Península Valdés
Chubut, Argentina
1
No por el placer o la fuerza visual del blanco se habló de nieve en los poemas. Se debe tener un corazón de invierno*.
Dejaste atrás
Montmartre, y tu corazón comenzó a interrogarse sobre el sabor de la aventura. De esa
en particular, la de alejarse gradualmente del primer punto de París que habías conocido;
era un sabor de humedad y decepción. Pero quince años después
nevó en París y el alejarse de los puntos
conocidos fue alegría de nieve sobre pizarra,
calles avistadas tras el vidrio vaporoso
en un coche.
Dejaste atrás
dos veces más
París, y te adentraste en la Península en otoño. No hacía
suficiente frío patagónico.
El lenguaje de la biología marina,
y el de la física, y el de las ciencias en general
es un lenguaje indiferente, como la dura
catadura de la meseta y su borde marino,
pero no cierto.
Un lenguaje exacto no es verdadero. Es un fantasma
hecho de filos alineados, escrito en la sombra,
pero no por exacto es verdadero.
Habrá, se dijo,
o hubo,
una lengua semasiográfica, en la que cada signo es por su sola vez
a menos que el momento se repita tal cual.
Como si cada canto
fuera un signo solo,
como cuando no se puede volver atrás ni tampoco
hay un norte;
se diluyen en la convulsión de los días
las manos, las frutas que una vez se vieron;
como en un remolino hecho de cosas,
un solo signo cada vez las contiene,
un signo que no se repetirá, pues hay
cuerpos que no deben repetirse en la aurora.**
2
La aurora en Nueva York fue blanca. No hubo celeste
en la ciudad.
Nueva York encerraba toda Europa, pero con su sentido cuáquero
del mundo,
nacida de las islas,
como hubiese navegado a través del Mar del Norte.
Encerraba vajilla inglesa, armaba puentes de hierro dos veces
más largos, barrios de Londres, niebla
del Riachuelo, con una voracidad cosmopolita como nunca se vio.
Pero fue blanca la aurora y oscura la ciudad
alzada
sobre un suelo de piedra, trescientos metros la cota
de sus torres,
un intento semasiográfico absoluto, cuerpos
que no se repetirán en la aurora.
3
Ahora estás
en la Península, no hay nada atrás
porque la Península es desierto que se adentra en el mar.
Un coito sosegado de agua azul y de tierra amarilla
en cuyos bordes no hay árboles, no hay altura,
no hay perfil, sino el color de lava o de azufre, que pone
ese signo despojado
como un instrumento quirúrgico primitivo o
un arpón o un glande
en el mar.
No dejás nada atrás.
Mirás una foca cuyos ojos no miran, ven solo
el mar.
Las focas de lejos son como alga en la orilla.
La piedra se anima.
Las rocas agujereadas se mueven.
Un canino liquen muerde el mar con dientes desvencijados.
Disolución en la espuma, y luego gotas que parecen congelarse en el aire.
Nada queda atrás porque nada se repite. El signo es puro
y único, el aire es completamente transparente, como si
no estuviera,
excepto en las narinas
que se mueven con movimiento de algas
o de focas,
semasiográficas.
* Wallace Stevens
** Federico García Lorca
Fotografía de Hugo Fermé
Jorge Aulicino (Buenos Aires, 1949) Es poeta y periodista. En 2015 recibió el Premio Nacional de Poesía. Estación Finlandia, su obra reunida, incluye dieciséis libros publicados hasta 2011, entre ellos La línea del coyote, Las Vegas, La nada y Cierta dureza en la sintaxis. Fuera de esa recopilación, publicó Libro del engaño y del desengaño (2011), El camino imperial (2012), El Cairo (2015), Corredores en el parque(2016), Mar de Chukotka (2018), El río y otros poemas (2019) Un poeta griego huye de Londres (2019) y Poesía reunida (2020). Tradujo, entre otros, a Dante Alighieri, Pier Paolo Pasolini, Cesare Pavese, Franco Fortini, Antonella Anedda y Biancamaria Frabotta. Los poemas incluidos en esta selección forman parte de su entrega más reciente El libro de los lugares sagrados (Barnacle, 2022).