabe ¿Él…? Ah, es profesor. Sí. Trabaja cerca, ya no debe tardar…

   Intranquila Karen, piensa en lo del abogado. En la cita que perdió. En los dichosos designios de Altamirano, su esposo. Que ya no vive. No más. Nunca otra manera suya. Ni otro llamado de atención. Ahora que se pudre, que está yéndose lento de este mundo, Karen piensa que ya no tendrá que escuchar sus palabras vacías, todos esos bloques incomprensibles de palabras huecas, sin sentido, que Karen nunca entendió, no los escuchará más.

   El carro que llega saca a Karen de su pensar. Baja un hombre joven. Viste, sencillo, un pantalón negro, holgado y una camisa azul. Lo cubre del frío una chamarra gruesa. Lo ve acercarse Karen. Rodear los carros. Pregunta: ¿Mi amor, cómo estás? ¿Qué fue lo que pasó? ¿Te sientes bien? Le dice a Alejandra que estaba cerca, que comía, que no estaba en clase, que qué bueno que fue un golpecito.

  Karen los ve abrazarse. Se rodean con los brazos y se miran. Hasta ríe Alejandra. En su cara se dibuja el surco de la felicidad. El hombre la besa. Primero en la frente. Después le besa la mejilla, luego la boca. Hondo el beso. Así abrazados. Paran para mirarse y se besan más. Rodeados también por el choque. Por los vidrios rotos de los faros. Se besan.
Aparece el carro del seguro. Baja un hombre bajito, de lentes. No saluda. Camina hacia el golpe. Lo mira lento. Voltea a ver la avenida y la manera del cruce. Un carro, luego el otro. Ya junto a la pareja se presenta. Habla quedito y Karen no logra escuchar, lo ve asentir con la cabeza. Lo ve señalar los carros, manotear en el aire.

   Señora, mire, sin hacer problema: ahí había un alto, y por la posición de los vehículos se ve claro que la señorita llevaba la ventaja, que ya iba a medias, seguro se distrajo usted ¿verdad? Sí, no se preocupe, es un golpecito. Sí, le saldrá barato, hasta eso que no será mucho, mire, llame a su seguro, que vengan para arreglarnos nosotros ¿No sabe de su seguro? Entiendo, búsquelo con calma, ¿no lo traerá en su guantera? Por ahí debe andar el papel, búsque, no se me ponga nerviosa ¿O no es usted la dueña? Ah, su esposo se encarga del seguro, de esas cosas ¿Ah, se encargaba? ¿Ya murió? Ya veo, ya veo, miré, pues fácil: pague usted, sí. Es tanto. Sí, puede pagar con tarjeta, déjeme ir por mi terminal ¿Es crédito o débito? Crédito, okey. Digite su NIP y al verde. Sí, le salió barato, de veras. Y no se preocupe, estas cosas pasan…

   Karen regresa. Maneja de vuelta a su casa. Ya no quiere ver al abogado. Prefiere volver. Retornar por las mismas calles solas, bañadas de lluvia débil. Va lento Karen. No quiere otro choque. Toparse otra vez con otra Alejandra. Otra muchacha joven, inteligente, capaz de hacer y decidir, con un esposo joven que la quiere. No quiere Karen otro choque. Lo que quiere es llegar a su casa. Poder abrazar a sus hijos y llamar a su madre. Pedirle la respuesta, el modo. Que la madre le diga lo que debe hacer. Para que todo quede calmo.

  Debes acallar todo eso que piensas. Siempre te controla lo que piensas, Karen. Siempre sufriendo por tu sentir. Anticipando lo malo. Sospechando de ya el sufrimiento. Y no te das cuenta, hija. Tienes que abrir los ojos. Recupera el sentido. Mírate: ya has ganado. Ya por fin murió tu marido. Te quedarás con todo, Karen. Nadie volverá a decir que nada de lo que tienes no es tuyo. Piensa lo que estuviste esperando. Cada noche sola. Cada cosa que no pudiste. Ahora podrás. Fueron veinte años esperando. Aguardando hasta tenerlo todo. Yo puedo verlo. Tú también debes. Esto es lo que quise para ti, desde el momento en que el viejo Altamirano se acercó a mí preguntándome por ti y yo le dije que eras lo que buscaba. Que eras callada, obediente, servicial, que sabías apoyar al hombre, ser dócil, entregada, que le darías los hijos, la imagen que él buscaba, tú tenías todo eso. Yo le dije que se acercara, que tú cederías. Y al verlos juntos, Karen, sólo pude pensar que moriría y te quedarías con todo. Que era el único modo. La manera de también tener. De que tú tuvieras. Así que entiende. Abre los ojos. Deja ya de pensar y de sentir. Ya vivirás lo que quisiste. Ya por fin vivirás.

    Ya de tarde, Karen otra vez frente al ventanal. Viendo el escurrir de las gotas por el vidrio. El deslizarse y seguir de las gotas. Juntarse con otras para volverse chorro. Viendo Karen esos ríos de gotas, ahora los siente en la cara. Le van bajando por las mejillas. Uno de cada lado. Karen piensa en eso que mencionó su madre. Esas palabras duras que expulsó por la boca. Duras para con Karen. Para con su vida. Duras como el plomo que hay en las nubes. La nublazón que asola la costa. Que no permite ver que allá lejos, muy entrado el mar, todo ese gris cede. Va dejando entrar el sol. Sus rayos. Karen incluso siente que va dejando de llover. ♠

Eduardo Galván (Durango, 1994). Forma parte de las antologías Cuerpos Rotos, de la editorial Bitácora de Vuelos, y de Una noche en el pasado, de la editorial Minificción. Ha colaborado en las revistas Monolito, Errr Magazine, Liebre de Fuego e Hipérbole Frontera.

Déjanos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*