Parásitos

 

 

por Alberto Villaescusa

 

 

(Gisaengchung; Bong Joon-ho, 2019)

En 1989, el economista Francis Fukuyama dio un discurso en la Universidad de Chicago en el que argumentaba que el colapso inminente de la Unión Soviética indicaba el triunfo definitivo del liberalismo político y los libres mercados desregulados sobre toda otra forma de organización social. Implícito en su mensaje había cierta inevitabilidad, que era posible encontrar problemas en el capitalismo de libre mercado pero que era el fin razonable de la evolución social de la humanidad; que si no era lo mejor, era por lo menos lo mejor que se tiene. 

  Es atractivo creer en el capitalismo por la forma en que se ha apropiado de los principios de libertad y autodeterminación; y es fácil defenderlo desde una posición privilegiada y de poder porque para unos pocos efectivamente ha funcionado. También porque por mucho del siglo XX, un verdadero crecimiento en el nivel de vida fue procurado por un modelo económico nominalmente entendido como capitalismo. El problema es que ese no es el mundo en el que vivimos actualmente; la desregulación de los mercados y la privatización de los servicios públicos nos han conducido a una mayor desigualdad, y emergencias mundiales como el calentamiento global hacen impráctico creer en las promesas de mejoras graduales promovidas por sus defensores (para este resumen me baso en el análisis de Naomi Klein, particularmente en su libro La doctrina del shock). Y, a pesar de todo, el capitalismo se mantiene, porque sus mitos fundacionales son atractivos y sus realidades fáciles de ignorar.

  El director surcoreano Bong Joon-ho siempre ha dejado claro que no es un admirador del capitalismo. Sus películas, incluso aquellas más comerciales, imaginan mundos en el que sus peores instintos son llevados a sus últimas consecuencias. Se nota en El huésped (2006), una película de monstruos tensa y emocionante que atribuye el origen de su criatura a un derrame químico provocado por el ejército de Estados Unidos (la hegemonía estadounidense y la indiferencia por el medio ambiente siendo un rasgo fundamental del capitalismo actual). También en El expreso del miedo, su primera película mayormente en inglés, en el que los pocos sobrevivientes de la humanidad viven segregados por su clase social en los distintos vagones de un tren de alta velocidad. Y en Okja, donde una niña se enfrenta a una siniestra corporación que quiere apoderarse de su mascota, un “súper cerdo” genéticamente modificado. 

   Y es más que evidente en su obra más reciente Parásitos, tanto en la película misma como en lo que el director ha dicho para promocionarla. Una frase ampliamente compartida que dio en una entrevista para Birth.Movies.Death, en la que habla sobre la universalidad de la película: “Traté de expresar un sentimiento específico a la cultura coreana… pero después de proyectar la película, una vez terminada, todas las respuestas de públicos diferentes fueron prácticamente la misma… Esencialmente todos vivimos en un mismo país llamado capitalismo”. Como la cita anterior, Parásitos es elegante pero nunca sutil. Si es obvia en lo que quiere decir es porque lo que quiere decir es necesario; ya se ha dicho muchas veces, pero no estamos escuchando.

   Al centro de Parásitos se encuentran los Kim, una familia que vive en un apartamento en un semisótano (el domicilio siendo una extensión de su clase social; Bong y el diseñador de producción Lee Ha-jun decidieron situarlo debajo del nivel del suelo, con una pequeña ventana que les permite asomarse y aspirar al mundo exterior). Tanto el padre y la madre, Ki-taek (Song Kang-ho) y Chung-sook (Chang Hyae-jin), como la hija y el hijo adultos, Ki-jeong (Park So-dam) y Ki-woo (Choi Woo-shik), están desempleados. Apenas se mantienen gracias a trabajos precarios. 

  Pocos llamarían a Los Kim “ciudadanos ejemplares”. La primera escena los ve tratando de “robarse” el wi-fi de sus vecinos. Ni siquiera para doblar cajas de pizza, trabajo que les encarga un local vecino, son particularmente buenos. Si fueran los nobles pobres a los que el cine comercial nos ha acostumbrado sería más fácil convencernos de las injusticias de su mundo. Esto, no obstante, hubiera derrotado el propósito, porque entonces no serían humanos creíbles. La narrativa se volvería una justificación de las injusticias del mundo real, una extensión de la idea de que sólo aquellos con una dedicación casi divina al trabajo merecen salir de la pobreza. Parásitos parte de la idea de que aún sus desagradables protagonistas merecen algo mejor. 

  La trama arranca cuando, por la recomendación de un amigo, Ki-woo consigue una entrevista de trabajo para convertirse en el tutor de inglés de Da-hye (Jeong Ji-so), la hija adolescente de la rica familia Park. Para ganarse el puesto, Ki-woo finge sus calificaciones; su hermana incluso le ayuda a falsificar su título universitario. Cuando más o menos se gana la confianza de la madre, Yeon-gyo (Cho Yeo-jeong), le recomienda una terapeuta del arte para su inquieto hijo menor, Da-song (Jung Hyeon-jun). Dicha terapeuta resulta ser nada más y nada menos que la misma Ki-jeong quien, armada con nada más que una breve búsqueda en Google y mucha confianza, se gana el puesto.

   La meritocracia es uno de los mitos fundacionales del capitalismo: la idea de que, en el libre mercado, los más inteligentes, los más aptos y los que trabajan más duro inevitablemente son mejor recompensados. ¿Pero es esa la realidad? ¿A quiénes eligen las mejores escuelas y quienes se quedan con los mejores trabajos? ¿Personas obviamente inteligentes y hábiles como Ki-jeong y Ki-woo? ¿O tienen otros como Da-hye, cuyos padres pueden pagar un tutor privado, una ventaja injusta? ¿O a quienes, desde pequeños, a través de medios disponibles no disponibles para todos, pueden canalizar sus energías a una actividad bien vista como el arte, como Yeon-gyo trata de hacer con Da-song? Las personas no existen en un vacío y no es posible juzgarlas en esos términos. Aun así, la apariencia tiende a ser más importante que la sustancia: los títulos falsos de Ki-woo y Ki-jeong convencen a la familia más que los resultados de su trabajo. El que Ki-woo no sólo sea tutor, pero tutor de inglés, se siente particularmente revelador, siendo este idioma un símbolo de estatus y de movilidad social (tangente semi-personal pero, como un mexicano que creció cerca de la frontera de Estados Unidos, el inglés como herramienta para destacar en el mundo fue una idea casi imposible de escapar de ella. Algo similar parece suceder en el mundo de la película). Uno se pregunta cómo la recién anunciada versión estadounidense de la película lidiará con este detalle, si es que lo hace.

   Es a través de los ojos de Ki-woo que por primera vez experimentamos la casa de los Park, una joya de diseño de producción que se ajusta perfectamente a las necesidades temáticas de la película. Elevada sobre el nivel de la calle y protegida por un muro perimetral, uno puede posarse en el césped de su amplio patio y sentirse totalmente aislado del mundo exterior. La casa misma emana opulencia y frialdad; está armada de concreto y formas cuadradas y los espacios se sienten demasiado grandes para ser habitados de manera práctica, aun cuando hay gente en ella, se siente un tanto vacía. Pero balanceada con acentos de madera, amplios ventanales y luces cálidas colocadas con precisión, uno siente cierto alivio cada vez que la película nos lleva allí, particularmente cuando salta entre esta locación y el apretado, saturado apartamento de los Kim.

   El plan de estos no termina con Ki-woo y Ki-jeong. Con un engaño más, ella consigue que Dong-ik (Lee Sun-kyun), el jefe de la familia Park, despida a su chofer y que Ki-taek lo remplace. El padre Kim a su vez logra que despidan a Moon-gwang (Lee Jung-eun), el ama de llaves de la casa Park y que Chung-sook ocupe su lugar. ¿Hemos de simpatizar con estas acciones? Dado que los personajes están interpretados con verdadero carisma y humanidad, y que Bong dirige cada secuencia con tanta precisión y emoción, una parte de nosotros no puede evitarlo. Una descripción del subtexto de la película no basta para dejar en claro lo entretenida y absorbente que es. Estamos hablando de una película que construye dos de las secuencias más tensas del año alrededor de un plato de chapaguri y una pareja que tiene relaciones sexuales; que usa a una mujer cayéndose por las escaleras como un perverso pero perfectamente sincronizado beat cómico. A pesar de los extremos a los que llega su plan, parte de nosotros quiere que se salgan con la suya. 

Creo que, más que justificar sus acciones, Bong nos pide que entendamos los motivos detrás de ellas. Juzgar su comportamiento como malo o criminal nos da tranquilidad y certeza, pero no un entendimiento verdadero de su psicología o su entorno, ya sea el mundo de la película o el mundo real que lo inspiró. Es un acto de egoísmo quizá, pero también uno de frustración y necesidad. “Son ricos, pero aun así son agradables,” le dice Ki-taek a Chung-sook, hablando de los Park. “Son agradables porque son ricos,” le contesta ella, señalando cómo su privilegio los protege de las mismas decisiones difíciles que ellos deben tomar.

   Mencioné anteriormente que parte de la razón por la que el capitalismo se continúa sosteniendo es porque sus mitos son atractivos. Nunca en la película es esto más claro que en su agridulce epílogo, donde Ki-woo sugiere una vida mejor, y, cómo él, queremos creer que, a pesar de las obvias injusticias, el sistema puede funcionar; que si uno sigue las reglas y le “echa ganas” puede lograr aquel ideal de éxito prometido por la ilusoria libertad del capitalismo. Y es agridulce, no sólo porque Bong ha hecho un excelente trabajo de involucrarnos en las vidas de los Kim, pero también porque es esta clase de mentalidad que, generalizada, perpetúa las injusticias que ellos mismos sufren. 

   Bong no vindica a los Kim, pero simpatiza con su enojo. No diré mucho sobre como la película ilustra la forma en que las clases trabajadoras se ven obligadas a pelear entre sí por las migajas de las clases dominantes; eso sería revelar uno de los mejores giros de este espléndido thriller de humor negro. Hay una acción cerca del final que parece incongruente con el cuidado y control que los Kim han usado para ganarse la confianza de los Park. Como un desarrollo en la trama, provoca perplejidad; como un acto de pura frustración, es extrañamente comprensible. Si bien la vida de los Kim los encuentra lidiando de cerca, íntimamente con las vidas de la familia acomodada, la disparidad de clases sigue siendo imposible de ignorar, particularmente en el caso de Ki-taek y Chung-sook, cuyas labores, la de chofer y ama de llaves, son fáciles de menospreciar (Parásitos haría una excelente doble función con Roma, otra película de un director que, después de un periodo en Hollywood, regresó a su país de origen para exponer las desigualdades en su sociedad. La misma dinámica cordial pero desigual que experimenta Cleo es la que los Kim explotan para introducirse a casa de los Park). Creo también que Bong entiende que ese enojo, aquello que el activista Ralph Nader describe como “fuego en el vientre”, es transformador, una fuerza para bien si se puede canalizar correctamente. Parásitos es una espléndida y entretenida obra de enojo, perfectamente dirigida hacia un blanco que definitivamente lo merece. 

★★★★1/2

 

Para leer más reseñas del autor, aquí su blog: https://pegadoalabutaca.wordpress.com

Alberto Villaescusa Rico (Ensenada) Estudiante de comunicación que de alguna forma se tropezó dentro de una carrera semi-formal como crítico de cine. Propietario del blog Pegado a la butaca. Colaborador en Esquina del Cine y Radio Fórmula Tijuana

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