GRIETAS EN LA MEMORIA

por Rodrigo Villalobos

 

I Lazos consanguíneos.
La muerte del tío Álvaro me cayó de sorpresa. Incluso aún siento asombro al recordar aquella simple nota: “Tu tío Álvaro ha muerto.” Al parecer yo era el único consternado por la noticia; como siempre pensé, a nadie le importaba el tío Álvaro y mucho menos, saber de qué murió. Definitivamente algo andaba mal porque apenas una semana antes lo había visto. No lo podía creer, como si la vida dependiera del tiempo que dejamos de tener contacto con los demás. Qué triste debió ser vivir al margen de la familia para evitar confrontaciones. Siempre fueron intolerantes con el tío Álvaro. Tenía su modo y siempre fue algo misterioso pero eso no amerita el exilio, voluntario u obligado.

    Días más tarde, tratando de asimilar la nueva realidad, tuve una revelación. Mi cuarto se inundó de luz y estoy seguro de haber escuchado a la Providencia. “Santiago, si conoces bien a tu tío, seguro dejó algo para ti”, pensé. Acto seguido, me apresuré a empacar para ir a la Ciudad de México. Siempre le gustó el ajetreo metropolitano al pretencioso de mi tío. Cuando le dije a mi padre que iría a buscar alguna pista o mensaje que hubiera para mí, no vaciló en ridiculizar mi intención e incluso hacer una comparación absolutamente peyorativa entre mi tío y yo.

   —Tenías que ser sobrino de ese imbécil, igual de locos. O te compones o terminarás como él: triste, muerto y solo— sentenció el hombre que tanto trabajo me costaba identificar como padre.

·

II Comprobación
Al llegar a la Ciudad de México, me dirigí a la última dirección conocida de mi tío.

    Edificio victoriano, con retoques Art Nouveau, unas que otras rejas mal soldadas y varios aparatos de aire acondicionado asomando el culo por las ventanas. Dos volúmenes rectangulares paralelos, de ladrillo, separados por un encaminamiento que apenas alcanzaría los dos metros de ancho, junto a un arco elegantón, enmarcaban el acceso al edificio. Su apartamento estaba en el tercer piso. Menos mal que al comenzar los trámites funerarios nos enviaron sus llaves en un sobre junto con algunos documentos, a petición del agonizante tío Álvaro. ¿Cómo no habría de pensar que algo tramaba el viejo sinvergüenza?

     El interior del apartamento parecía normal. Demasiado normal. Me dirigí al escritorio seguro de encontrar alguna pista. Y ahí estaba, un cuadernillo forrado de piel. Pero a veces la vida es media hija de puta: el diario estaba desordenado, con letra ilegible y para colmo, escrito por un hombre mayor con problemas de memoria. Sólo quedaba armarse de paciencia y comenzar a descifrar. —Sé que tienes algo para mí… ¿De qué te moriste viejo?… ¡vamos!—me repetía mientras observaba los garabatos.

    Enunciados pesimistas, sobre el poco tiempo que le quedaba, garabatos de halcones, soles alados, pelícanos, puntos cardinales, unos versos cursis, cada página fechada en diferente orden… nada. Entonces decidí llamar al hospital donde lo atendieron para pedir una razón de su deceso, pero no obtuve ninguna clase de información más allá de una negativa tajante.

    Sin más, regresé a revisar el diario. Mientras lo hojeaba, observé que algunos párrafos coincidían con otros, aun cuando estaban a varias páginas de distancia. “Santiago, el ocho letras, harás como Wilkes. Espero poder explicarte un poco más…” y, cuando estaba a punto de notar algo coherente en uno de los escritos, abrieron la puerta de una patada. Casi desmayo del susto. Eran varios individuos con apariencia de estar armados. Logré guardarme el diario en el saco pero antes de poder preguntarles cualquier cosa, me vi rodeado.

    A uno de los hombres le faltaba un incisivo.
    Cachazo en la nuca, se cerró el telón.
    Al recobrar el conocimiento, estaba recostado en una banca de una plaza cercana. Me acomodé, froté mi cara y de inmediato recordé el diario, lo busqué; estaba justo donde lo había dejado, dentro de mi saco. Con los últimos rayos del sol, tuve que continuar sin dejar de preguntarme quiénes habían sido esas personas y qué querían. Noté entonces, que no tenía mi cartera, así que sin cartera, sin identificación, ni dinero; me dirigí a la comandancia para reportar mi situación.

    Al pedir instrucciones, una señora me dijo. —Ahí joven, pasando la notaría.
    —No distingo— comenté.
    —Ahí donde está el halcón— afirmó.

    En ese momento, igual de loco que mi tío empecé a encontrar algo de sentido en medio de ese caos: la notaría ochenta y ocho, el almacén con la escultura de un halcón y el sol. De alguna manera coincidía con los garabatos que había dibujado en el diario. “Si conoces bien a tu tío” había pensado, pero creo que el que me conocía bien era él. Siempre supo que yo podría reconocer sus señales. Tomé el diario. Me acerqué al débil fulgor de una luz fluorescente que arrojaba un tono verdoso un tanto nauseabundo. Definitivamente había un mensaje para mí, pero faltaban piezas. Pensé y pensé hasta que di con este extraño párrafo:

“¿A los cuántos detalles se quiere?
¿A los cuántos suspiros se extraña?
¿A los cuántos gemidos se siente?
¿A los cuántos latidos se ama?”

    El tío Álvaro era un viejo. De alguna manera, era lo único que faltaba por descifrar.

   ¿Qué quería decir con eso?
    Pasé horas pensando en qué podría significar… nada. No me di cuenta y comenzó a notarse cierto resplandor al este. Estaba por amanecer, perdí la noción del tiempo y no podía saber el significado del mensaje. Hasta que en un momento recordé “Santiago, el ocho letras…” al viejo le obsesionaba eso de contar las letras en las palabras.

    Era un juego matemático. Eliminando los términos semejantes, quedaban otros expuestos. Sonaba extraño hasta para mí, aunque a esas alturas, qué más daba. Entonces después de un rato concluí que las palabras “detalles” y “suspiros” tienen ocho letras y “gemidos” y “latidos”, siete. Por su parte, por el número de letras de “quiere”, “extraña”, “siente” y “ama” tenemos seis, siete, seis y tres. Tenemos entonces 88 y 77, además 6763. Fui a comprobar mi hipótesis entrando al almacén junto a la Notaría 88. Como había imaginado, en el almacén se rentaban casilleros.

    Tuve la corazonada que involucrarme en ese juego era su regalo de despedida.

   Horas más tarde, entré al almacén y pregunté por el casillero número 77, fui y para mi sorpresa tenía un candado de combinación. 6763 fue la correcta. Encontré un pequeño cofre; en ese momento no sabía qué sentir o pensar. Lo abrí: una nota y un arma.

    “Santiago el ocho letras, me da gusto saber que puedo confiarte este secreto: para cuando leas esto ya estaré bien muerto, pero no por causas naturales, me habrán asesinado. Te dejo la dirección al reverso, para que vayas y me concedas un último favor, conozcas la verdad y actúes. Siempre te vi como a un hijo, adiós Santiago. Y vuélale los sesos a ése bastardo. Tu tío Álvaro”

    Guardé la nota y el arma en el saco, junto con el diario y mal cerré el casillero. Me dirigí a toda prisa a la dirección que me dejó. Había llegado, un edificio de oficinas de cinco pisos.

    “Claro, si no era el puto quinto piso no estabas contento” renegué con una sonrisa mientras subía las escaleras.

    Abriendo puerta tras puerta de espacios y cubículos vacíos, por fin llegué a la última. No había mucha luz. Con el arma en mano, encontré a una persona sentada en su escritorio.

III A final de cuentas.
No sé qué estoy a punto de hacer, empuñando un arma delante de un desconocido.

      Nunca he disparado en mi vida. De pronto, la sombra emite una voz terriblemente familiar. No te sorprendas.

     —¿Papá? —balbuceo sin comprender.

    —¿Te volviste tarado? —escupe el infeliz con su eterno tono de superioridad—. También a mí me trajo dando vueltas como estúpido por todas partes con sus ridiculeces. Durante años seguí la pista de sus juegos hasta que tuve suficiente.

    Mi padre confirma lo que sospeché durante toda mi vida: él y el tío Álvaro manejaban juntos un emporio criminal. Siempre supe que mi padre era una basura, pero, ¿asesinar a su propio hermano? Y ahora, ¿sería capaz también de asesinar a su hijo? Me dice que suelte el arma, que no sea idiota. Lo veo una última vez, apunto y cierro los ojos.

   El eco de los disparos resuena en el edificio vacío. Mi padre está en el suelo. Yo sigo de pie sin haber apretado el gatillo. Detrás de mí hay un ejército de siluetas. Una de ellas se acerca y me sonríe.

   Le falta un incisivo.
   —Así lo quería don Álvaro —afirma con orgullo el fiel pistolero. Me devuelve la cartera.
   —Ahora sí va a poder trabajar a gusto, patrón.


Rodrigo Villalobos. Originario de Mexicali, Baja California. Nacido el 24 de julio de 1986, arquitecto de profesión, es un narrador que desarrolló su gusto por la lectura desde muy joven. Ha asistido a talleres sobre narrativa, relato corto y comunicación y redacción creativa.

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