Lutos de Juárez

por Lorel Manzano

Apenas clarea, cesan los quejidos del animal. Amalia se oprime los oídos con ambas manos, clava las yemas de los dedos en las sienes y cierra los ojos. Los abre: los quejidos se le colaron por las orejas y su eco le retumba en la cabeza.
   Cuidando el sueño de su marido, abandona la cama, se viste y camina a la cocina. A tientas prende una vela. Acerca la flama al guacal donde duermen las gallinas. Cacareos perezosos se confunden con el susurro del mezcal cayendo en el tarro. Primero un par de buches para limpiar dientes y lengua, luego un buen trago para revivir la sangre. El adobe gime bajo las garras del animal que no se ha largado. Amalia se aprieta temblorosa el vientre como queriendo callar los quejidos de la noche. Se alisa los cabellos grasientos. Suda. Con semejante frío y suda. Ya amaneció, por qué no te largas, le habla. El animal rasca allá por donde el horno, ahí junto a la ventana, donde cuelgan las barrigas de las ollas negras, aquí junto a la puerta. Las garras se hunden una y otra y otra y otra vez y se mueven e insisten y se afanan en la coyuntura que se forma entre el adobe y la tierra. Las gallinas desperezan sus cacareos al sentir la cercanía del animal, ¿lo huelen? ¿Lo escuchan? ¿Lo recuerdan? Amalia deja de respirar, aguza el oído a ver si Matías perdió el sueño. No: lo sostiene en el respiro. Cuando desatranca la puerta, la madera chirría; las garras callan. Busca al animal alrededor de la casa, por donde baja el camino; desde ahí mira nacer los cerros rojos entre la neblina. Se meterá en el barranco, piensa.
  —Me voy —dice Matías llenando de mezcal la panza del tarro—. Anoche soltaron bala, ¿la oyistes?
   Amalia no hace caso; no levanta la cabeza; observa cómo su sudor se pierde en el nixtamal. Quizá el animal anda herido, quizá sólo lo espantaron, quizá anda muerto y la está buscando.
   Amalia sale corriendo para que su grito alcance los oídos del hombre.
  —¡Me trais cal! ¡La cal! —grita.
   En respuesta lo ve alzar la mano. Rápido se arregla el rebozo, estira las calcetas hasta la rodilla, echa su mejor cuchillo a la canasta. Donde se cruzan los caminos, se encuentra con otras Amalias: mujeres embozadas, con canastas al lomo, un dedo de mezcal zangoloteándose en las barrigas. Hunden sus pies en la tierra roja y se saludan, pero sólo donde no hay odios, y ahí, donde los hay, mejor ni recargar la vista. Van a pelearse las frutas podridas. Mañana habrá más rencor. Amalia no se entiende con las mujeres, además vomita lo podrido.
   Anda monte arriba. De la tierra que se extiende en tonalidades de rojo nacen las nopaleras. Ahí nadie llega. Que las viejas se desgreñen por la fruta podrida, piensa con regocijo, mientras hiere el tallo de un nopal que de pronto babea entre sus manos. Te soñé, dice mirando la canasta repleta. Tú tienes tu bestia mansa, ésa que mete el rabo entre las patas nomás le enseñas el colmillo, escupe Amalia la tierra. Mira el día con ojo intoxicado. ¿Será de rabia? ¿De malquerencia? ¿De celo? La inquietud le enturbia la sangre. Si vini’tes, seguro ya ‘tas en el barranco, le habla al monte, pero lo hace con la seguridad de no estar sola.
    Amalia corta unos lutos de Juárez del rosal. Algunos pétalos, casi negros de tan rojos, caen sobre los nopales cuando hace un atado de rosas. Sube un tramo más de monte. A un lado de la tumba de su difunto encuentra un hoyo recién escarbado. La piel se le eriza. Levanta el rostro olfateando en el viento la orina del macho. Te tardastes, dice encorajinada, seguro andabas con esa perra mansa. Sobre la tumba, pone el atadito de lutos de Juárez. No habla: se le atragantan las palabras. En la tierra siente la cercanía de las heladas. Para ellos los tiempos siempre son duros. Chilla un rato sobre su muerto. Siempre es así. El dolor nunca llega a su fin. La congoja se le junta diario, de un día para otro, por eso sube al monte a vaciarla en la tumba.
   Con una canasta entre las piernas abiertas, Amalia limpia los nopales. Con este maldito frío y suda. ¿Cómo suda sin calor? ¿Estará inquieta? ¿Presiente algo? La flama de la vela brilla en una gota de sudor que corre a la punta de la nariz. En la gota está contenido el cuarto: a su izquierda, la olla sobre el fuego; enfrente, las gallinas sobre el maíz; a un lado, el día que entra por la puerta y poco ilumina de tan nublado. La gota tiembla en la nariz. Al caer, el cuarto desaparece. Tembloroso y oval, regresa en el sudor que cae de a poco. Las espinas de los nopales vuelan, hacen montoncito en el piso. Una de las gallinas hunde su pico entre las espinas, cacarea confusa y cuando pretende alejarse, es asida por el cuello. Amalia tiene los ojos intoxicados de tanto verles el pescuezo, sus comisuras se deshacen en un espumarajo. Zangolotea a la gallina sin hacerle mal, por puro juego. La coloca sobre la mesa, junto a un puño recién echado de maíz. Amalia se hace enana para mirar desde el filo de la mesa el pescuezo estirado, cálido, de la muy rechoncha. Suelta una carcajada. Por primera vez en todo el santo día ríe, ríe con ganas. ¡La gallina le recuerda a la Silvina! Buche enorme, patas flacas, la misma expresión para recibir desgracias que bendiciones, siempre desgreñándose por fruta podrida. ¡Anda, vuela!, exige lo imposible a la rechoncha. Suelta un chillido alebrestando los cacareos. Acaricia la mesa a lo largo de sus orillas sin despegar los ojos del pescuezo. Su sonrisa envuelve a la incrédula que picotea sin cesar. Endiablada juega con las gallinas, las espanta una y otra y otra y otra vez y las acosa e insiste y las burla fingiéndose en un lugar y apareciendo en otro. Amalia se aprieta la vulva y gime, sonriente, ardiendo en celo. Sobre la mesa lame con parsimonia el pescuezo de la gallina bien estirado. Al atrancar la puerta, la madera chirría.

Sobre el piso se tiende la sombra de Matías; su cabeza casi toca los pies de la mujer que manea las tortillas.
—¿Trajistes la cal? —pregunta Amalia y en respuesta escucha un resoplido.
—Mataron al Comandante —dice él tumbándose en la silla.
Amalia echa la tortilla al comal. Al taparse los ojos de tristeza, ensucia de grumitos las pestañas.
—Lo agarraron con su hermano, el menor, ese… ¿cómo se llama? —pregunta Matías.
—Cupertino.
—Ése. Al Cupertino le dieron cinco y mejor se murió el Comandante de dos tiros, uno bien metido en el riñón —dice Matías mirando sus dedos sobre la mesa —. Nos cayó la desgracia.
Frente al hombre, el plato humeante parece suspendido. Detrás del vapor está Amalia llorosa.
—¿Quién lo mató?, ¿jue la bala que oyimos?
Dicen que los tiros se oyeron hasta el otro pueblo, aún más lejos, dicen que la Paula se volvió loca; la agarraban pero nomás aflojaban los brazos, la infeliz corría a azotarse la cabeza en las piedras.
—¿Y las criaturitas? —pregunta Amalia, colocando el plato en la mesa.
—Dicen que la comadre se los llevó luego, pero allí no caben.
—¿Qué pues, pa’ dónde jalar?
—Nos levantamos —Matías se empina un dedo de mezcal —. No hay otra.
—Ya vino la desgracia —susurra la mujer y tristeando se acerca a darle un beso al marido. Rápido se aleja, siente ganas de arrancarse los labios: el sabor del hombre la asquea.
—¿Qué tiene la Rechoncha? —pregunta Matías.
Por encima del comal, la mujer se sonríe de espaldas al marido.
—Ta’ dormidita.
—¿Dormida? ¿Con el ojo pelón? ¿El pescuezo pa’ bajo? —Matías acerca la flama de la vela a la gallina. El pico se abre repetidas veces en silencio —. A ésta ya te la zangolotearon.
—La Rechoncha se me figura a la Silvina y las otras a sus hermanas, igual de pendejas —dice Amalia y Matías suelta tremenda carcajada.
—De veras que los odios no te sueltan —el hombre sonríe —, de veras que se parecen hasta en los buches.
Se miran. Ríen. Apagan las risas con un trago más. Encienden las carcajadas cuando los dedos del mezcal tintinean en las cabezas, entre los dientes.
—Ya nos jodimos —dice Matías y escupe al suelo. Amalia chilla.
   Aún se levanta el olor del pabilo soplado, cuando el animal comienza a olisquear tras la puerta. Amalia siente que la sangre corre turbia. Debajo del cabello se hacen ríos de sudor. El vientre tiembla de tanta noche y las corrientes le anegan las coyunturas, la espalda, los muslos. Se deshace húmeda. Extiende la mano encima de la nariz de Matías. El sueño lo ha atrapado por el respiro. Amalia se desliza entre las cobijas, camina a la cocina dejando un rastro de humedad en el piso. Se lame con parsimonia frente a los ojos atentos de las gallinas. Prende por el cuello a la Rechoncha, la cual agita valientemente sus alitas. Chirría la puerta.
   Mira la noche hundida en un halo blanquizco. En el camino hacia el barranco olfatea la orina reconcentrada del animal. Las patas de la gallina son hilachos que se sacuden de un lado a otro. El macho orina un laurel azul. La gallina cae a unos pasos de él, anda torpemente, embriagada de babas. ¿Es un juego? ¿Un alarde? ¿Una maldad? Horrorizada, la gallina ya ni cacarea, ya sólo agita sus alas en una cárcel de aullidos. Con los ojos intoxicados y el hocico deshecho en un espumarajo, la hembra gruñe al macho mostrándole los colmillos, y se chupa ansiosa la vulva y lo mordisquea al darle alcance. Cuando el macho la quiere montar, lo prende con una astucia de hembra joven. En un alarde de celo, mientras suena la metralla al otro lado de la sierra, esos colmillos atraviesan el pescuezo, dejando ver a la noche un borbotón casi negro de tan rojo.


Estudió la carrera en Lengua y Literatura Modernas Alemanas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Desde 1999 escribe sobre autores de lengua alemana para los suplementos culturales “La Jornada Semanal”, del periódico La Jornada, y “Laberinto”, del periódico Milenio. Ha publicado reseñas, artículos y traducciones en distintas revistas literarias del país. Tradujo La niña (AUIEO, 2011), de Christine Lavant, Ni una palabra (SM, 2016), de Andreas Jungwirth; textos de la antología Las ovejas negras (Pollo Blanco, 2017), de Heinrich Böll, y Criminales y fracasados. Cinco retratos, de Felicitas Hoppe. Es coautora de distintas antologías, entre otras, El ocaso del Porfiriato. Antología histórica de la poesía en México 1901-1910 (FCE y FLM, 2010), El libro de los seres no imaginarios (Minibichario) (Ficticia, 2012), Lados B, narrativa de alto riesgo (Nitro/Press, 2016). Por su libro de cuentos Los quebrantahuesos (Pollo Blanco, 2015) recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2014.

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