Infiernos posibles

 

 

por Juan Carlos Báez

 

    –¿Qué diablos andas gritando?–murmuró, mirando fijamente hacia arriba, hacia el sol…

Hunter S. Thompson

La condición en la que se formó Roberto Arlt es una suerte de mito. A diferencia de Borges, con quien gustan comparar y quien podía acceder a buenas editoriales por su condición económica y social, así como a ediciones prima por su capacidad de hablar otros idiomas, Arlt leyó traducciones malas en editoriales baratas. Apenas y le alcanzaban para éstas, sobre todo de adolescente, cuando lo que más escasea es el dinero y, peor, surge un atisbo de respuesta de la vida que poco a poco, sin pedirlo ni quererlo, se abre frente a ti.

 Cuando leí El juguete rabioso me identifiqué con Silvio Astier en más de una situación. Las coincidencias son más que las diferencias aunque en algún momento se confunden y no se sabe dónde empiezan unas y terminan las otras: la clase baja, los trabajos a temprana edad, la angustia existencial, el rechazo del mundo de maneras cada vez más inverosímiles. Y a eso habría que agregarle una más: la lectura en ediciones baratas de obras, llamémosle, clásicas.

 El juguete rabioso es un tributo de esas malas traducciones al tiempo que es un accidente. Está escrito desde el desconocimiento de otras traducciones, de las que son buenas y están en ediciones buenas. Propone un recorrer del mundo, un mundo que se presenta como una ilusión, una farsa y que, sin embargo, es más real que muchas otras cosas allá afuera, que muchos otros mundos considerados bien hechos. De ahí que todos los que hablan de la obra de Arlt caigan en el lugar que parece ya tan común: decir que escribía mal.

 Pensé que el caso de Arlt y Silvio Astier sería único en su especie, pero más temprano que tarde me encontré con que esa lógica se reproduce más allá de los límites del libro, como si fuera un río desbordándose e inundando espacios que, a su vez, poco a poco se llenan de humedad. Las personas que compran libros y que se asumen como críticos de éstos ejercen una suerte de discriminación con todos aquellos que no tienen la posibilidad de comprar ediciones caras. Los libros dejan de ser ese espacio físico, en blanco y negro y empastado, que aparentemente contiene un texto, y pasan a ser objetos de deseo a los que sólo unos cuantos pueden acceder. (Me imagino, bajo esta metáfora, que se trata de un manto acuífero que pertenece a alguna población y que es apropiado por alguna transnacional para producir refrescos, cervezas o, peor, agua embotellada.) Y más: esos libros también se convierten en herramientas para someter al otro. Un arma de sometimiento chafísima, si se le ve bien. Porque ¿a quién sino a un puñado de zoquetes obsesionados con el lenguaje, que probablemente se traten de estudiantes de Letras, le podría importar los libros en la actualidad?

 Durante los últimos años, he buscado en internet comentarios que aludan a editoriales baratas. Me interesaban los testimonios que podía encontrar en blogs personales o revistas de poca monta que se daban el caché de ser importantes. Y lo que encontré confirmó algunas sospechas que tenía. En todos y cada uno de los artículos que leí los articulistas, desde ese mareo que te permite el ladrillo, hablan de las editoriales baratas como si se trataran de enfermedades venéreas: objetos indeseados en los que uno caía por accidente y, subsecuentemente, con remordimiento. Eran, según los comentarios y la manera de referirse a ellas, un fraude, una estafa, un dolor innecesario en el mundo, tal cual el dolor del herpes, la comezón de la gonorrea, la incertidumbre del sida. Y parecía que la única manera de ser inmune a estas enfermedades era teniendo la edición más cara, y nueva, del mercado, el mejor profiláctico de todos.

 Todo esto me producía curiosidad pues recordaba mi adolescencia. Leer para mí fue algo completamente nuevo cuando en secundaria me revocaron los medicamentos contra el TDAH y tuve mis primeros pensamientos suicidas. Al pasar a la adolescencia, mi compañera de la infancia, la televisión, dejó de estar presente y necesité un reemplazo. La búsqueda me llevó a encontrar en la música lo que tanto necesitaba. Sentía la necesidad de que alguien me platicara y llenara ese vacío en el aire, aunque también, pienso, la música, como la literatura, es lineal y mi mente carbura mejor con lo sincrónico que con lo múltiple. Por lo que haya sido, comencé a leer gracias a que las bandas y los artistas que escuchaba en ese momento recomendaban libros y escritores.

 A base de ahorros, de días sin comer lunch y en los que caminaba de la escuela a casa pese a no vivir cerca, pude comprarme algunas obras en puestos ambulantes. Los precios eran irrisoriamente baratos: podías adquirir tres por cincuenta pesos, cantidad que excedía mi presupuesto y por la que terminaba contentándome con un solo libro.

 Los primeros que compré fueron La metamorfosis de Kafka en Nuevo Talento y La náusea de Sartre en Tomo (grandes adquisiciones, por cierto, para alguien que se instalaba cómodamente en la depresión) sin saber mucho de ellos más que ambos le gustaban a Ian Curtis de Joy Division, por quien estaba volado en ese entonces. Las impresiones fueron próximas a la intención de comprarlos. Como no sabía de qué iban no importaba lo que encontraría en ellos. Ignoraba lo que a algunos les obsesiona: qué portada tenían, el tamaño de la letra y la tipografía, la extensión y cómo se había hecho su traducción. A esa edad desconoces de lo que se trata un libro y, sobre todo, lo que es un libro. Cualquiera que sea. Las posibles diferencias entre una Metamorfosis publicada en Porrúa, por decir un ejemplo, a la misma publicada en Debolsillo se mantenían ocultas para mí y quizá para muchos otros que no pertenecen a una familia de aristócratas o intelectuales que pueden distinguir –y, más, adquirir– entre una edición y otra.

 Lo que quería, y logré, era escaparme de la realidad. Evadir por unos instantes, instantes en los que los pensamientos suicidas y la distracción perpetua del TDAH remitían, lo que me rodeaba. Vivía en un mundo que desconocía por completo. Dejaba éste y entraba a otro, donde no sólo los personajes creados por los escritores eran falsos sino también las personas que decían escribir los prólogos. Pues entre esas indagaciones supe que la mayoría de los escritores que aparecen como prologuistas en estas editoriales no existen. Un juego muy pessoano, de heterónimos, de invención de personas que no existen pero que sí lo hacen por medio del lenguaje, con excepción de los de Porrúa, que fueron escritos por gente reconocida. De no ser por las editoriales baratas jamás habría conocido lo que esos mismos aristócratas e intelectuales llaman literatura y que a mí me gusta pensar como un mero accidente: palabras hiladas que por arbitrariedad y, a pesar de que suene contradictorio, hemos pensado que suenan bellas y nos conmueven algo en lo más remoto de nuestro corazón por estar escritas. La literatura es tan común que apenas hay diálogo callejero que no la haga.

 Uno de los mayores problemas que enfrentan los traductores –y que a mi parecer lo transmiten a los lectores por medio de las editoriales sin explicación alguna más que la venta de ediciones carísimas y, quizá, la paranoia por el lenguaje– es qué tanto pueden apegar su traducción al original. Evitar la mala traducción a toda costa es lo importante. Pero la mala traducción para un adolescente pasa desapercibida. Y pienso que nadie sino éstos consumen más editoriales baratas.

 El mundo en el que ellos viven, de eso no cabe duda, es un mundo distorsionado del original, del que debería ser. Y no obstante de lo que pocos se dan cuenta es que ese mundo es distinto y, probablemente, único: es su mundo, del que nadie puede sacarle. Es el mundo que como adolescente jamás llega pero que te prometen que llegará y que, contra todo pronóstico, se quedará en simple promesa: un mundo idílico, comprensivo —con sus matices, claro— contigo. Por aquel entonces escuchaba recurrentemente la vaga promesa de que cuando llegara a ser adulto las respuestas aparecerían, que sabría qué hacer de mi vida y que no debía invertir tiempo leyendo obras que nada me enseñaban. Lo cierto es que, a la luz de los años, ahora la vida es más confusa que en esa época.

 No me parece coincidencia que los adolescentes sean quienes adquieren estas ediciones. Y que se les critique por leerlas es todavía menos azaroso. A fin de cuentas el mundo está hecho por y para adultos. Y si uno se pone más exquisito diría que está hecho por y para adultos hombres. El eterno dilema de Astier es ese: abandonarse para entrar al mundo de los adultos, renunciar a sus sueños en favor de cumplir las necesidades y expectativas de los otros.

 Mi consumo de ediciones baratas disminuyó cuando entré a la universidad y un abominable impulso por acceder al mundo adulto y a las esferas sociales me llevó a preocuparme más por la apariencia que por la sustancia. Hubo un momento en el que me sentí confundido. No sólo dejé de comprar con regularidad esas ediciones sino que pretendí deshacerme de ellas. Vivían en el conjunto colorido en su rostro y café oscuro, como de bosque, en su profundidad que es mi librero. Vacilé en más de una ocasión porque dentro de ellos hay textos de escritores que alguien llamó clásicos y, sobre todo, recuerdos: ensoñaciones de esperanza, de alegría, de confusión, momentos que no pueden desaparecer ni quemarse, como algunos hacen con ciertos libros. Recuerdos que van, vienen, se posan como astros a punto de morir, vuelan, viajan y mueren para renacer en algún otro tiempo. Recuerdos. Libros. Mundos.

 Si por mí hubiera sido habría dinamitado todos los artículos que estaban en internet donde atacaban las editoriales baratas. Eran, a mi parecer, el funcionamiento de este mundo: el corazón que bombea sangre y veneno. Lo habría hecho como una forma de rebelión. Y sin embargo no pude. Lo que está en internet ha sido escrito con tinta, versa el pronto viejo refrán. Y, a menos que alguien baje el interruptor que ahora nos conecta con más desconocidos que conocidos, seguirán ahí. La razón de mi deseo es que parecen meros símbolos pero, la verdad sea dicha, no lo son. Los comentarios que había leído en algún blog dejaban la pantalla de mi computadora y se concretaban en la vida real. Conocía tanto a personas que les daba pena enseñar sus ediciones baratas por miedo al qué dirán los demás, como personas que se burlaban de estas últimas.

 En mi último año de preparatoria un profesor nos enseñó poesía. Iríamos en la tercera unidad cuando nos tocó leer Una temporada en el infierno de Rimbaud. En ese momento gastaba todos mis ahorros en mi creciente colección de libros de Tomo y la icónica edición de Rimbaud no escapaba de ella. Cada que la veía pensaba que había un sol, una furia contenida en él, el sol y la furia a la que Rimbaud quiere volver en Eclipse Total.

 Durante la clase el profesor vio mi libro. Con cierto dejo de sarcasmo, y acaso de crueldad, me pidió que recitara los primeros versos. Así que lo hice y recibí como respuesta aún más sarcasmo y, en esta ocasión, una crueldad más formada. ¿De verdad crees que es ése?, me dijo. Yo no sabía qué cara poner, aunque supongo que la única que me salió fue una de confusión, y sólo asentí dudoso de si era lo correcto. A ver, dijo, pásalo a escribir. Entonces estaba ahí: hería el espacio: el rojo en el blanco: frente a toda la clase la huella. Se leía:

Senté a la Belleza en mis piernas. Y la encontré acerba.

 Mis ojos saltaron del pizarrón a la risa sardónica y de ahí al libro que aún estaba en mi banca. Es amarga, güey, me dijo el profesor. Tu edición de Tomo está bien pinchi. ¿No te alcanza para otra? No, le dije y me senté. Para el final de la clase dijo, en voz alta y con orgullo, frente a todos, que él nunca había comprado Tomo ni EMU ni Porrúa. Y nos instó a seguirle.

 Tiempo después entré a un taller de cuento y el tallerista hablaba mucho del inicio de Ana Karenina. Decía que era brutal y que ese inicio decía todo lo que se puede decir de un libro. Para cuando acabó yo no había leído Ana Karenina pero sí había encontrado, sacando cosas olvidadas, arrumbados junto a unos costales de tierra, un par de libros en casa de mi abuela ahora fallecida. Eran verdes y pesaban tanto que si se los aventaba a alguien fácilmente lo descalabraba. Dentro había novelas famosas de autores famosos. Y buenos, supongo. Un hall of fame de la literatura universal: Dostoievski, Dickens, Víctor Hugo y, claro, Tolstoi, con una versión de Ana Karenina. Quiero que una se tome en el sentido más literal de la palabra. Pues leí el principio y sentí que esa brutalidad de la que hablaba el tallerista –y que era la que a él gustaba– no aparecía en lo que tenía en manos. El inicio que todos conocen dice:

Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo,

el mío, sin embargo, dice:

Todas las felicidades se parecen, pero en cambio los infortunios tienen cada uno su fisonomía particular.

 ¿Tenía que desconfiar? Si lo hacía debía hacerlo en la misma medida que hago del lenguaje. Quiero decir: de todo lo que conlleva el lenguaje. Porque eso que a los traductores les preocupa en realidad es una preocupación para con el lenguaje. Poco a poco he asimilado que ninguna versión es la correcta. Y que difícilmente hay algo correcto en este mundo. Aproximaciones, a lo más, y hasta métodos para traducir –por ejemplo, el que se enfoca en lo fonético en la poesía y otro que se enfoca en lo semántico–, pero en muy pocas ocasiones habrá univocidad en eso que conocemos como lenguaje.

 La edición, entonces, que yo tenía en las manos era otro mundo. Si se quiere ser más preciso: otra posibilidad del lenguaje. Estaba en otro sistema, en un lugar con leyes distintas de las que normalmente conocemos. Habitaba en él, quizá por accidente pero gustoso, del mismo modo que años antes, cuando adolescente, había habitado diversos lugares con las ediciones baratas y malas traducciones, tan malas que aún hoy día se conoce a La metamorfosis como tal y no como debiera ser el traslado del alemán al español: La transformación.

 El lugar prometido por varios y, hasta la fecha, oculto para mí no ha existido en lo físico, en lo que llamamos realidad, sino en los libros. Quizás el único lugar hecho a la medida sean ciertos libros: ciertas ediciones que encontramos por azar en el camino de nuestra vida. Quizá sean un mundo mal hecho, pero ¿qué mundo no está mal hecho y, sobre todo, es falso?, ¿qué cosa del lenguaje, pues, nos garantiza que eso que sabemos por medio de él –por ejemplo, esos libros– no es la verdad sino una mentira?

Juan Carlos Báez (Puebla, 1999). Actualmente conduce el programa de radio Suburbios Salvajes. Textos suyos han aparecido en sitios web como Mundo Nuestro, Punto en línea y Revista Plástico. Ganó una Mención honorífica en el Premio Filosofía y Letras BUAP 2019 en la categoría de Ensayo. Fue beneficiario del PECDA Puebla 2020 en el área de Ensayo.

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