Un diminuto tsunami

por Paulina Bojórquez 

 

Nuestros viajes al Golfo de Santa Clara son siempre en horarios distintos, llegamos cuando la marea es alta y los almejeros regresan del mar. Conducimos por la carretera federal número 3 y dejamos atrás Ensenada y los grandes galerones pesqueros de El Sauzal, hacia campos de viñedos y olivos sobre una carretera ascendente. Más allá de Tecate, en un tramo mayormente despoblado llamado El Hongo, hay un gran penitenciario que bien puede camuflarse entre los matorrales durante el día, aunque, de noche, se vuelve incandescente. Le sigue La Rumorosa, “la carretera de la muerte», en algunas de sus curvas hay pequeñas cruces blancas con flores de plástico y restos de coches en sus acantilados. Allí, el paisaje casi siempre es sepia, pero durante las tardes de otoño los cielos son rojizos y con su suelo rocoso y carente de vegetación parece un paisaje marciano. El tamaño y la cantidad de rocas son inexplicables, como si Dios hubiera desmoronado dos piedras gigantescas, colocando un obstáculo entre el desierto y el mar para salvarnos del calor. Al concluir el descenso las rocas desaparecen y un llano abre paso al desierto.

  Una recta conduce hasta Mexicali. Salvo unas cuantas dunas, hay pocas cosas para distraerse en el paisaje, y, al tocar la ventana, sientes el calor hostil del desierto. Un letrero anuncia la Laguna Salada, que no lleva agua desde los años ochenta, y una piedra dice “Noche del Sol”, un recuerdo de la vez que Pavarotti se presentó por el centenario de la fundación de Mexicali. El cerro El Centinela, cabo norte de la Sierra Cucapá, es la última elevación en el paisaje y marca el comienzo del Valle de Mexicali.

  Tomamos la carretera número 5 hacia el sur y luego viramos al este hacia los ejidos agrícolas del Delta del Río Colorado. Los canales distribuyen la poca agua que aún fluye del río entre los campos de hortalizas y dátiles de exportación. Cruzamos el límite geográfico entre los estados de Baja California y Sonora y pasamos la vía ferroviaria que se construyó hace más de cien años para conectar la península con el resto del país.

  Las rancherías son cada vez menos, hasta que a las orillas se ve sólo matorral y suelo salino. La carretera número 40, que recorre toda la costa de Sonora hacia el sur, está deshabitada en un tramo de sesenta y cinco kilómetros entre Mesa Rica y el Golfo y no cuenta con iluminación ni señal de celular ni cabinas de teléfono para emergencias como las hay en otras carreteras federales. 

  El poblado del Golfo está ubicado al sur de la Reserva de la Biósfera del Alto Golfo, donde el afluente del Río Colorado desembocaba en el mar y arrastraba nutrientes que incrementaron la capacidad biológica de la zona: 934 mil hectáreas de esteros, humedales, campos de sal y aguas abiertas. Los últimos kilómetros muestran el mar al oeste y cañones y torrenteras al este. El camino está invadido por bancos de arena. 

   El Golfo es un poblado pesquero en Sonora, el estado de mayor producción pesquera del país, y  sin embargo no hay un muelle ni una rampa. Recorremos la única calle pavimentada y enterregada que atraviesa el pueblo de norte a sur. Nos detenemos en el pequeño malecón, donde grandes letras de colores anuncian “El golfo” y un mural debajo muestra a dos pescadores en la playa limpiando sus redes.  

 Al atardecer, los pescadores vuelven a la playa donde camionetas todo terreno con la carrocería picada por la sal se acomodan en la orilla para sacarlos. Aceleran el motor de la panga para salir del agua y se deslizan sobre la plataforma del remolque.  

    Llegamos a una casa debajo de un árbol de algodón del que cuelgan lámparas y colguijes que hacen ruido con el viento. En el patio, junto a una panga, hay costales de almeja estibados. Los almejeros, algunos todavía con botas de pescar, fuman en el patio y nos miran.

 

***

 

 Un almejero sabe identificar en la arena la marca que deja la almeja al estar enterrada con solo uno de sus bordes expuesto. Normalmente, se ayuda con un desarmador para empujarla a la superficie; sin esta herramienta, la arena lima las uñas de las manos, que, con el tiempo, desaparecen. 

  Durante las mareas altas, los almejeros salen en equipos de tres a cinco tripulantes y un capitán. Llevan agua, comida y equipo para acampar. Anclan cerca de un banco de almejas y esperan a que la marea baje: la panga queda varada. Caminan sobre la arena y las recogen a mano, una por una, llenando costales. Durante la noche, cuando no hay visibilidad, comen y descansan. La marea sube de nuevo, casi doce horas después, y regresan a tierra firme. 

   Las almejas golfeñas pertenecen a la especie Chione spp., también conocidas como “almeja arenera”. Soportan las temperaturas extremas de la región: desde 4 grados centígrados en invierno hasta 40 en verano. A diferencia de otras especies, no tienen una veda establecida y están disponibles todo el año, aunque se pescan en mayor volumen durante “el piojo” (los meses de junio y julio, cuando termina la temporada de pez sierra y la del camarón aún no inicia). En menos de 48 horas los almejeros las recolectan y entregan a comerciantes de pesca que, con unidades refrigeradas, las transportan hasta plantas pesqueras de Ensenada, donde se enjuagan y empacan para enviarlas vía aérea a restaurantes y pescaderías de todo el país y Estados Unidos. 

***

 

  Queríamos aprender y documentar la pesca de almejas. 

  Era un día templado y claro, con un poco de viento al sureste; esperábamos una buena visibilidad. Israel, nuestro capitán, echó a andar el motor, pero no arrancó hasta el tercer intento. 

   Navegamos alrededor de diez kilómetros al norte y anclamos sobre un banco de almejas. Cada veinte minutos, Armando, uno de los almejeros, tomaba un remo y buscaba el fondo del mar, como no lo encontraba se entretenía atrapando pequeñas aguamalas dentro de una cubeta. Cuando por fin el remo tocó la arena, nos pusimos las botas de pesca para bajar.   

 Esta fue la primera vez que vi una marea completa en el mar, había leído que el agua tiene un punto alto —pleamar— y un punto bajo —bajamar—, y que en el Golfo de California, entre uno y otro,  pueden pasar hasta ocho horas. Cuando baja, deja kilómetros de arena húmeda expuesta al sol, este cambio de temperatura estimula a las almejas y permite su reproducción, por eso son abundantes. 

Armando nos dio a cada uno un desarmador y un costal. Nos explicaba que las almejas, para esconderse, se entierran en la arena con su pequeño pie. Sin embargo, uno de sus bordes queda expuesto al sol y adquiere un color café verduzco que puede confundirse con un cúmulo de arena. Esa es la marca que buscan los almejeros. Enterré el desarmador y creí haber sacado una almeja, pero la concha estaba vacía. 

   Israel había anclado la panga lejos de nosotros, donde el agua aún le llegaba al cuello. Al mirar atrás vi que estaba ladeada, dejamos los costales y corrimos para empujarla, pero la arena la había succionado. Nos quedamos varados. Estábamos muy lejos de tierra firme como para caminar, ningún vehículo terrestre podía entrar y, como no estábamos en peligro de muerte, pedir apoyo aéreo no era viable. Decidimos esperar: recolectar almejas y tomar fotografías.

   Al guardarse el Sol, se formó un interminable espejo rojiazul entre el cielo y el mar hasta que oscureció por completo, no había luna y del Golfo de Santa Clara veíamos solo su luminosidad. 

  No teníamos leña para hacer fuego. Nos cubrimos del frío con mantas, mochilas y costales. Comimos almejas y tomamos lo que quedaba en la hielera. 

  Cada tanto Armando se iba a caminar y regresaba diciendo “ahí viene, ahí viene”, pero, en realidad, no veía nada.

   Casi a las diez de la noche escuchamos el rumor del agua. Como un diminuto tsunami, volvimos a flotar.

Fotografías de Irazoki Virgen Martínez  

Paulina Bojórquez (Mexicali, 1991) creció en Ensenada y luego emigró a Monterrey. En el 2021 dejó su trabajo como consultora y regresó a Baja California. Ha participado en dos talleres de escritura organizados por El Septentrión. Es co-creadora de Alto Golfo, una empresa de pesca sustentable en el Golfo de California.

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