Daños colaterales

 

 

por Ana Fuente

Ilustración de ekin büyükşahin

 

 

I

Me siento en las gradas para ponerme las espinilleras mientras espero a que termine el partido del horario anterior. Junto a mí deambulan algunos niños de entre tres y seis años que beben refrescos y comen Chettos mientras sus madres terminan de jugar. Ellas son mucho más jóvenes que yo; la mayoría tiene, cuando mucho, 23 años. Juego fútbol en esta liga desde hace poco más de cinco años y reconozco a la mayoría de las contrincantes: recuerdo que eran adolescentes cuando llegué y muchas de ellas ya han tenido hijos, en algunos casos, más de dos. Pienso en el mío, que se quedó en casa con su padre mientras yo salí a desfogarme un rato y a correr todo lo que pudiera en los próximos 40 minutos. 

  Dos muchachas que no alcanzan los veinte años se acercan y deciden sentarse en la grada a un par de metros de mí: una empuja una carriola con un recién nacido mientras la otra carga a una niña de unos cinco años que sienta en sus piernas cuando encuentran lugar. Ella es la madre de ambos niños. “Cállate, pendeja, mejor saca lo que le compraste a mi niño”. La otra acomoda la carriola y hurga en su mochila hasta encontrar un gancho del que cuelgan cuatro camisetas diminutas. “Aaaaaay, qué bonitos, me encantan” “Cállate, babosa, no te estés burlando”. “No me estoy burlando, deveras me encantan. Vas a ver que cuando tengas a los tuyos, también se te va a caer la baba con estas cosas”. “¿Cuándo tenga a los míos? Ni madres, yo no la voy a cagar como tú: yo sí voy a estudiar”. “Ay, no mames… ¿y eso para qué?, si igual vas a terminar de cajera del Oxxo. ¿Quieres que te digan licenciada cuando abras la segunda caja?”. Risas sonoras de ambas. La niña en sus piernas sostiene un celular que deja de funcionar; llora, se queja, pide atención. La madre sigue viendo los dibujos de las camisetas y hablando con su amiga hasta que los gimoteos de la niña suben de volumen: “cállate ya, que te voy a pegar y te voy a pegar duro para que ahora sí llores por algo. ¿Quieres que te pegue? ¿Quieres que te pegue duro?”. “No”, dice la niña. El celular sigue sin funcionar aunque la niña intenta reactivar su juego en la pantalla de todas las maneras que encuentra. “Mamá”, grita, “no sirve, mamá, no sirve, arréglalo, mamá, no sirve”. Cuando el lloriqueo aumenta, la mamá la obliga a bajar de sus piernas con un movimiento seco. La niña llora más. “Ya te dije que no estés molestando, ahora sí te voy a pegar muy duro porque no entiendes, pinche chamaca”. “No soy una chamaca, soy una niña. No me puedes decir chamaca porque soy una niña, soy una niña”. La aseveración me cautiva y contemplo a la niña sin la menor discreción mientras me pregunto si habrá aprendido eso en alguna campaña del D.I.F. o en la escuela, o si irá a la escuela. La amiga nota mi curiosidad y me mira de arriba abajo; levanta la barbilla, me reta en silencio. Finjo no entender y me concentro en subirme las calcetas: no tengo el menor interés en una confrontación con ella porque conozco muy bien las batallas que tengo perdidas. 

   El recién nacido de la carriola empieza a llorar. La niña se acerca a él y retrocede de golpe. “Guácala, bebé… qué cochino”. La madre saca al bebé de la carriola: “¿ya te hiciste otra vez? Apestas. Y tú no te rías, que también hacías cacas así de asquerosas. Dios me dio un par de chamacos cochinos”. La niña llora y se aferra a que es una niña. El bebé llora con el pañal sucio, pero nadie parece tener la intención de cambiárselo. La amiga enciende un cigarro y la madre se lo arrebata para darle un par de caladas: “¿no que no traías, pendeja?”. Termino de atarme las agujetas y bajo las gradas saltando para evitar el sitio donde están sentadas. El árbitro pita el inicio del partido.

 

II

Mi esposo maneja. Salimos del camino de terracería para incorporarnos al libramiento que nos lleva hasta la carretera federal. El libramiento ha estado en construcción durante dos sexenios: terminaron de pavimentar, en algunos tramos pusieron señales y pintaron los carriles, pero en otros tantos se contentaron con dejar un letrero que decía “zona de obras” antes de abandonarlo. Atraviesa de lado a lado una cadena de cerros de manera que divide una zona con muy poca población y otra donde no hay más que pastizal. Es un paisaje maravilloso que cambia con las estaciones del año; lo cruzan correcaminos, liebres y coyotes; lo sobrevuelan halcones, zopilotes y uno que otro pajarito. 

   Ahí, en medio de la nada, veo dos figuras inmóviles entre el crecido pasto amarillento. Tan pronto pasamos, le pido que retroceda. “Seguro están jugando”, me dice. Le pido nuevamente que regresemos: “son dos niños y no tienen nada que hacer ahí”, le respondo. Al dar la vuelta, observo la torpeza con la que intentan cruzar al otro lado y su forma de titubear en mitad de los carriles. Sé, sin haber hablado con ellos, que algo no está bien. A mi mente viene la imagen de mi hijo perdido en medio de la nada: necesito ir por ellos. La maternidad puede abarcar incluso a los hijos ajenos.

   Miro fijamente los moretones en el rostro del más pequeño. Se llaman Mario y Fernando, según me dicen, y tienen 7 y 9 años, aunque parecen tener varios menos. A nuestro alrededor todo está vacío, no transitan coches y sólo se percibe el susurro del prado. Escucho su narración sobre unos asaltantes que entraron a robar a su casa y a golpearlos y cómo sus papás no pudieron salvarse; cuando pregunto dónde es, señalan hacia atrás del monte. Hay cuando menos tres kilómetros entre nosotros y ese cerro. Aunque mi idea inmediata había sido llevarlos a la estación de policía, desconfío de su historia: de la distancia, de su léxico adulto, de lo añejas que se ven las heridas de su rostro. “¿Seguro que fueron los asaltantes?” Los niños guardan silencio y se miran con el rabillo del ojo mientras el más pequeño dibuja líneas en la tierra con su zapato desgastado. Mi esposo también desconfía y tememos que sea una estrategia para emboscarnos; el miedo me recorre el cuerpo mientras pienso en la posibilidad de que un grupo de hombres salga de los matorrales.

   Aun así, no puedo irme. No sé si Mario y Fernando son una carnada, pero si no lo son, no puedo abandonarlos ahí. Llamo al 911 y me sorprendo cuando la operadora responde el teléfono, me pide mi ubicación y dice que enviará a una patrulla cercana cuanto antes. Me sorprendo todavía más cuando llega. Los policías descienden de la unidad, yo bajo del coche. Hablo con ellos y les explico lo que me contaron los niños: acostumbrados a situaciones de esta naturaleza, me ven como si les hubiera pedido que rescataran a mi gatito del árbol. “No se preocupe, señora. Ahorita nos los llevamos y vamos a ver si encontramos su casa”. No sé si su casa sea un lugar seguro, no sé si estén huyendo, no sé cómo ayudarlos. El policía nota mi angustia y procura tranquilizarme “si no los podemos dejar en su casa, los canalizamos al D.I.F”.

   Mi desasosiego es el mismo que si los hubiera dejado ahí.

 

III

Estoy sola con él. Su padre está de viaje y me esperan tres días más de tener un interlocutor que no me responde nada. “No lo saque de la casa los primeros tres meses” me dijo el pediatra el día que parí, “a esta edad cualquier catarrito es muy peligroso”. Soy primeriza, estoy aterrada. No sé qué es normal, no sé qué es anormal, no sé por qué sigue llorando. Mi familia vive lejos, no hay abuela que venga a explicarme si es un cólico, si tiene hambre, qué necesita. Estoy exhausta, como probablemente lo esté él también.

   Llora hasta que lo arrullo de pie, caminando sobre mis pasos en la diminuta sala de mi casa. Estoy exhausta. Quiero dormir un día entero, pero tengo que despertar –y despertarlo a él- para que coma cada cuatro horas y así evitar que se deshidrate. Me arden los pezones, me duelen los brazos y una punzada se ha instalado en mi espalda. Exhausta. “Duerma cuando duerme él”, pero si lo hago ¿a qué hora lavo toda la ropa que ensucia? ¿A qué hora como? ¿A qué hora trabajo? ¿A qué hora me ducho? ¿A qué hora voy al baño?

   Cuando finalmente logra dormir, lo recuesto en la cuna y reviso todos los mensajes de mi teléfono y los correos que han llegado a mi bandeja de entrada. No, no puedo ir hoy a la fiesta, ni al cine, ni a cenar. No, no puedo participar en su evento. No, no puedo ir a su entrevista de trabajo. Me gustaría mucho asistir pero no sé si puedo llevar a mi hijo. Ah, entonces no puedo ir, muchas gracias. 

 

III.I

Acaba de cumplir un año y medio. He recuperado ciertos espacios y tiempos pero hoy no irá a la guardería, yo perderé varios días de trabajo o tendré que trabajar de madrugada. Le contagiaron el virus mano-pie-boca y tiene llagas en más sitios de los que dice el nombre de la enfermedad, incluidas la lengua y la garganta. Es evidente que comer es doloroso para él, pero tiene mucha hambre. Llora. El llanto incrementa el dolor de cabeza, llora más. Sube la fiebre: veo su piel reaccionar al escalofrío que le provoca el baño tibio al que lo someto para bajar su temperatura corporal. Llora más. Le hablo en voz bajita para ocultar el sentimiento de culpa que me embarga por pensar que lo estoy torturando. Lo veo sufrir y no hay nada que pueda hacer: “es un virus, se cura solo, paracetamol cada seis horas”, dijo el doctor. Veo el horario de la última dosis y descubro que apenas ha pasado media hora. Una incipiente migraña amenaza con ligeras punzadas en mis sienes; me asomo por la ventana para comprobar que todo a la distancia se ve más nítido que de costumbre, los colores son más vivos, la luz es hermosa. Confirmo entonces que no podré escapar y que ya es demasiado tarde para tomar una pastilla. No sé si el llanto de mi hijo verdaderamente crece o es mi percepción alterada por lo que se avecina: un taladro que me atraviesa el cráneo de oído a oído y desde el entrecejo hasta la nuca.

   Quiero que deje de llorar. 

  Al mismo tiempo, mi desesperación crece por ser un testigo inútil y silencioso de su sufrimiento: está ahí, inocente, desconcertado, adolorido, desesperado. Es tan frágil que sólo se me ocurre tomar su cuerpo lánguido entre mis brazos y arrullarlo; lo beso a pesar de todas las recomendaciones médicas de no estar en contacto con él para evitar el contagio. Yo también quiero llorar.

 

III.III

Un estreptococo se ha alojado en mi garganta y gracias a él me hice acreedora a dos inyecciones de antiinflamatorios y diez de penicilina. Me duelen las articulaciones, la cabeza, el cuello, lo que queda de mis anginas y, evidentemente, las nalgas. No tengo hambre, incluso beber agua resulta doloroso. Quiero meterme a la cama y dormir todo el día, sin moverme, en silencio. 

   No puedo. Él tiene toda la energía que acumuló durante la noche. Es sábado, hoy no va a la escuela. Su papá decidió ir a resolver varios asuntos carentes de urgencia y me he quedado, no sin protestar, sola con un niño de dos años. Lo que se dice de los dos años es cierto: son terribles. Es el primer momento de probar límites, de estirar la liga, de ver hasta dónde puede llegar la paciencia de sus padres: es un pequeño adolescente que no habla y tiene todavía el pretexto de “ser un bebé y estar aprendiendo” cuando lanza la comida por los aires o llora a gritos. Mi hijo no es particularmente berrinchudo, pero hay ciertos días en los que pareciera que elige serlo. Hoy es uno de esos días.

   Dormito levemente al lavar los platos. Un sonido acuoso me despierta del trance para descubrir que él ha decidido experimentar lanzando cucharadas de frijoles al piso. Le provoca mucha risa, incluso cuando le pido que deje de hacerlo. Desde que nació, he tenido la firme convicción de que los hijos no son reflejo de lo que somos, sino de lo que hacemos: un niño al que se le grita, es gritón; un niño golpeado, golpea; un niño violentado, violenta. No seré yo quien le enseñe esas conductas, me repito en silencio mientras le pido que deje de hacerlo. No le interesa. Una y otra vez veo las cucharadas de comida estrellarse en el la loza del comedor. Le quito la cuchara, creyendo ingenuamente que será suficiente. Llora, patalea, la quiere de vuelta. Me niego. Llora más, patalea más, la exige. Me niego otra vez.

    Paf. El plato completo acaba de voltearse en la mesa hasta terminar en el piso. Él, en tanto que agente de la travesura, suelta una tierna risotada. No siento ternura, es furia lo que me recorre. Quiero azotar el plato en la mesa, gritar un ¡carajo!, hacer que lo limpie todo. No puede hacerlo, tiene dos años. No seré yo, me digo nuevamente al tiempo que busco entre respiraciones profundas lo poco que resta de mi paciencia. La cabeza me va a estallar, ¿por qué no puedo simplemente acostarme y dejar que él haga lo que quiera? ¿Por qué no puede ser solamente hoy? ¿Por qué no puedo desafanarme y ya? Porque soy su madre y por agotada que esté, algo me obliga, muy a mi pesar, a educarlo todos los días, todas las horas que está despierto. Eso no me hace ser una gran madre ni me vanaglorio por ello: me hace detestar la maternidad en días como éste.

   Esa noche recibo un mensaje de texto: una amiga cercana cree estar embarazada y necesita consejo. Por fin estoy en cama, viendo la televisión con un té caliente entre las manos y un bebé dormido en la otra habitación. Es lo más cercano a vivir sola que volveré a estar en mucho tiempo; a veces, muy en secreto, me permito extrañar mi soledad. “Tener un hijo es conocer un amor que nunca antes has vivido, es una experiencia intensa y compleja; es hermoso, pero lo cierto es que hay que tener muchas, pero muchas ganas de ser mamá para disfrutarlo”, le digo. 

 

IV

Camilo tenía dos años cuando fue asesinado a golpes por su madre y su padrastro en Nogales, Sonora. “El niño de Tláhuac” tenía 4 años cuando su padre lo mató y lo abandonó en medio de Eje 10 cubierto con unas cobijas; pasó más de un mes antes de que alguien reclamara su cuerpo. “Ángela” fue llamada así por la procuraduría porque nunca pudieron establecer su identidad: el cuerpo apareció abandonado en una maleta en el Distrito Federal y presentaba signos de violencia física y sexual. El cadáver nunca fue reclamado, pero la historia conmocionó tanto a la opinión pública y a la autoridad, que la Suprema Corte determinó que no la sepultaran en una fosa común. Kevin tenía cinco años; Christopher, tres y Romina uno el día que su padre decidió ahorcarlos para vengarse de su madre en Ciudad Nezahualcóyotl. Judith tenía 26 años cuando terminó con la vida de su hijo porque era muy travieso y no la dejaba ver la televisión. Era día del niño cuando Rodolfo degolló a su hijo de ocho años y después se suicidó. Luis tenía 22 años cuando mató a patadas a su hija de un año y diez meses porque no lo dejaba dormir; José tenía 45 cuando le dio muerte a su hijo recién nacido al propinarle dos codazos en la cara porque no paraba de llorar. “Para que no sufrieran cuando fueran grandes”, Martha asesinó con un martillo y asfixió con una bufanda a sus hijas de tres, cinco y siete años. Como no podían ponerse de acuerdo sobre la custodia tras la separación, Hilario y Alba decidieron terminar con la vida de sus tres hijas; antes de hacerlo, Hilario abusó sexualmente de la mayor, de siete años, y de la mediana, de seis. La más pequeña, Nohemí, sobrevivió porque su madre decidió protegerla.  

   La lista es tan interminable como escalofriante. INEGI calcula alrededor de 1143 filicidios entre 2012 y 2014; según los censos más recientes sobre las relaciones en los hogares, el número creció en 2016 y 2017. 

 

V

Vivo en un pueblo de poco menos de mil personas. Nunca he sido muy afecta a convivir con la gente en la calle, ni a participar en las fiestas comunitarias, ni a hacer migas con desconocidos. Una de las pocas personas que medianamente conozco aquí es una vecina cuyo perro se comió a mi gato. No es santo de mi devoción, ni yo de la suya: nos enfrascamos en una discusión en una red social –donde sí nos dirigimos la palabra- que giró en torno a la legalización del aborto. De toda la gente del pueblo, no esperaba que ella, artista plástica proveniente de una ciudad grande, esposa de un reconocido científico, me increpara sobre cómo podía estar a favor del homicidio de bebés (sic) y me invitara a ver un video “donde se observa claramente al bebito aferrándose al útero de su madre con sus deditos diminutos para que no lo saquen a morirse”. 

   Me la encuentro en la tienda y la saludo con un gesto breve. Detrás de mi mueca se esconde un ensordecido “no puedo creer que usted se trague esas idioteces” que no logro –ni quiero- pronunciar. Ella ve en mí no sólo a una homicida, sino a una incongruente que tiene un hijo pero está a favor del aborto. Así me lo hizo saber cuando me cuestionó por qué yo había decidido parir si quiero que otras “maten a sus bebés”: yo no quiero hacerlo obligatorio para nadie, le dije, simplemente quiero que exista la opción. Yo soy madre porque, aunque no lo planeé, lo elegí. Eso quiero para todas: libertad de elección. 

   Estoy formada detrás de ella para pagar en la caja. Veo pan dulce, leche, unos chocolates. Hago un esfuerzo por permanecer callada contando las monedas en mi bolsillo para no preguntarle si todo eso es para los niños que “logró salvar” cuando “sus mamis querían asesinarlos en la panza”. Quiero preguntarle dónde están esos niños, hijos de las mujeres a quienes ella logró convencer de hacerse madres después de que sus parejas las abandonaran dejándolas a la deriva en la miseria. “Usted protegió a un embrión para condenar a un niño”, le dije aquel día. “Hacer que nazca no es lo difícil sino el día a día de criarlo, alimentarlo, y guiarlo siempre en un ámbito de cariño; acuérdese de que no es lo duro, sino lo tupido”.

  Al igual que entonces, mi vecina se va sin decir nada. 

 

VI

Reviso las cuentas en la computadora. Se me pasó la fecha de pago de la tarjeta y ahora tendré que pagar intereses. Números rojos por todas partes, pagos a meses, una deuda que se paga con otra. Tengo el agua hasta el cuello y me acaban de rechazar un proyecto del que esperaba sacar algunos pesos. No es un buen día: leí el periódico en la mañana y resulta que acaban de exonerar a un gobernador que desfalcó por miles de millones de pesos al estado que gobernó. Es escandaloso, frustrante, desesperanzador. Me llena de rabia pensar que esa gente puede salirse con la suya y uno está padeciendo que otra vez haya subido el precio de la gasolina, del gas, de la vida. 

   Escucho que mi hijo se despierta de la siesta. Está en su cuarto, acostado en la cuna. Se terminó mi jornada laboral porque ahora debo entretenerlo toda la tarde, cuidarlo, darle toda mi atención. También es culpa mía, me ha dicho una amiga, por negarme a ponerle la televisión para que se distraiga. Ya tendrá muchos años para ser un idiota funcional, le dije en aquel entonces, pero eso no se lo voy a enseñar yo. 

   Abro la puerta de su cuarto y lo veo de pie. Brinca torpemente; sonríe cuando le pregunto si durmió bien. Conforme me acerco, juega a que es un gorila: puñitos cerrados al pecho, “uh, uh, uh” con su tenue vocecita de bebé. Me río. Le gusta mi reacción y ahora hace al cocodrilo: brazos estirados y manos que chocan de arriba a abajo, los dedos son afilados colmillos. Continúa con su repertorio pasando por el gallo, el perro, el cangrejo, el caballo y la tortuga. Cuánta envidia le tengo a su miradita candorosa que se asombra con aquello que la costumbre ya me impide ver: el cielo, el ladrido de un perro, el pasto que se entierra en las plantas de los pies. Imagino mis ojos desde adentro: mis retinas raspadas, empañadas, irremediablemente sucias por el contacto con tanta podredumbre que él, desde su afortunada condición de pureza, todavía desconoce. Él no sabe de cuentas de banco, ni de fraudes, ni de noticias espeluznantes; su poquísima experiencia no ha transitado por el desamor, la decepción ni la zozobra. Quédate chiquito, no crezcas nunca.

   Cierro la puerta tras de mí con la esperanza de que eso mantenga la pesada loza de la adultez fuera de ese espacio de auténtica ingenuidad y lo saco de la cuna; sus piecitos inexpertos lo hacen girar sobre su propio eje y se abalanza sobre mí para no caer. Caigo yo y ambos reímos a carcajadas. Sus carcajadas, tan tiernas como contagiosas; sus ojos, tan llenos de verdad siempre: todavía no ha aprendido a fingir ni a percatarse de las ataduras del deber ser. 

   Que se detenga el mundo esta tarde o que se caiga a pedacitos, qué más me da. Están cerradas la puerta y las ventanas y aquí, en estos quince metros cuadrados, en esta tarde de mayo, sólo existimos él y yo. Lo único que queremos es ponernos a jugar. 

 

Ana Fuente Montes de Oca (1984). Estudió la licenciatura en Lenguas y Literaturas Hispánicas en la UNAM (2003-2008). Participó en los talleres del maestro Guillermo Samperio y en el taller de relato breve Fuentetaja, escritura creativa con sede en Madrid, España. Es colaboradora regular de La Peste y lo fue de la revista en línea Coma Suspensivos. Ha publicado cuentos en las revistas Punto de Partida, Diez Cuatro y Síncope. Fue beneficiaria del apoyo Jóvenes Creadores del FONCA en el periodo 2015-2016. Su primer libro Chicharrón de oso y algunos cuentos del fracaso fue publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 2018

Déjanos un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*