Plegarias del fin de la adolescencia: tres años sin Miguel Bojórquez

por Antonio León

 

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En aquella ciudad pequeña se hizo la tarde y Miguel estaba sobre un templete sangrando por las manos como un Santo Cristo folk. Sangre de los dedos, la más espectacular de las cascadas del cuerpo. Una mancha doliente sobre la guitarra de madera con la que encendía los truenos y la línea de la calle. Fue la última vez que lo vi tocar en vivo.

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Con frecuencia vuelvo a mencionar a Miguel Bojórquez con desconocidos. Les muestro sus videos en YouTube, les recomiendo su material en distintas plataformas. Digo que lo conozco, que tenemos un plan para su triunfo absoluto en una futura visita a Mexicali, que quiero que me enseñe a tocar la guitarra: hablo de él en presente. 

 Una vez que escuchamos sus canciones, les hablo del punk rock en la rítmica, de la rapidez y los devaneos de ternura furiosa de sus composiciones. Recuerdo algún proyecto musical pendiente con el que íbamos a trastocar la historia de las bandas imaginarias. Y vuelvo a pensar en los retratos de un norte a salto de barda, a lomo de colchón y caguama en lote baldío y otros puntos de encuentro de mi propia juventud. 

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Se trata de un artista cuyas canciones de cinco minutos plagadas de armonías lo mismo le debían a Los Ramones que a Ramón Ayala. Los temas que pone al frente funcionan como tonadas de alegría rota y también como plegarias del fin de la adolescencia. Historias de recámaras con  libros por el suelo y ventanas tapiadas con periodico para huir del sol de Culiacán. Recuerdo aquella tarde en La Cruz de Elota, Sinaloa, las canciones de sus amigos y las de sus amores, la mirada bajo la mata de cabello y su forma de moverse creaban tensión en el escenario.

 

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Con los que lo conocen es distinto. No he vuelto a mencionarlo en una charla, desde aquella tarde de junio en la que Óscar Paúl Castro me contó de Miguel y el Mar de Cortés. Lloramos por su partida. Algo en mis conversaciones más cotidianas es egoísta y se niega a acompañar a los que se van. Una sección de mi vida no ha terminado de madurar en la costumbre de la ausencia.

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Los de la gira poética fuimos a todas las taquerías de la zona, recibimos recomendaciones de palapas de mariscos y bares con las bebidas más frías. También conocimos a los jóvenes amigos de Miguel. Los escuchamos maldecir, carcajearse en cuartos de hotel llenos de botes de cerveza y ponerse al día después de mucho tiempo: de los planes, las distancias, el estudio y otras formas de migrar. 

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Estábamos en un camino cercano a Cosalá, en la sierra de Sinaloa, al inicio de una gira de poetas, artistas plásticos, músicos y otras especies del versoservicio y la expresión al pelo. Poetas, alguien pensó que era una buena idea reunirnos y hacer pagar al respetable por el bullying en retroactivo y por nuestras fantasías más dudosas. 

 No éramos lo más lamentable de la expedición, solo porque iba una banda de reggae. Reggae, poesía: arte en movimiento a campo traviesa por aquellos parajes del noroeste mexicano. De las montañas a la costa y después a los pueblos de nombres que conocía, únicamente, por las canciones de Los Tigres del Norte y otros adalides de tierras calientes. 

 Conversamos acerca de poesía y de cine, aprendí una versión breve del diccionario culichi y leímos poemas que hicieron reír a la gente. 

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Lo vi junto a sus amigos y me dio envidia. Ya no podía tener veintiuno pero siempre he querido que me amen de esa manera. Porque eso que hacía Miguel —gastado de tenis y pantalones, sudando y sangrando por los dedos sobre un escenario del norte para ofrecer una nueva canción, la más vertiginosa, la de ruido en el corazón de los días— era ir por la carretera, era amar la vida.

Fotografías de Eckart Müllen

Antonio León (Ensenada, Baja California) escribe poesía y crónica. Es editor de poesía en la revista El Septentrión y autor de los libros Busque caballos negros en otra parte (pinosalados) :ríos, dentro de la colección Ojo de Agua, editada por CETYS Universidad y Consomé de Piraña, editado por Carruaje de pájaros y el Instituto Sinaloense de Cultura en el 2020. En 2016 fue el ganador del Premio estatal de literatura (poesía) en Baja California, con el libro El Impala rojo. En 2018 fue becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico en la categoría Creadores con trayectoria. Actualmente se desarrolla en promoción de la lectura y la promoción cultural universitaria y es parte del equipo organizador del encuentro Tiempo de Literatura, en Mexicali.

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