por Ismene Venegas
Fotografía de Tomás Castelazo
Un día supe de la existencia de una parte del pollo de la que se dice que es la más suculenta debido a su textura jugosa y buen sabor. Yo, que entonces me creía conocedora de todas las partes del pollo que tienen utilidad en la cocina, me percaté de que había vivido ignorando el nombre y la posición exacta de ese bocado de sabor proverbial. La noticia de su existencia me sorprendió en la cocina de un restaurante de San Diego, California. Allá la llaman: chicken oyster. Sí: ostión de pollo.
Arrojé al freidor de aquella cocina una docena de chicken oysters y el aceite borboteaba enérgicamente: ¿de qué parte del pollo podría provenir ese trocito peculiar que sumergí en la fritura? Tiene la forma de una mini pechuga de ave. De, por ejemplo, una pechuga de codorniz: redonda pero no circular del todo. Uno de sus lados es agudo, parecido al contorno de una almendra. Como si formara la mitad de un corazón. No de aquellos de las ilustraciones científicas, anatómicamente precisas, sino más bien de esos corazones rojos cursilones. Por eso le llaman chicken oyster, porque los ostiones tienen un extremo puntiagudo y otro que pretende ser redondo.
—It’s part of a chicken’s leg— me decía Spencer, la jefa de cocina que se sonreía para sí cada que la llamaba por su nombre como “Espencer” y no “Spencer”. ¿De la pierna?, pensé. En silencio, al observar el aceite borbotear desde el fondo del freidor, buscaba razones para quitarle a la pierna del pollo un trozo de carne. No tuve mucho éxito que digamos. Con la implacable temperatura del aceite, en cuatro minutos cronometrados los ostiones de pollo lograron sublimarse en un dorado sin mácula. Crujiente por fuera, jugoso por dentro. Conservaban pegado a uno de sus extremos un triangulito de piel que se ondeó en el vaivén de los borbotones de la fritura como capa de superhéroe.
En México llamamos a la extremidad anterior del pollo pierna con muslo. Para mí, era clarísimo que esta intrigante pieza del pollo no era parte de la pierna, de eso que llamaríamos el chamorro. Tendría que alojarse, en todo caso, en algún rincón del muslo. Pero ¿en cuál? Está asociado al muslo y tiene un pedazo de piel, elucubraba, ¿de qué parte se trata?
Del pollo, cuya carne no me es particularmente apetitosa, conocía la característica de resequedad de la pechuga y, en realidad, nunca me hizo muy feliz cocinarla o comerla, a menos de que se tratara de la milanesa de pollo de mi infancia, y cómo no con ese sabor a frito que hace comestible casi cualquier cosa que cubre. Aunque aprecio mucho el sabor a comida casera que el caldo de pollo le suma a sopas y cremas, desde pequeña desarrollé unas manías algo inútiles en torno a mi consumo del pollo: me parecía un tanto desagradable la pegosteosidad que la piel del pollo asado le brinda a los dedos índice y pulgar que tocan la pieza. Los tendones de la pierna de pollo, así como los cartílagos nunca fueron mi devoción, siempre me resultó asqueroso ver a alguien comerlos con alegría. Acaso le debo mi educación en el consumo del muslo de pollo a los restaurantes chinos a los que me llevaron a comer de niña y que disfrutaba ampliamente. Devoraba el pollo almendrado o el rebosado con salsa de piña hasta que me daba hipo por comer tan aprisa. Ya que conocí la ciencia detrás del músculo comestible, ya que comprendí la naturaleza magra y seca de la pechuga y la sabrosa jugosidad del muslo de pollo, entendí que si había que escoger una pieza de esta ave, tendría que ser el muslo. Y si en algún lado se alojaba la parte más suculenta de la carne de este animal, tendría que ser ahí.
Le ruego entonces a Google que me ayude a descifrar el misterio. Me arroja una luz. El ostión de pollo es un pedazo gordito de músculo rojo de la parte superior del muslo. Podría decirse que es la tapa: la carne que une al muslo con el hueso de la cadera. Si no se tiene la precaución de conocerlo se le suele dejar pegado a la cadera al separar la extremidad anterior del resto del cuerpo del pollo, exactamente como hasta ese día lo había hecho yo. Los españoles le llaman “ostra de pollo” y prometen que es una delicia. Los franceses al nombrarlo son algo más hostiles con los incautos que ignoran su naturaleza. Le llaman sot-l’y-laisse, cuya traducción textual al español es “tonto el que lo deje ahí”. Es un hecho: he dejado todo este tiempo al ostión de pollo en la carcasa. En vez de comerme la pieza más sabrosa de su carne, como sugieren españoles y franceses junto con Spencer en San Diego, la he dejado ahí, adherida al hueso. Apenas la había empleado para darle sabor al caldo. Tan pronto pude me dirigí al rosticero de confianza y le pedí un pollo sin porcionar para llevar. En mi cocina separé con suavidad la pierna con muslo del cuerpo del pollo rostizado. Ahí estaba: un botón de carne que se desprende al tacto del hueso que la sostiene. Apenas comprende un bocado. Un bocado suculento, por cierto.
Nunca es obvio cómo elegimos lo que nos parece “bueno para comer”. Algunos deciden tomar ventaja de las piezas que otros no aprovechan. Otros no considerarán alimento a cierto ingrediente que representa un manjar para algunos. En casi cualquier rincón del mundo, por ejemplo, el pescado de mar es comestible. En muchos lugares se aprovecha el músculo firme de los lomos de ciertas especies particulares de pescado, sin embargo no es tan común consumir la carne de la barbilla, es decir, la que se encuentra bajo la mandíbula inferior del pescado. En el norte de España no sólo se come la barbilla de la merluza, llamada en euskera kokotxa, sino que además es un ingrediente esencial en platillos clásicos de la cocina vasca como las kokotxas al pilpil o las kokotxas en salsa verde. La kokotxa de merluza es una pequeña y jugosa pieza de carne con un rico contenido de colágeno que, al someterse al calor, provee a la carne de una suave textura y en su preparación libera un jugo que espesa y otorga cuerpo a la salsa de acompañamiento; además tiene un sabor característico por el que la kokotxa es conocida y muy bien valorada en los mercados del mar Cantábrico. Sin embargo, de no ser en el País Vasco, de no ser la merluza o el bacalao, pocos cocineros aprovechan la barbilla del pescado.
No hay nadie más responsable que yo de tener al pollo en un sitio poco justo. En una maniobra sucia de inculpar a alguien más podría hacer responsables a las pollerías de la Calle de López en el centro de la Ciudad de México, a la vuelta del metro Salto del Agua. A ellas y a los camiones que les traían su entrega de pollos amarillos alineados entre capas de hielo, y al río pestilente de agua de deshielo que se formaba entre la calle y la banqueta en el que perdí para siempre mi suéter rojo, mi favorito de cuando estudiaba la universidad. Pero en realidad soy yo la que supuse que no había nada interesante que encontrarle al pollo y por lo tanto nunca me esforcé en buscar alguna joya escondida en su carcasa hasta que salí de casa y aprendí. Desde entonces, no dejo de procurar esa pieza en todos los pollos y patos y otras aves a las que me enfrento en la cocina o en la mesa. En la codorniz, que es un ave muy pequeña, pongo especial esmero en encontrarla.
Fotografía: «Pollos en un mercado en Mazatlán, Sinaloa, México.» (https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Chickens_in_market.jpg)