El castillo de Silling

 

 

por Jesús Montalvo

 

 

Provenza, Francia, 1744
Las primeras horas de viaje habían despertado en el niño su natural capacidad de asombro. El resto del camino se repartió entre cabezadas somnolientas y repetidas paradas para orinar o estirar las piernas. Iba con sus padres, pero ellos seguirían adelante, movidos por la premura que demandaban las diligencias diplomáticas del padre. El plan principal, según escuchó el niño días antes del viaje, era el de quedar al cuidado de la abuela paterna y de las tías. No obstante, Jean-Baptiste tenía otro propósito para su pequeño hijo; que fuera ilustrado por el tío Jacques-François, abad de Saumane. Al poco tiempo, la tutela del niño pasó a las manos del tío. La instrucción sobre el pupilo rendiría satisfactorios frutos. El niño era inteligente, disciplinado, dispuesto siempre a devorar los libros incontables, reveladores, que atestaban la biblioteca del castillo. En sus ojos brillaba la chispa del genio, y nada de esto escapaba a la vista del tutor, que en determinado momento consideró que ya iba siendo hora de que el sobrino aprendiera las artes por las cuales su padre lo había enviado. Las cosas debían tratarse de forma cuidadosa pero determinante en el primer Vislumbre de la enseñanza. ¿Cómo iniciar a un niño que ni siquiera cumplía los cinco años de edad?     ¿Cómo mostrarle las maravillosas posibilidades?
    El primer paso tuvo lugar entre las ya familiares y queridas paredes de la biblioteca. El tío puso ante el pupilo un pesado libro. La encuadernación, de piel marrón, no contenía título alguno, sólo abriéndolo se conocía el contenido… como toda iniciación, como ante todo prodigio. Con el tío supervisando sobre sus hombros, el niño entró al libro, pasó las páginas cuidadosamente, casi con veneración, sin perder cada detalle de la lectura y de las perturbadoras ilustraciones (años después sabría que la encuadernación alguna vez constituyó la piel de un joven polinesio cazado por los franceses). Un libro que contenía los placeres de la carne y el espíritu de una forma contraria y retadora a las dispuestas por Dios. Al terminar la lectura se decidió pasar a la segunda prueba, que tuvo lugar esa misma noche. Jacques-François sostenía que cualquier ciencia o arte debía aprenderse alternando la teoría y la práctica. La hora de la cita fue a las diez en punto, y esto al niño le quedó grabado. De allí en lo venidero, hasta el final de sus días, sentiría la fijación por los números pares, enteros, exactos.
Cuando la servidumbre ya se había retirado el niño acudió, puntual, a las puertas del aposento. “Traspasar las puertas era lo único, como una cálida invitación al infierno,” diría repetidas veces en su edad adulta. El tío lo llamó. El niño era valiente, siempre lo fue. Entró. Por un momento creyó estar repasando las ilustraciones del libro. Lo que veía, sin embargo, era real. En las alfombras yacían desnudas, sudorosas y compungidas, doce doncellas que no tendrían menos de catorce años ni más de dieciocho. Todas estaban bocabajo, con los traseros alzados, y algunas tenían en la espalda heridas recientes. Yendo de una en una, también desnudo, el tío las azotaba con un látigo. Golpes, escupitajos y dedos violentos que entraban en pequeños y jugosos orificios.
Aquella fue la noche decisiva para el pequeño Donatien Alphonse François, marqués de Sade.

Hermosillo, Sonora, 2018.
Su teléfono celular vibró. Era un mensaje con el encabezado de urgente. En una cafetería del Centro Histórico, Josué Mendoza alcanzó a pagar el baguette de jamón que pensaba comerse en la terraza del establecimiento. En vez de eso, caminó a la avenida y, con el almuerzo envuelto bajo el brazo, paró un taxi que lo llevó a la casa de Diego Villa, su cliente.
    ―Esto es un asco ―dijo Mendoza con la boca llena de pan, y Villa no supo si el detective se refería a la escena macabra que tenían delante o al baguette.
    ―Te llamé en cuanto lo vi ―dijo Villa―. Apareció de pronto, de la nada.
   Mendoza, dando cuenta del último bocado, se limpió los dedos en las perneras de los pantalones y paseó la mirada en derredor. No había en la ciudad una biblioteca personal tan nutrida (de hecho, pocas bibliotecas así existían en el país; el lugar común del libro como objeto sacro encajaba a la perfección en casa de Villa). Regresó la vista al piso de madera pulida, al cuerpo desnudo bocarriba sobre un charco de sangre. El adjetivo de “desnudo” iba más allá de la simple ausencia de ropa: lo habían escalpado. Ni un solo centímetro de epidermis en la víctima. Músculos, tendones y capas de grasa brillaban frescos todavía. Los ojos sin párpados parecían haberse quedado petrificados por una visión indecible. ¿Cuánto habrá sufrido?, se preguntó Mendoza. ¿A los cuántos minutos el shock lo liberó del sufrimiento?. Difícil saberlo, quizá transcurrieron horas, existían innumerables métodos de torturar a alguien y mantenerlo buen rato con vida. Un desastre, y sin embargo la biblioteca se encontraba intacta. El escritorio, los volúmenes, los libreros, cada cosa en orden. Efectivamente la víctima había aparecido de la nada, justo en el sitio donde se hallaba. Más raros sucesos había presenciado el detective, y no necesitaba que Villa jurara sobre la Biblia para creerle.
Junto al cuerpo sobresalía un objeto pequeño y sólido. Mendoza se acuclilló (no pudo evitar mancharse de sangre las suelas de los zapatos), sacó su estilográfica del bolsillo de la camisa, y, con la punta, jaló hacia sí el hallazgo. Apenas la estaba levantando y se le cayó con todo y estilográfica, porque con un sonido glótico, borboteante pero entendible, la cabeza desollada dijo Ayuda. Después, entonces sí, murió.

París, Francia, 1763.
Casarse no fue impedimento para que Donatien continuara su singular aprendizaje. Perversiones, lo llamaba la gente, pero, se sabe, los incultos acostumbran dar nombres presurosos a todo aquello que no comprenden; sentencian lo ajeno, lo desconocido, y nunca faltan los verdugos: el rostro del inspector Marais ya le era harto familiar a Donatien. El agente le seguía los pasos con la persistencia del sabueso. Cuando lo arrestó por segunda vez en el transcurso del año, Donatien no opuso resistencia alguna. Ya encontraría los medios para salir pronto del torreón de Vincennes. Para entonces varios hombres de la política, el pensamiento y las artes seguían paso a paso las enseñanzas del joven marqués.
    Sólo una vez al día, durante cinco minutos, un guardia llevaba a Donatien a que le pegara un poco de luz. Un espacio enladrillado de seis por seis, con una altura de ocho metros, coronado por unas rejas que permitían la vista de un pedazo de nube, algún pájaro en ráfaga, unas gotas de lluvia. Un día le tocó compartir el espacio con su vecino de celda, un anciano sifilítico apresado por fornicar en vía pública con un muchachito igualmente sifilítico. Las ropas sucias y sudorosas se le pegaban al cuerpo esquelético como una segunda piel. Le extendió una mano nudosa a Donatien y confesó ser su fiel seguidor.
   ―Toda mi vida ―dijo el viejo― me consideré un simple libertino. Sodomita. Flagelador. Pederasta. ¿Ya tiene nombre ese gusto exquisito de reventarle el culo a los perros y a las gallinas? En fin, ocultaba mi lascivia no por vergüenza, sino porque mis prójimos no me señalaran. Ahora reconozco la filosofía de usted, los heroicos actos que el vulgo llama escándalos, y me dije. “Este hombre de gran genio necesita conocer el Castillo de Silling.”
   ―¿El Castillo de Silling?
  ―Oh, sí ―los ojos amarillos del viejo se agrandaron de dicha―. Yo he entrado allí sólo una vez, de reojo, una vista breve y sin embargo portentosa. El lugar donde los placeres de la carne y el espíritu son colmados de felicidad.
  ―Quiero ir allí.
  ―Y para mí será un gusto decirle cómo.
  Un guardia llegó a cortar las murmuraciones, y condujo a los presos a sus respectivas celdas. Pasaron los días, las noches, y Donatien ya no tuvo ocasión de coincidir con el anciano. Al menos no en Vincennes.

Hermosillo, Sonora, 2018.
Una discretísima agencia de limpieza se había encargado de desaparecer el cuerpo y de limpiar el tiradero de sangre. De nuevo la biblioteca lucía impecable. Mendoza y Villa contemplaban el objeto que descansaba sobre el escritorio. Se trataba de una especie de juguete, o, en todo caso, un cronómetro. Un acertijo material, de madera. Su forma rectangular, en uno de los lados, contenía diez ruedecillas, y cada una llevaba grabados los números del cero al nueve, como los candados de ciertos objetos. El chapuzón en la Deep Web no sirvió para encontrar respuestas, aunque logró traer a la mente del detective el nombre oportuno de alguien que le había ayudado en anteriores ocasiones: David Niemman, experto en todas las rarezas malditas que la humanidad y el cosmos van sembrando por el mundo.
   ―Entonces llámale ―Villa sudaba la ansiedad.
  ―Vayamos despacio. Primero; solicitaste mi servicio por la aparición de un cristiano desollado. Necesitabas limpieza, y ya lo resolví. Segundo; no tenías conocimiento del juguete hasta que yo lo vi…
   ―Apareció en mi casa, así que es mío.
   ―Sí, pendejo. Nadie discute eso. Mi pregunta es, ¿qué quieres que hagamos?
  ―Resolver el acertijo. Saber para qué sirve el artefacto. Carajo, Mendoza, nunca sucede nada en esta ciudad venida a menos, y ahora que lo desconocido nos sonríe te pones a cuestionarme.
  ―Sólo quiero tener un cómputo exacto de mis honorarios.
  Una foto bastó para que Niemman se interesara. Su respuesta, en mensaje de texto, mencionaba a André Breton. Quería ver la pieza en vivo, para verificar su autenticidad. Mendoza le aseguró que era legítima. En ese caso, dijo Niemman, la pieza constituía una Llave que abría un puerto cuyo umbral no cruzaba cualquiera. Niemman actualmente vivía en Tijuana, y si Mendoza o quien fuese el dueño de la pieza quería venderla, él con gusto pagaría una suma razonable, pero desde Tijuana. “No vuelvo a pisar Hell-mosillo,” decía el mensaje.
   ―La última vez que el gringo vino se desmayó dos veces por deshidratación ―sonrió Mendoza.
  ―Como sea ―dijo Villa sin dejar de manipular el objeto de madera―, tu hombre está equivocado. Esto no tiene nada que ver con Breton, sino con el gran marqués de Sade.
  ―Entonces tú vas a decirme lo que sepas, mosquita muerta.

Lacoste, Francia, 1769.
Los aplausos del reducido público fueron entusiastas, sinceros. Las puestas en escena satisfacían con los libretos y las actuaciones, aunque, para el espectador más escrupuloso, el número del elenco despertaba alguna curiosidad. Siempre eran seis los actores, no menos, no más. Y esto provocaba que a veces saliera sobrando la participación de uno o hasta de dos actores, que bien podían prescindir en el montaje. Caprichos del teatro, formulismos en los contratos, daba igual. Donatien, director y escritor de las obras, comenzaba a protegerse con imaginarias cábalas numéricas. Al principio el descubrimiento de su nueva manía le causó gracia. Después de todo, decía consolándose a sí mismo, los seres humanos se valían de las supersticiones para resolverse, interpretar el mundo. Pero pronto los números pares, redondos, ocuparon su mundo, sus hábitos. Sólo cuatro cubiertos para las comidas. Fornicar dos veces al día, u ocho, pero sólo esos números. Usar diez botones en la levita. Un verdadero suplicio.
   A la sombra de un olivo, sentado sobre una roca cubierta de musgo, estaba el anciano sifilítico de Vincennes. Donatien lo reconoció. La misma barba grisácea, las mismas ropas lamentables, los mismos ojos de cataratas amarillentas. Los dos estaban esperando el reencuentro. Habían transcurrido seis años desde que hablaran en prisión, y ese era un buen número, un número exacto y limpio. Donatien se sentó junto al anciano, y éste, mientras la tarde caía, le habló acerca del Castillo de Silling. Un lugar ubicado más allá del frágil velo que separa el mundo de Otros Mundos. No apto para simples neófitos. Sólo los verdaderamente iluminados podían ir y regresar con la cordura intacta, aunque no siempre. Aún así, valía la pena visitar el Castillo, que sobresalía en medio de una inconmensurable niebla, pues fuera de la fortaleza no existía nada. Una vez dentro, se podía andar por los adarves y allí apreciar las bestias híbridas y follantes que nadaban a lo largo del foso; deleitarse con las criaturas onanistas que desde los ventanales disparaban semen inagotable; recorrer las catacumbas húmedas de sangre; asistir al festín del Gran Salón, vestirse de gala con trajes hechos de piel de niños. Experimentar las infinitas delicias de Eros y Thanatos, la mezcla perfecta del placer y la destrucción. ¿Cómo llegar?, preguntó Donatien. El viejo le brindó la respuesta: Diseñando, forjando una Puerta personal, para la cual la llave tenía que ser forjada por uno mismo. Una vez construída la llave, era importante protegerla de manos ajenas, pues los daños para quien (por accidente o curiosidad) activara el artefacto, serían terribles. Donatien, como todo hombre de ciencia, dudó. El anciano sacó de entre sus andrajos una piedra rubricada de muescas y ranuras inusuales. El escepticismo de Donatien aumentó, a la par que su curiosidad. Las uñas largas y ennegrecidas del anciano acariciaron la piedra, dándole vueltas, de tal manera que esta se abrió como un lirio de ónice.
   ―Desde nuestro encuentro he visitado el Castillo dos veces más―dijo el anciano―. La segunda vez que entré perdí la vista, y no me importó. Sea lo que uno se deje en el Castillo, siempre regresamos con algo más.
  Donatien vio cómo la piedra se tragaba a su portador, para minutos después escupirlo. El anciano regresó feliz, trasudando conocimiento, como una ánfora de carne vaciada de lujuria. Lucía feliz pese a la ausencia de piernas y ojos. Se revolcó durante varios minutos en la hierba, gritando su hemorragia, pero nadie podría asegurar si aquellos alaridos surgían del gozo o del dolor. Donatien lo vio morir y se propuso trabajar duro para conseguir lo mismo.
  Los años se fueron presentando hostiles para Donatien. Amigos y amantes se alejaban de su vida. La pobreza lo atenazaba como una ladilla sedienta, insaciable. Sin embargo, Donatien no lamentaba aquello. Se alegraba; cuánta soledad se necesitaba para conseguir el tiempo suficiente que le permitiera crear. Pero la justicia, la ley de las buenas costumbres, lo cercaba hasta la asfixia. El inspector Marais lo acosaba como una sombra o una pesadilla. Donatien soportaba la suciedad y las penurias de los encarcelamientos para afanarse en su propósito. Numerosas veces, todas fallidas, se desgastó diseñando su llave personal. Tallaba o esculpía o dibujaba sin descanso, pero ningún objeto le abría las puertas del Castillo de Silling. Y quizás nunca hubiera penetrado sus puertas, de no ser por su fijación en los números. Quince años después, pudriéndose en La Bastilla, mientras luchaba contra unas fiebres delirantes que lo habían tenido postrado por semanas, Donatien entendió que él mismo era la Llave, el mapa y el destino. Su mente consiguió descifrar la numerología que lo condujo a las puertas de oro del Castillo.
   Cada viaje era doloroso pero placentero, y a Donatien lo llamaban rey. Sus órdenes eran obedecidas, sus caprichos atendidos. Los moradores del Castillo de Silling incluso le habían suplicado que escribiera un libro de mandamientos. Donatien comenzó a escribir sus 120 días de Sodoma, siempre a hurtadillas por temor a que los carceleros le arrebataran el manuscrito. Una obra inconclusa que le pesó como ninguna otra, pues no pudo recogerla cuando lo trasladaron al manicomio de Charenton. Los pliegos del manuscrito, tan esperado por los moradores del Castillo, quedaron ocultos entre los muros de la Bastilla.

Hermosillo, Sonora, 2018.
La desaparición de Vicente Rojas, amigo cercano y compañero de lujurias de Diego Villa, aclaró varios puntos en la cabeza de Mendoza. Villa le había explicado que con Rojas y otros habían fundado un club de recreación sádica. Además de desfogar sus pasiones, los integrantes del club tenían una mesa redonda donde, con sádicos de otras latitudes, se estudiaba la obra y el pensamiento del Divino Marqués. Algunos llegaron a mencionar la existencia de un artefacto creado por Sade. Se especulaba mucho sobre qué forma podría tener, pero se sabía que conducía a otro plano, en el que los deseos carnales y espirituales adquirían conocimientos insospechados. Se creía, también, que la tragedia sucedida al cineasta Pasolini no había sido un asesinato, sino producto de uno de los viajes con el artefacto.
   ―Pues esa idea no es nueva ―dijo Mendoza sentado en un diván de la biblioteca―. La configuración de Lemarchand sugiere lo mismo, y antes de él ya lo había mencionado Gustav Meyrinck con el Templo de las Tempijuelas. Este tipo de objetos funcionan como un virus que se propaga o se hereda de cuerpo en cuerpo, buscando siempre al siguiente depositario. Nuestro cadáver de horas antes sin duda pertenecía a tu amigo Rojas, y el juguetito, al acabar con él, buscó una nueva víctima en ti. Por eso apareció aquí.
  ―Rojas nunca mencionó poseerlo.
  ―Nunca lo iba a mencionar. El poder funciona de esa manera. Nadie quiere compartir el poder.
  ―Llama de nuevo a Niemman ―dijo Villa―. Si tanto le interesa el objeto es porque conoce la combinación numérica. Quiero visitar el Castillo de Silling.
  ―¿A pesar de lo que le pasó a Rojas?
  Villa asintió.
  No, Niemman no conocía la combinación, sólo la historia del objeto. Mientras Mendoza escuchaba por teléfono, Villa manipulaba sin descanso el objeto de madera, intentando combinaciones a ciegas. Niemman dijo que la llave era peligrosa por tratarse de un facsímil. Las imitaciones no conducían a los portales verdaderos sino a distorsiones dimensionales, cuyos resultados eran mortales. Antes Niemman había mencionado a André Breton porque había sido el pintor quien construyera el artefacto. Cuando Breton pertenecía a los dadaístas todos comenzaron a adorar a Sade, y fue en esta búsqueda que dieron con la compra del pliego original de 120 en Sodoma. Entre los borrones, paréntesis y tachaduras, Breton encontró la combinación numérica con la cual el marqués viajaba.
  ―Es incierto si alguno de los dadaístas llegó a utilizarlo ―dijo Niemman del otro lado del teléfono―. Pero desde el principio se le vio con terror y respeto.    Quién sabe, igual eso explica un par de cosas del porqué Breton iniciara en el surrealismo.
  Mendoza cortó la llamada al ser sacudido por una repentina oleada de calor a sus espaldas. Al voltear vio que Villa, por la insistencia y el azar, había dado con la combinación exacta. Un cono lumínico lo absorbió con un parpadeo. Mendoza quedó a solas en la biblioteca por unos segundos, para después ver de regreso a Villa, escupido al mundo con una nueva apariencia, un globo de carne y pus en cuyo centro aún se conservaba su rostro sonriente y satisfecho. Una felicidad que lo hizo estallar. Mendoza alcanzó a cubrirse de la explosión sanguinolenta tras uno de los libreros. Luego se acercó y buscó entre las vísceras esparcidas el artefacto de madera. Suspiró al encontrarlo. Tomó el teléfono y llamó a Niemman de nuevo, esta vez con una propuesta interesante.
  Niemman no cabía en su asombro. Por supuesto, sí, pagaría a Mendoza una jugosa cantidad.

 

 


Jesús Montalvo nació en Tijuana, pero no fue su culpa. Ha publicado dos libros (muy delgados) de cuentos y una novela dieselpunk llamada 1938. Actualmente desconfía de los alimentos libres de gluten y de los perros pug.

Déjanos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*