Nada personal

por Omar Bravo

Como estaba visto que no podría terminar ese encargo mientras el hombre lo mirara a los ojos, R tuvo que pedirle que se pusiera contra la pared. “Por favor, señor, dese la vuelta” le dijo. Y aquellas palabras, demasiado amables para las circunstancias del caso, se escucharon extrañas. Sólo reparó en ellas un segundo. “Ande, por favor”, repitió, “voltéese para allá”.
   Pero M no podía moverse. Tenía los tobillos amarrados y temblaba. Entonces, como R sintiera que aquel trataba con urgencia de decirle alguna cosa, le quitó el trapo sucio que le había metido en la boca y esperó en silencio unos segundos a que el hombre pudiera articular alguna frase.    Sólo se oyó una respiración entrecortada y potente.
   “¿Va a decirme algo o no?”, dijo R.
   M tartamudeó un par de veces. Luego paseó la mirada por las paredes de la habitación a oscuras como buscando una palabra perdida que brillara de súbito, anunciándose. Miró aquí y allá erráticamente, tratando de penetrar las húmedas sombras del cuartucho e identificar alguna clave que hiciese posible dotar de sentido esa escena ridícula, una tímida señal por lo menos que le permitiese reconocer su propia culpabilidad si es que la había, atisbarla. Trató de recordar viejos agravios, malos negocios, antiguas amistades que por una u otra causa se habían deshecho.
   Rostros que el tiempo había decolorado poco a poco, o nombres tal vez ya desarticulados del todo, empezaron a emerger hasta la superficie desde las fangosas profundidades de la memoria con una lenta pero apabullante lozanía. Levantó la cabeza, abrió la boca, gimió, se quedó unos segundos mirando en el cielo raso esa confusión de fotografías imposibles y al fin, conteniendo las lágrimas, mientras miraba a R directamente a los ojos, “¿por qué va a matarme?”, preguntó.
   Pero R no quiso contestar. O no pudo. Y aunque había una razón, eso era cierto, eso siempre era cierto, R no la conocía y no quería conocerla. R estaba ahí simplemente, como le habían ordenado, después de seis horas al volante. Que el hombre estaba atado, la escopeta cargada y R dispuesto, significaba, seguro, que existían las razones, aunque estas no fuesen visibles del todo o simplemente no llegase él a entenderlas a cabalidad. Para R aquello se trataba de un encargo como muchos otros. Y cuando a R le hacían este tipo de encargos era mejor no saber nada. Era mejor, pensaba R, no involucrarse, no detenerse demasiado en los detalles posibles, en las minucias de una historia cuyo conocimiento podría perjudicarle a fin de cuentas. La cuestión era llegar, hacer lo suyo, y listo, sin tomar partido por una causa u otra. Terminado el trabajo, la consigna era luego seguir viviendo sin demasiados sobresaltos. Por eso R no contestaba nada. Por eso, mientras el hombre se empequeñecía en el rincón, tiritando de miedo, R se limitó a sentarse sobre la vieja lavadora, a unos pasos apenas, encendió un cigarrillo y le dio unas larguísimas chupadas mientras balanceaba las piernas lentamente y se miraba la punta de las botas.
   “Mire”, tartamudeó el condenado, “usted está cometiendo una terrible equivocación, una terrible…, yo le juro que no tuve nada que ver en eso. Yo…, yo no tuve nada que ver…, yo no tuve nada que ver con eso…, todo esto es una terrible equivocación…, yo puedo pagarle mucho dinero, muchísimo dinero. Usted se va de aquí… toma mi coche, y yo…, yo sólo me desaparezco y todos felices. ¿Cuánto le pagaron?”, preguntó “dígame cuánto le pagaron, y yo triplico esa cantidad, en efectivo, ahorita mismo, de veras, pero no me mate, por favor, por dios, no me mate”.
    R terminó su cigarrillo y se frotó los ojos. De alguna manera el asunto siempre se trataba de dinero, pero la cosa no era tan sencilla. Había que seguir un protocolo, había que ser confiable. Se trataba de hacer las cosas como se habían planeado. Cuestión de principios, y de hábito también.    Primero era a, y luego b, y c finalmente, todo en línea recta; una sucesión de pequeños eventos trazados de antemano, desde la oscuridad, por una inteligencia que generalmente era anónima. Así todo salía bien. Modificar el rumbo ahora, aunque sólo fuese un poco, podía ocasionar que todo se fuera al carajo. Así que R, que era a todas luces un hombre metódico y en cierta forma prevenido, dijo que no secamente, y luego se encaminó hasta donde se hallaba recargada la escopeta.
   “¡Tengo una familia!” gritó entonces el hombre que para ese momento trataba torpemente de arrodillarse, “¡póngase en mi lugar por favor, amigo, no me mate, se lo suplico por su madre! ¡Yo no tuve nada que ver, esto es una terrible equivocación!”.
   Pero ocurría que después de tantos años haciendo este trabajo, R ya estaba inmunizado contra casi todos los clichés de la muerte, los previos y los posteriores a ella. Pasaba que, incluso, ya lo aburría un poco esa última parte. Así que, decidido, en un solo movimiento tomó el arma y cortó cartucho, luego dejó salir un enorme bostezo de aburrimiento y se acercó despacio hasta el hombrecillo que no paraba de llorar. Otra vez, muy amablemente, le ordenó que se diera la vuelta.
   “¡Por favor, por favor, no me mate, no me mate!”, intentó el hombre una vez más.
   R vio sin aprensión como un llanto grueso y profuso le bañaba el rostro, primero, y luego bajaba por el cuello hasta humedecerle la camisa. R estaba cansado y tenía hambre. Los ruegos de M y su propia urgencia por regresar a casa empezaban a fastidiarlo un poco. El camino de regreso le tomaría por lo menos otras siete horas al volante y ya estaba sintiéndose cansado nada más de pensarlo. Afuera hacía buen tiempo, no obstante. De vez en vez se podía escuchar el ladrido apagado de algún perro o el rumor de los coches pasando en la distancia. La luna, una tímida y redonda viruta de plata, comenzaba a ascender poco a poco en medio de la noche.
  R esperó a que el hombre se compusiera un poco y encendió otro cigarrillo. “Mire, amigo”, le dijo, “esto no es personal”. Hizo una pausa luego, como si tratara de encontrar las palabras adecuadas para el momento, buscándolas en algún lado de su memoria, avanzando y retrocediendo sobre la secreta e irregular línea de otros eventos. “Nunca había andado antes por aquí… Crecí en Tennessee, ¿sabe?, en un lugar más o menos como éste…
  ¿Ha pasado usted últimamente frente a los silos de la compañía harinera, junto a los campos que se hallan a ambos lados de la intersección?…, cuando venía para acá, para su casa, me tocó estar ahí justo en el momento en que el sol se hallaba a punto de ocultarse…, no tuve de otra que estacionarme a la orilla de la carretera y ver. Una cosa increíble…”
   En medio de la confusión y del miedo que sentía, el hombre trató inútilmente de recordar la imagen precisa de los campos de cultivo que R estaba refiriéndole, pero no pudo.
   “¿Es por la tierra?”, dijo entonces. “¿Es por eso que usted…?, Mire…, yo la dejo, yo me voy de aquí…, todo esto que tengo…, quédese con los campos…, son suyos…, mis campos, quédeselos…, pero no me mate. ¡No me mate por dios, por dios. No me mate!”.
   Pero R continuó como si el hombre no hubiera dicho nada. “No, mire, usted no me entiendo. Esto no es personal. Déjeme seguir. Le he dicho que tuve que pararme y ver… El sol sólo tardó unos cinco o seis minutos en ocultarse del todo. Luego el cielo se puso de un morado intenso y…, bueno, ya se sabe, aparecieron las primeras estrellas, ¿ve? Una vista muy, ah… ¿Cómo decirle? Me trajo muy buenos recuerdos. Yo crecí en Tennessee, ¿sabe?…, en el sur…, uy, largo tiempo de veras desde la última vez que vi un atardecer como ese. Cerca del lugar donde aparqué había un muchachito a caballo que cuidaba unas vacas. Yo estaba sentado sobre la caja de la camioneta cuando escuché unos silbidos. “¿Anda perdido?”, me gritó. Y no sé por qué, de veras, pero en ese momento me pregunté si lo mejor no era dar la vuelta y olvidar todo este asunto. Regresar por donde había venido, así nomás. Regresarme nada más… Entonces me subí a la camioneta y puse una cinta. Nunca he dejado un encargo inconcluso, viera que no, nunca he quedado mal…, soy un hombre confiable. Pero de alguna manera la intención de dejarlo a usted por la paz se hizo más y más fuerte. Una corazonada tal vez, o puro cansancio, ya no soy un jovencito. Además, bueno…, tengo mis ahorros. ¿Qué tal que me regreso a Tennessee?, pensé. Una pequeña granja. Una tienda de herramientas. No es mala idea ¿eh, cómo ve?, ¿empezar allá otra vez, desde cero?, uno nunca sabe… La cosa es que encendí mi camioneta y seguí conduciendo sólo un par de kilómetros, pero cuando llegué a la intersección resolví finalmente virar a la derecha y no a la izquierda, como se me había indicado. Al final fue sólo un impulso el que me hizo girar el volante en la dirección contraria. Así nomás, un último impulso, sin pensarlo mucho. Entonces me dije que a la menor oportunidad tomaría nuevamente la paraestatal, pero en sentido contrario. Otro que se haga cargo, pensé. Ni más pobre ni más rico. Y así lo hice, ¿sabe?…, pero mire lo que son las cosas…, para su mala suerte ocurrió que el hombre que me giró las instrucciones cometió una curiosa equivocación. Yo debía de girar, precisamente, a la derecha. Y, bueno, el resto ya usted lo conoce. Este camino conduce directamente hasta su casa. De modo que cuando lo vi a usted sentado sobre la mecedora, en su porche, pensé “ni hablar, ya estoy aquí, es seguro que a este hombre le tocaba morirse”. Bien mirado, esto puede tomarse nada más de dos formas: como un asunto del azar o como una señal del destino. ¿Cuál le gusta?”
  Pero el hombre, que no simpatizaba con ninguna de las alternativas que R le proponía, no tuvo otra opción que retomar el llanto con más fuerza. Un llanto infantil ahora, adolescente, más cercano al desamparo que a la resignación, despojado ya de cualquier resabio de hombría.
   “¡Soy un hombre viejo!”, imploraba atropelladamente. “¡Yo no he hecho nada, no me mate por favor!, ¡yo no he hecho nada!, ¡mi mujer, mis hijos! ¡Dios mío!”
   R permaneció en silencio unos segundos como quien espera únicamente el momento de interrumpir una conversación que se ha prolongado demasiado, un soliloquio agotador. R, asida la escopeta, miraba al hombre, sus estremecimientos, las gruesas flemas que lo abandonaban por la boca y las narices como un torrente.
   “¡Amigo”, continuó el hombre, “si sus intenciones eran regresarse, si esas eran de veras sus intenciones…, por favor, por favor se lo suplico, tome todo el dinero que tengo, tómelo todo, y regrésese, regrésese nomás…, yo le juro que me desaparezco, me voy lejos, a otro estado…, cruzo la frontera, lo que sea, pero por favor, por mis hijos, por mis hijos…, no me mate, amigo, se lo pido por mis hijos, no me mate!”
   Según R la cosa era muy simple. Un volado. Se trataba de a o b. Se trataba únicamente de virar a la izquierda o virar a la derecha. Lo que resultara después no tenía nada que ver con sus intenciones. R, a decir verdad, no tenía intenciones. Ya no había ningún sentido en dar marcha atrás. De modo que R se colocó frente al hombre y lo ayudó a levantarse. M trató de abrazarse a las piernas de R pero éste lo detuvo.
   “Párese”, le ordenó, con una voz serena pero llena de determinación. “No quiero matarlo aquí en el suelo como a un animal. Va a ser muy rápido, despreocúpese, apenas si sentirá el disparo. La muerte no duele.”
   En ese último momento, ya con el hombre mirando a la pared, temblando incontrolablemente, haciéndose pequeño, muy pequeño, R consideró unos segundos dónde debería dar el disparo. Tanto si la bala entraba por la espalda, a la altura del corazón, como si lo hacía por la nuca, la muerte sobrevendría muy rápido, instantáneamente por decir. Pero R, que era finalmente un hombre sensible y en ciertas circunstancias impresionable, pensó en el disgusto que podría causar en el féretro abierto el rostro desfigurado de aquel hombre, la falta de armonía, los gestos de desaprobación entre la concurrencia. Así que tomó la escopeta firmemente con ambas manos y apuntó la boca del cañón justo en medio de los dos omóplatos.
   Tratando de contener su propio ahogo M hizo una última súplica. “Permítame al menos rezar un Padre nuestro. Eso le pido nada más, si es posible… eso pido nada más”, dijo.
  R asintió con un leve movimiento de la cabeza y durante un tiempo que le pareció impreciso escuchó una indistinta retahíla de rezos y letanías.    Luego, sin pronunciar una palabra, R separó un poco las piernas y apoyó la boca de la escopeta en la espalda del hombre que se replegó a la pared. Colocó suavemente el índice alrededor del gatillo, acomodándolo. En seguida se pasó la punta de la lengua por una caries que empezaba a molestarlo e hizo un súbito gesto de dolor.
   Entonces el hombre terminó de rezar. Y dijo “amén”.

 


Omar Bravo (Bacobampo, 1979). Comediante y barista amateur. Es licenciado en literaturas hispánicas y maestro en humanidades por la Universidad de Sonora. En 2003 la Universidad de Sonora publicó su colección de cuentos El tercer cajón, y más tarde, en 2012, el poemario Luz artificial. Cuentos suyos han aparecido en revistas de circulación local y nacional como Literal, Shandy, Altanoche, Pez banana, así como en las antologías Lados B, narrativa de alto riesgo, publicada por Nitro Press en 2014 y Naves que se conducen solas: narrativa en Sonora (Forca-Canaculta 2011), editada por Josué Barrera. Algunos de sus poemas han sido incluidos en publicaciones como Alas de alacrán: poesía joven en Sonora (PACMYC-CONACULTA 2006), Del silencio hacia la Luz. Mapa poético de México (Ediciones Sur 2008), Tan lejos de Dios, poesía mexicana en la frontera norte(UNAM-Baile de Sol 2010).

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