El Octavo pasajero

por Axel Velasco

 

 

I

Esa noche, Mónica se puso a reclamarme todo lo que había salido mal en nuestra relación, desde hacía siete años, por mensajes de texto, diciéndome que aquello la hacía sentir enojada y triste. Por mi parte, sentado en la parte trasera de un taxi, tras leer aquel caudal de reclamos, de pronto fui presa del miedo y de la culpa, pero sólo hasta que el resentimiento y la sed de venganza ganaron terreno dentro de mis emociones. 

  Después de maldecirnos mutuamente, guardé el teléfono en el bolsillo de mi pantalón con los nervios ardiendo, jurándome no buscarla nunca más, jurándome destruirla, al menos dentro del ámbito de mi repudio personal. Pero Dios sabe que en estas cosas yo siempre llevo las de perder: Mónica puede durar a bordo del tren de la indignación y el drama semanas enteras, a veces meses; en cambio, yo sé que aquella pretendida seguridad es pura farsa. Una reacción química que se disipa en menos de 48 horas y que sólo es posible mantener en pie gracias a la voluntad de creer en nuestras propias mentiras, de modo que siempre me termino despeñando en los abismos que este tipo de peleas abren en mi realidad, como si cayera en un pozo sin fondo o me hallase en medio de un acertijo sin solución posible. 

  Quizá por eso mi relación con Mónica ha durado tanto, pensé, pues ante la incertidumbre absoluta, ella representaba lo único firme a lo que me puedo atar; su afán de supervivencia,  su ímpetu narcisista, son cosas que, de algún modo, resultan reales, tangibles. Explicó todo esto es porque fue, precisamente bajo estas lamentables condiciones emocionales, que arribé a mi destino, con la desesperación haciéndome cosquillas debajo del vientre. Entonces bajé del taxi, y me fui directo a ver la cartelera, tratando de no desmayarme.

  El ciclo “Clásicos en pantalla grande” ofrecía El Octavo Pasajero, película que yo nunca había visto debido a antiguos y estúpidos prejuicios anti Hollywood. Alegre, compré mis boletos de inmediato. Fui por un café, hice la fila y, acto seguido, me senté cómodamente en mi asiento, esperando poder olvidarme de mis problemas emocionales, por lo menos durante algunos minutos. Mas las cosas no ocurrieron como yo deseaba. Por el contrario, la película me había parecido perturbadora: una belleza terrible, en todas las dimensiones del término. Así, la estética oscura de la cinta, la aprehensión casi asfixiante padecida por la personaje, me sacaron de aquella sala devorado por una epifanía diabólica. Fue quizá debido a la fuerza de gravedad que dicha cinta había ejercido sobre mi alma, que pronto mi mente comenzó a orbitar alrededor de la idea del monstruo.

  El argumento de El Octavo Pasajero es, creo, de dominio público: en el futuro, una compañía manda traer a un alien a la Tierra con el fin de estudiarlo y aprovechar los resultados de sus investigaciones con fines propios. La tripulación ha sido embaucada con una misión falsa y son poco menos que ratones de laboratorio. Por su lado, la criatura Alien es lustrosa, húmeda, su sangre es ácido, se engendra mediante una violación en un organismo huésped y, por si fuera poco, posee, sobre todo, la característica de anteponer su propia supervivencia ante cualquier obstáculo, incluido, por supuesto, el moral, lo cual la vuelve envidiable ante los ojos del autómata infiltrado dentro de la tripulación. 

  Como resulta obvio, la cualidad inenarrable del monstruo incrementa la sensación de incertidumbre y de suspenso en el espectador (aprovechando, de este modo, al máximo sus virtudes narrativas) al tiempo que, paulatinamente, el sentido de su naturaleza se desdobla como un espejo ante nuestros ojos. It is us, dirían los gringos con más fortuna que nosotros. El Alien pues, es un monstruo, una sombra, una negatividad ontológica: es nuestro doble. Y más que eso: nuestro verdadero yo. En el juego de los reflejos, el extraterrestre nos revela. Pero ¿qué es lo que vemos en él? En mi opinión, el yo colectivo al que pertenecemos: la sociedades del capitalismo tardío, el sistema sin rostro que se guía única por su egoísmo. De ahí que el salto de lo sociológico a lo psicológico me resultase sencillo, casi natural. Pues mi vida, bien observada, era muy semejante a aquella película, aunque con una producción más modesta, sin tanto diseño, me decía a mí mismo, vagando por las calles oscuras y húmedas de Coyoacán.

  Finalmente, sentando en una banca del centro, consumido por ese remolino que llevaba dentro del alma, de repente, pensé que un trago me vendría bien. De modo que enfilé mis pasos rumbo al Hijo del Cuervo, que se encontraba exactamente en frente de donde yo estaba. Quien sabe qué estrella fue la que me guió entonces, qué funesto destino marcó mis pasos, pues fue ahí donde encontré a Andrés, después de nueve años, sin marcas de envejecimiento evidentes, tipo Dorian Grey, sosteniendo un mezcal con la mano izquierda.

  Su súbita aparición me provocó una enorme alegría, de modo que me acerqué a saludarlo. Él también pareció contento. 

  Andrés y yo habíamos sido mejores amigos hasta la mitad de la universidad; no fueron diferencias inconciliables las que nos apartaron sino un sencillo hartazgo. Compartíamos a tal grado intereses, opiniones y fobias que, en algún punto de nuestra relación, las cosas se volvieron aburridas, como si ya no tuviéramos nada más que decirnos y únicamente un silencio creciera entre nosotros. Por ese motivo, creo, antes de que las cosas decayeran, decidimos dejar de buscarnos. 

  Desenvuelto y medio borracho, Andrés pronto tomó las riendas de la conversación, interviniendo con sarcasmos cada una de las anécdotas que salían a flote y sin aclarar qué demonios hacía ahí, tomando solo. Cuando se lo pregunté, únicamente se limitó a contestarme: “Te estaba esperando”, después soltó una risa larga y yo no volví a insistir. Por mi parte, no tardé demasiado en alcanzar su mismo nivel alcohólico.

  En algún momento de la noche, ya decididamente ebrios, Andrés me propuso que fuéramos a su departamento. Y a mí, a pesar de ser martes, me pareció que aquello era una excelente idea. Yo necesitaba una subterfugio urgentemente y el encuentro fortuito con mi ex compañero de universidad resultó ser la excusa perfecta.

  Así fue como acabé en su casa de la Santa María la Rivera, envuelto en la luz amarilla de su sala. Terminada la botella que compramos en la vinatería del barrio, decidimos ir a dormir, pero dado que su departamento sólo tiene una habitación, me dijo: “Nos podemos dormir juntos o te paso una cobija para que te acuestes en el sillón”. Asumiéndolo con naturalidad, le respondí que no tenía problema con quedarnos juntos, mientras él procedía a desnudarse. 

  No pude conciliar el sueño de inmediato. En cambio, me quedé escuchando mi propia respiración, casi sin moverme. Con el paso de los segundos el silencio entre ambos fue haciéndose tenso, casi quebradizo. Con los ojos completamente abiertos en la oscuridad, me preguntaba si mi ex amigo dormía, aunque la respuesta me parecía obvia: no. De súbito, un sonido casi imperceptible se filtró hasta mi oído. No tuve entonces la menor de las dudas: Andrés se estaba masturbando sutilmente a mi lado. 

  Estupefacto, no supe si sentirme incómodo. No sabía si permanecer ahí o irme al sillón; si sentirme ofendido o halagado. Pero todas aquellas cavilaciones se rompieron cuando escuché, suave y tibio, un claro gemido proveniente del otro extremo de la cama.  Presa de una reacción inmediata, mi miembro se paralizó en un instante, turgente y recio como en mis mejores tiempos: una erección verdadera, pensé, no como las que últimamente tenía con Mónica. Así, sin previo aviso, lo sentí tomar despreocupadamente mi miembro entre la palma caliente de su mano, sacándolo del bóxer y meterlo dentro de su boca. 

   En ese momento no pude más que exhalar un gemido de placer que fluyó límpido a través de mi garganta, sin obstáculos ni represiones que pudiesen contener aquel río de gozo. “¡No soy puto!”, le grité, pero sin quitarle la verga de la boca. Él sólo atinó a contestarme: “Aquí el puto soy yo, papi”. Y no hizo falta nada más para que me pusiera de rodillas sobre la cama, le aplastara la cabeza contra la almohada, y procediera a penetrarlo, previa aplicación del lubricante que él mismo tuvo a bien facilitarme. 

   Terminado el acto, satisfecho, y tras haber eyaculado adentro de su culo, me quedé profundamente dormido con Andrés entre los brazos.

  Al día siguiente amanecí solo, presa de una cruda desoladora. En el buró había una nota: —“Tuve que salir. Si quieres puedes tomar un baño. Llámame.”— seguida de su número telefónico. Tomé el baño intentando no pensar más en lo sucedido. Perturbado hasta la náusea, salí a vomitar al escusado; pero, ya de regreso en la regadera, el solo recordar cuánto había disfrutado todas las cochinadas que le había dicho a mi ex amigo me obligó a masturbarme nuevamente. 

   Salí de casa de Andrés envuelto en una tristeza que no había experimentado desde la secundaria. ¿Era yo homosexual? “En dado caso fui yo quien le metió la verga a Andrés… Ya estaba muy tomado y Dios sabe que mi vida con Mónica lleva meses al borde del abismo”, me dije para tranquilizarme, aunque lo cierto era que nada me quitaba la ansiedad. ¿Por qué mierda seguía yo en esa relación?, me preguntaba. “Pues por pendejo, básicamente, por pendejo y por débil”, me contestaba dentro de mi propio monólogo.

  Desde San Cosme hasta Tasqueña tuve bastante tiempo para reflexionar. Mi celular no tenía batería y eso me aliviaba. Entonces deseé aventarlo a los andenes del tren, ya que volver a prenderlo, tan sólo para leer los insultos y reclamos de Mónica, los mensajes estúpidos del grupo de Whats con mi familia y con los compañeros de la maestría en Letras, me enfermaba. 

  Estaba en el hoyo, verdaderamente, sin explicaciones complicadas ni eufemismos: esto se llamaba, tan sólo haber fracasado en la vida y era tan evidente para mí como paras las personas que me conocían y hasta para las que no. Bastaba ver esos rostros opacos, acusatorios, que me rodeaban en el transporte, como si “supieran” y me despreciaran. Fue así, armado de un valor que sólo podía ser hijo de la desesperación, que tiré el móvil a las vías del tren. Acto seguido salí del subterráneo, sin voltear la vista atrás, con el fin de abordar el bus hacia mi casa.

  Antes de llegar a mi edificio, me compré un ron en la vinatería de la esquina. No iba a adelantar nada de mi proyecto el día de hoy: estaba harto de él. Además, ¿a quién coño le interesan las poéticas de la segunda mitad del siglo XX y su análisis comparativo? Ni a mis asesores ni a mis compañeros, ciertamente, que lo único que saben hacer era justificar sus becas o sus salarios realizando glosas de obras clásicas o periféricas o curiosas que, supuestamente, demuestran un punto de vista casi siempre obvio, inflado o irrelevante. 

  Envuelto en la nube de mis pensamientos, abrí la puerta de mi departamento, prendí el aparato de sonido e, intentando borrarlo todo de mi mente, me embriagué solo, brindando por el fin del mundo.

  Al día siguiente desperté con el entendimiento claro, sin sombra de resaca, como si las dos borracheras me hubieran hecho una catarsis benéfica. Después del primer café, tuve el firme propósito de ponerme a trabajar en la tesis pero, al abrir la computadora y ver la multitud de mensajes de Mónica, que, como era de imaginarse, atiborraban mis redes, me obligué a cerrar la laptop por puro instinto de supervivencia. 

  Ciertamente, no estaba preparado para decirle la verdad: “Mónica, fíjate que ayer se la metí a un hombre”. Así que no volví a abrir la computadora, ante el riesgo inminente de contestar aquellos mensajes y dejarme llevar por algo que me superaba. De este modo la ansiedad y la culpa comenzaron a picarme (otra vez) en el pecho, a tal grado que en algún momento pensé en la posibilidad de que aquello deviniera en una taquicardia y la taquicardia, a su vez, en una insuficiencia cardiaca. 

  Ya en el colmo, mi mano comenzó a temblar sin que yo pudiera controlarla, de modo que salí a la calle con el fin de fumar algunos cigarrillos, esperando que el humo y la caminata me tranquilizaran. Sobre la acera, al buscar el encendedor en uno de los bolsillos de mis pantalones encontré la nota de Andrés… presa de la superstición, me convencí de que aquello no podía ser casualidad. Así que, con las monedas que traía en la misma bolsa, me dirigí al primer teléfono público que encontré y procedía marcar los dígitos de su número. 

  Cada tono en el auricular me tenía al borde del infarto. El teléfono sonó unas cuatro veces, después me colgaron, rechazando de forma evidente la llamada. Profundamente herido, fui a sentarme a la banca más cercana. 

 Andrés me rechazaba. Él sabía, por supuesto, quién marcaba. No había otra explicación. Mientras yo, pobre diablo, yacía aquí, intentando, ridículamente, “darle un giro” a mi vida sin Mónica, tratando de no necesitar su tóxico terruño de realidad, que era lo único que tenía para ofrecerme, presa de la vulgar crisis de los treinta. 

 Pero ¿y si Andrés se había equivocado y me había colgado por error? ¿No era el extremo de la paranoia pensar que “sabía” que aquel número desconocido era mío? ¿Debía volver a llamarlo, arriesgarme a una humillación aún peor? ¿Debía irme a mi casa a intentar no pensar en nada , esconderme en mi habitación para no salir en semanas? Tras pasar un momento de ofuscación decidí ponerme de pie con las monedas apretadas dentro de mi mano sudorosa. Presioné los números nuevamente, cuidando no equivocarme, y, tras el primer timbrazo, Andrés, del otro lado de la línea, contestó:

—¿Axel?

—Sí… 

—Perdona, hace rato se me acabó la batería y apenas lo puse de nuevo a cargar.

  Asombrado y (sobre todo) feliz, sólo atiné a reír torpemente y decir cualquier estupidez, luciendo a todas luces nervioso. El punto es que, para mi fortuna, o para mi desgracia (todavía no podía preverlo), del otro lado del teléfono Andrés sonaba sereno, como si siempre supiera cómo llevar la conversación con tal de hacerme sentir menos fuera de lugar y volver más ligera la comunicación entre ambos. Finalmente, al colgar el auricular, respiré aliviado, feliz. 

  A grandes rasgos, Andrés me había invitado a su casa al siguiente día. Tenía una reunión con unos amigos y “sería fantástico que asistiera”. Yo, por supuesto, le dije que sí a todo, de manera que regresé a casa transformado, brincando en un pie de lo contento. Instantáneamente había recuperado mi centro, la taquicardia y la ansiedad desaparecieron. Ahora podía seguir trabajando en la computadora sin que eso tuviera el potencial de desestabilizarme. Simplemente, me repetía frente al espejo del baño, no abriría mis redes, tan sólo usaría el Word y las ventanas que fueran necesarias para buscar información como lo hacen las personas sanas, me repetía. Y así lo hice.

  Satisfecho por mi comportamiento, una sombra cruzó fugazmente por mi cabeza: ¿Quién demonios era Andrés?

 

 

II

El departamento estaba atiborrado. En un principio me resultó difícil imaginar qué tipo de nexos pudieran juntar a todas aquellas personas, tan aparentemente diferentes entre sí, aunque, con el paso de los minutos, se me fue haciendo evidente que la disolución era el pegamento que las mantenía unidas. 

  Intimidado por aquella turba, me fui a sentar a un rincón de la sala, a un sillón individual que de pronto había quedado libre. Andrés no aparecía por ninguna parte. 

  El contraste entre esas personas y yo, me decía, era mayúsculo. Yo soy un hombre tímido, serio. De hecho, de un tiempo para acá, me resultaba cada vez más complicado “soltarme”, socializar de buen grado, como podía ver que todos los demás hacían. Si no aparecía Andrés, mi experimento de “salir” aquella noche iba a resultar en una catástrofe psicológica de proporciones más bien psiquiátricas. Este six y me largo.

  Hasta la quinta cerveza pude romper el hielo, o más bien, alguien me obligó a romperlo. Un cuarentón con bigote y un brazo tatuado, me abordó.

—¿Fumas? —me dijo, mientras mostraba un cigarro de marihuana.  

  Quizá debido a mi natural instinto de rechazar a los otros, contesté primero que no y luego que sí, al recordar lo aislado que me encontraba en aquella fiesta, a la que no debí de haber asistido. Ante tan evidente tropiezo, el sujeto soltó una carcajada que yo agradecí íntimamente. Fumamos. O, más bien, fumó él, convidándome breves trenes. Rápidamente, aquél hombre fue envolviéndome dentro de su conversación. Parecía un tipo inteligente. El entrecejo, así como las venas marcadas en sus brazos, acentuaban un matiz enfático en su personalidad. Aunque yo fumé apenas unos pases, la yerba se me subió muy pronto a la cabeza, mientras mi nuevo compañero no dejaba de hacerme reír. Entonces me ofreció de su bebida y yo, que ya no pensaba más en Andrés, me asombré por estar hipnotizado por aquel sujeto.

  —Me llamo Daniel, soy el hermano mayor de Andrés –dijo, imprevistamente, extendiéndome la mano.

  Con la boca abierta, respondí con un fuerte apretón. 

  Yo únicamente sabía de la existencia de un hermano, perdido en la genealogía de mi amigo. En el acto, proseguí a contarle cómo y dónde había conocido yo a su hermano. Me asombró saber que Andrés le había hablado de mí. Toda esa información, soltada tan de golpe, me resultó difícil de asimilar, de modo que le pedí que me disculpara para que pudiera ir al baño para asentar un poco aquellas cosas dentro de mi mente. 

  Eran ya las doce y media, la casa estaba atestada y de Andrés no había ni rastro. La fiesta era buena; la iluminación y la mezcla de música resultaban afortunadas. La gente se divertía, bailaba, se drogaba, se besaba. Yo, por mi parte, comenzaba a sentirme borracho y a mis anchas. Daniel era un tipo simpático. ¿Sería puto también como su hermano?, me pregunté, aunque tal pregunta me resultó perturbadora, en la medida en la que me implicaba. Al salir, encontré a Daniel nuevamente, aguardándome en la puerta del baño, con una sonrisa de esquina a esquina iluminándole la cara. 

  —Acompáñame, quiero mostrarte algo.

  Recuerdo que solté una risita idiota pero, en seguida Andrés me sujetó del brazo. Entramos en la habitación de su hermano, prendió lámpara del buró y, de pronto, le puso llave a la puerta. 

  Me volteé a mirarlo con los ojos muy abiertos y sin poder mover un solo músculo. Por su parte, Daniel se acercó a mí, decidido, y me besó en la boca, atrayéndome con fuerza. Pude sentir su miembro duro, voluminoso. Pronto me tomó bruscamente del pelo, provocando un gemido en mí que yo no tenía previsto exhalar. Era como si mi cuerpo reaccionara por sí mismo, animado por otra voluntad diferente a la mía.

  Después de desnudarme, de rodillas, me puse a mamársela. Él no me soltaba del pelo, pegándome en la cara con su verga.

  Temo admitir que fui yo quien, con voz suplicante, le dije “métemela”. Pero Daniel no lo hizo de inmediato sino a su tiempo, primero me puso a chuparle los huevos, luego el el culo, ya después, teniéndome de rodillas frente a ese animal colorado en que se había convertido su pene, me tomó del pelo con una de sus manos y con la otra me dio una serie de cachetadas que yo gocé hasta el desmayo.

  Sólo entonces me volteó sobre la cama y del cajón del buró sacó el mismo lubricante que yo le había untado a su hermano unos días antes. Acto seguido, procedió a penetrarme, firme aunque con cierta delicadeza como si adivinara que yo era virgen. 

  No obstante la asfixia producida por su verga y el espanto que me suscitaba la idea de cagarme, puedo decir que, en términos generales, me dejé llevar por aquel placer profundo; un placer mucho más “completo” que el que hay en penetrar. 

  Esto era la verdadera vida, me decía a mí mismo, arrasado por el gozo que me brindaba la verga de Andrés al dejarme el culo lleno de leche.

  Abrí los ojos de repente, sin ningún sobresalto, sumergido en una tranquilidad más bien sospechosa, como la de la calma antes del crimen. Afuera no se oía nada. Lo único que sostenía mi ojo era el silencio y la oscuridad. Estaba solo. 

  De un momento a otro las palabras se ordenaron súbitamente en mi cabeza, ofreciéndome un relato coherente de lo acontecido: el hermano de Andrés me había partido el culo y yo no sólo lo había disfrutado sino que me había vuelto loca. 

   Cuando su verga hubo entrado en mí, dicha situación había resultado ciertamente dolorosa, pero, detrás de ese dolor, existía, paralela, una sensación de profundidad no sólo placentera sino enloquecedora. Un sentimiento de posesión que nunca antes había experimentado y que ni siquiera imaginaba que pudiera existir. Que te agarraran y te cogieran, no era lo mismo a solo penetrar. Y aquello, de pronto, me parecía como descubrir un continente o una cuarta dimensión adentro del cuerpo.

  Sin embargo, la situación me había dejado descolocado. Jamás había sentido yo atracción por los hombres, o al menos, eso era lo que me contaba. ¿Qué iba a hacer de ahora en adelante? ¿Qué le iba a decir a Mónica, a mi familia? ¿Guardaría silencio o tendría que confesar mis actividades sexuales “irregulares” para no ser tildado de cobarde? ¿Había hecho esto por pura desesperación? ¿Quién era yo verdaderamente? Todo aquello me llenaba la cabeza, revoloteaba, arañaba por dentro.

  Nervioso y avergonzado, tuve ganas de salir corriendo e irme a mi casa de inmediato. Encerrarme un par de días, trabajar sobre mi tesis, limpiar mi departamento hasta terminar con la más mínima mota de polvo, salir a correr, visitar a mi madre, comprarme un nuevo celular y hablar con Mónica para pedirle disculpas y hacerle el amor violentamente. Recuerdo, con suma claridad, hasta qué punto me encontraba a la intemperie. 

  Supe entonces que debía encontrar un refugio o pronto comenzaría a desmoronarme. Así que, de un salto, me levanté de la cama, busqué mis ropas y me propuse salir de ahí, aprovechando que, al parecer, todos estaban dormidos o habían salido.

  Finalmente, busqué mi ropa entre la oscuridad del cuarto. Me calcé los zapatos y, de puntitas, abrí lentamente la puerta.

  Afuera, efectivamente, no había nadie, todo yacía sumergido en la quietud de las 5:30 de la mañana. 

  Tras dudar unos segundos procedí a encender la luz. El departamento, como era de esperarse, estaba hecho un desastre. Me detuve a observar aquel lugar. No parecía ser el sitio en donde alguien lleva viviendo más de dos años. No había retratos. No había libros ni lámparas colocadas estratégicamente. Bien visto, era un departamento de paso.

  De aquella abstracción me regresó el espanto de escuchar un ruido de pasos y de voces en las escaleras. Era Andrés, su hermano y una mujer. Sus risas, desencajadas, resonaban a lo largo del pasillo. Como ya no sabía dónde esconderme, no tuve otra opción  que quedarme parado, como idiota, cuando ellos abrieron la puerta.        

  —¡Despertaste!  —gritaron las voces de los hermanos que corrieron a abrazarme. Me presentaron a su amiga, Mariana, una morena de chinos, bastante guapa, que parecía no poder quedarse callada ni por un instante. Sin mayor antesala, sobre la mesa de cristal armaron cuatro líneas gordas de cocaína. Yo llevaba años de no consumir sustancias y, a decir verdad, sólo lo había hecho en un par de ocasiones. 

  Recuerdo que me aspiré completa la línea de coca que me correspondía y, después de ese momento, todo fue resbalándose en mi conciencia, como la luz que se iba filtrando por las ventanas alrededor, cayendo en los contornos de los objetos que nos rodeaban. En ese momento pude sentir, de una manera muy diferenciable, que uno de los efectos de la coca consistía en despojarme de una parte de mí… pues de pronto me noté a mí mismo como si actuara en el cuerpo de alguien más, como si no fuera mi mente la que accionara mi cuerpo, sino otra cosa… y aquello, al menos por el momento, resultaba un alivio.

  Entre aquellas personas, recapacité, yo no era nadie y por lo tanto no tenía por qué justificarme en nada. Andrés realmente sabía poco acerca de mí, y dudo que le interesara saber más. Su hermano solamente me había follado y a Mariana era la primera vez que la veía en la vida.

  De esta manera el sábado avanzó. 

  Entre nosotros las cosas marchaban bien, reíamos, bailábamos, bebíamos un trago tras otro y hacíamos nuevas líneas de coca, mientras el porro y los cigarrillos circulaban libremente. Finalmente pude platicar con el hermano de Andrés sin parecer un imbécil, mientras él me miraba fijo, agarrándome del muslo. 

  Debió de haber sido como a las 9 de la mañana cuando noté algo que me dejó atónito: Mariana era novia de Andrés, o algo así. Lo supe porque, además de la confianza que parecían profesarse, empezaron a besarse cariñosamente. Aquello, contra lo que a mi me hubiera gustado, me dejó con la boca abierta frente a la mirada de todos que, al notarlo, estallaron en una risa loca, a la que, después de un rato, también me uní.

  Los tragos siguieron corriendo, sin embargo, el efecto de la despersonalización que, según yo, se debía a la cocaína, tampoco se detuvo. 

  En algún momento, que ahora no podría señalar con precisión, presa de la nube del alcohol y de mi libido, me encontré a mi mismo mamándosela a Daniel en la cocina.

  No sé en qué instante me di cuenta de que Mariana nos observaba. Ignoro cuánto tiempo estuvo viéndonos pero entendí de inmediato que aquello la excitaba. Incluso pensé que estaba a punto de unírsenos, pero no fue así; le dio un trago más a su cerveza y regresó a la sala a bailar con Andrés y a cuchichearle no sé qué cosas. Entonces Daniel me dijo que era suficiente, que no se iba a venir, de modo que se guardó la verga, se subió la bragueta, me dio un beso en la boca.

  Ya en la sala, recuerdo que permanecí silencioso, en el sillón, fumando un cigarrillo tras otro, con ese extraño sentimiento de no pertenecerme creciendo adentro de mis huesos hasta que empecé a sentir miedo. ¿En qué momento iba a regresar a mi casa? Y, sobre todo, ¿con qué motivo? Eran cosas que en aquel instante me preguntaba y ante las que no hallaba respuesta.

  De pronto, cuando sentí la mano cálida y ligera de Mariana posarse sobre mi mano.

 

          —¿En qué piensas?

       Yo la miré un rato, sin decir nada, midiéndola, pero bastó un gesto de indiferencia cómplice en su cara, un guiño del tipo “Debido a que no te conozco, me puedes contar todo”, para que me soltara. Entonces le dije que me sentía terriblemente solo. Que no pertenecía a ningún lado. Que mi novia me odiaba y que debía regresar a ella de rodillas o quedarme varado en el desierto. Que no quería volver casa.

— Axel… —respondió, poniendo su mano sobre mi muslo, mientras su tibieza me producía una suave erección-—, aquí a todos nos pasa lo mismo. 

        Luego colocó su mano en mi rostro, limpió mis párpados y procedió a besarme. 

Ven —dijo, llevándome de vuelta al cuarto, de donde hasta ahora me había sido imposible escapar. 

  Sorprendido, volteé a mirar a Andrés y a Daniel que únicamente sonreían.

 

 

III

Amanecí desnudo, envuelto en una luz blanquísima y desesperante que no me dejaba pensar. Por puro instinto cerré los párpados de nuevo, poniéndome el antebrazo en la cara, pero aquello no solucionó nada. El blanco hiriente no disminuía su irradiación. Era como si el adentro y el afuera hubieran quedado abolidos. Por supuesto, no era que me dolieran las córneas. Estaba ciego; ahogado en un mar blanco de donde no podía escapar. Pronto comencé a agitarme, a retorcerme. Mi conciencia era un gusano atacado por la sal. Gemía, gritaba, o eso era lo que yo pensaba estar haciendo, hasta que noté que en realidad no emitía ningún sonido pues todo estaba ocurriendo adentro de mi mente: este enorme espacio vacío. Entonces sentí un pánico que jamás he vuelto a experimentar,  una especie de horror de índole sobrenatural. 

 Después abrí mis ojos realmente.

  Los cuerpos desnudos de Mariana, Andrés y Daniel estaban ahí, a un lado mío, sudorosos, exhaustos, envueltos en las sombras. Me vestí y salí de puntitas de la habitación, procurando no despertarlos. Mis compañeros parecían estar muertos, completamente agotados por aquella orgía alucinante en la que nos habíamos sumergido, un poco después de que Mariana me llevara al cuarto. En ese momento, mi cerebro articuló todo de un golpe: las escenas del incesto entre los hermanos, mientras Mariana me pedía verga, enloquecida, como un animal, al tiempo que yo miraba cómo Daniel y Andrés se penetraban, violentamente, sin poder quitarles la vista de encima.

  Recuerdo con una claridad desmesurada, con una nitidez enferma, aquellos acontecimientos. Sucedió que, en medio del éxtasis posterior, Daniel comenzó a decirle cosas a Andrés, cosas que ahora sólo puedo recordar con estupefacción y sin el menor dejo de excitación. Le decía, presa de no sé qué furia, que él había sido como un padre para él, mientras Andrés gemía fuerte, no como un hombre sino como un pedazo de carne atacada por la euforia. Pese a ser insoportable, esto provocaba un ardor en mi verga que yo sólo podría atribuir a algún tipo de brujería. Mientras tanto, Mariana, debajo de mí, me agarraba de los brazos, me mordía, arañaba mi cara, me miraba fijamente, como si su vida dependiera de ese acto, diciéndome “penétrame”, con los ojos dilatados, unos ojos que ya no eran los suyos. 

  Todo esto me llenó de terror. Quizá si hubiera podido irme en esos momentos lo hubiera hecho, pero dicha operación resultaba imposible. Mi cuerpo ya hacía tiempo que no obedecía a mi conciencia que, simultáneamente y a diferencia de mis compañeros, renunciaba a desaparecer. Renunciaba a ser absorbida por ese agujero negro. Como si estuviera condenada a presenciar aquel infierno sin terminar de fundirse, como le sucedía a mis compañeros, quienes, entregados, parecían no pertenecerse.

  De pronto, escuché claramente el sonido de unos pasos corriendo en el pasillo. Aunque aquello me causó pánico, no pude liberar a mi cuerpo de aquel hechizo. 

  Probablemente, me hubiera vuelto loco en aquel momento, pero entonces Daniel y Andrés empezaron a decir cosas sin sentido, como si tuvieran afasia. Cosas del tipo: “el aire y el humo muerto en el corazón del cerdo.”. Sé que aquello, si lo escuchara ahora, no tendría ningún sentido, pero en esos momentos tales frases estaban cargadas de una energía que les concedía una enorme fuerza de gravedad. Mientras tanto. Mariana reía y yo, de pronto, perdí la conciencia. Después vino el sueño en blanco.

  Ya vestido, me deslicé entre las sombras hacia el teléfono del departamento. Marqué con el pulso temblando el número de Mónica. Cuando contestó, fuera de mí, me puse a decirle quién sabe qué cosas, esgrimidas con la angustia suficiente como para preocupar severamente a mi ex novia. Alterada, me dijo que saliera de inmediato de aquel lugar, que tomara un taxi a su casa. Eso fue exactamente lo que hice.

  Tardé meses en recuperarme de tal experiencia. Durante todo ese tiempo, la actitud de Mónica fue tan acomedida que por momentos resultaba casi maternal. 

  A la fecha no se ha atrevido a preguntarme qué fue lo qué pasó aquella semana en la cual rompimos y que me devolvió a sus brazos, completamente desarmado, roto. Ni Andrés ni Daniel ni Mariana volvieron a buscarme, aunque realmente no tenían cómo hacerlo ya que no poseían mi número y nunca supieron donde vivía. 

  Con Mónica, voy mejor que nunca, a los cuatro meses de ocurrido el acontecimiento le propuse matrimonio y las cosas entre nosotros parecieron arreglarse como por arte de magia. SI bien  aquella escena vuelve a mí con frecuencia (¿qué demonios eran aquellos pasos que escuché con tan aterradora claridad?), pero mi abstinencia del alcohol y la marihuana, así como la concentración que aplico a terminar mi tesis y en planear mi boda, me dejan poco tiempo para pensar en ello. 

  Mis asesores están contentos con mi desempeño y planean apoyar mi candidatura al doctorado que, si todo sale bien, comenzará el siguiente año. El mes pasado Mónica dejó de usar el dispositivo; ambos estamos muy emocionados.  

 

 

 

Axel Velasco (Ciudad de México, 1985). Es poeta y narrador. Ha publicado poemas y cuentos en diferentes revistas como Punto de partida, Punto en línea, Tres pies al gato y Electro Dependiente. En 2012 ganó el primer premio de la revista Punto de partida en el área de cuento.

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