La poesía es el misterio que tienen todas las cosas, decía el poeta Federico García Lorca. En ella se encarna la voz de la experiencia: a veces del dolor, a veces del sufrimiento. Es un espectro que ronda los lindes de la locura o de la felicidad. Es un cuerpo desnudo al que hay que vestir con la mirada o es un niño que busca el refugio de su madre.
El libro Tristera, de Fernando Trejo, compuesto por cinco capítulos, es un ejercicio de introspección. Un recorrido que va desde su niñez, juventud y adultez de la mano con su padre. Todo lo que le recuerda a él está escrito aquí: su primera palabra, el tránsito de sus sueños, la poesía de su voz, las fotografías que aparecen sin haber sido tomadas… Es un precepto que se convierte en razón poética. La más dolorosa y sin embargo curativa.
Cada poema del libro contiene una fuerza indescriptible, pues se forjaron a partir de la ausencia. Las voces son tan múltiples que nos invitan a seguir con el diálogo de significados hasta hacerlos nuestros. Porque la imagen del padre de Fernando aún está ahí, es un hábito místico que existe en todas las cosas que él nombra: «Soñé con mariposas negras, revolotearon en mi frente. Me dejaron oscura la claridad del sueño».
Tristera se forjó con base en el dolor: una realidad atroz que se convirtió en canto: «Escribo, después de su muerte, por no querer, un día, amanecer filial a una canción», además en confesión: «Tengo tristera en los ojos —dice mi hija— y yo no sé cómo decirle que la belleza se sostiene en su palabra».
La continuación de cada apartado es un ejercicio de liberación emocional. Cada vuelta de hoja revela ese ir y venir que rememora su vida, sus andanzas y las hazañas que vivió a la par de su hijo y de su familia, por eso no es casualidad que varios poemas se tornen tan familiares para muchos de nosotros: son símbolos, heridas que sirven como un acto de confesión a nuestra memoria:
«Nadie nos dijo cómo duele la pérdida de un padre, de un esposo, de un abuelo. Aquí está la gente que lo amó, cada verso es parte de su legado».
La siguiente entrevista busca resolver varias incógnitas en torno al nacimiento del libro, su desarrollo y de cómo el autor asimila el dolor por la pérdida de su padre con este grito poético.
Juan Olivares: Comenzaré por preguntar lo obvio: ¿Por qué Tristera? ¿A qué te remite?
Fernando Trejo: Es una composición de mi hija Isabella, cambió la “z” por la “r”. A mí me sonó siempre como una palabra muy poética. Es muy bella. Aunque ahora ella sabe que la palabra correcta es “tristeza”, sigue diciendo tristera con “r”. Creo que “tristera” más que un adjetivo, mi hija lo usaba como un verbo: tú tristeras, él tristera, ellos tristeran. El día que a mis hijos les dimos la noticia de la trascendencia de su abuelo, Isabella lo dijo: tengo mucha tristera. Quizá ahí surgió el título sin pretenderle. Nadie piensa en escribir un libro sobre la muerte de una persona que amas y que todavía vive. Mi padre no conoció estos poemas, pero antes le entregué Base Atenas como una forma de agradecimiento. Me emociona que mis hijos, hayan sido quienes titularon mis dos libros más recientes: La abuela está en la casa porque he visto su voz y Tristera.
J. O. En tu primer poema mencionas la figura de tu padre como un aprendizaje, es decir, el referente de tu experiencia. ¿Es Tristera un acercamiento íntimo con él?
F.T. Sí, Tristera es un libro compuesto por cinco capítulos. Cada uno de ellos hacen referencia a mi vida con mi padre. A mi vida con mis hijos a través del crecimiento cerca de su abuelo. A las cosas que tuve al lado de mi padre: timbres postales, juguetes, casas de campaña, balones de futbol, pero también asuntos relacionados al presente: partes médicos, la pandemia, la enfermedad y la muerte. El libro es, pues, mi niñez, mi juventud y mi adultez al lado de mi padre. También es una forma de decirles a mi hermana y a mi madre que las amo. Un libro que no se escribió en los puntos más álgidos del COVID-19, pero que sí se comenzó a gestar desde que hospitalizamos a mi padre.
J. O. Este libro muestra entre sus páginas cierto ejercicio de desahogo y por eso se torna entrañable. Cada poema se desborda en un grito sostenido ¿Utilizas este recurso adrede o es parte de la nomenclatura circunstancial?
F.T. Todo acto de confrontación tiene una pequeña forma de desahogo. Gritar, decir algo incómodo, golpear una pared; pero también llorar, cantar una canción o escribir, son parte de esa balanza espiritual que te hacen humano. No es nada a propósito. Yo quisiera no haber tenido que escribir este libro. Nadie nos dijo cómo duele la pérdida de un padre, de un esposo, de un abuelo. Aquí está la gente que lo amó, cada verso es parte de su legado. Y no, no utilizo a propósito el recurso de la desolación o la tristeza. Es más bien afrontarlo y combatirlo. Escribir desde el dolor no me funciona. No puedo. Para mí escribir es algo que me entretiene, me divierte. Puede haber dolor, pero es parte de nuestra naturaleza. Ojalá este libro no existiera.
J. O. Hay también silencios dichos en tu poesía como símbolos de permanencia, cuando dices por ejemplo «Hacemos al silencio. Un silencio que tiene tonos que caen…», «…los silencios visibles, las acartonadas voces». Hablar de la conciencia del silencio, dice Guillermo Sucre, es hablar de otro modo, porque reconoces tus propios límites ¿Fue tu caso?
F.T. El silencio es también un sonido. No decir algo es, a veces, más letal que decir todo. Decía un proverbio árabe que mi mamá me decía cuando yo era niño: “No despegues los labios si lo que vas a decir no es tan hermoso como el silencio”. Creo que he aprendido a callar, a respetar mis ruidos. Este libro es parte de ese proceso. Entablar una conversación con mi padre por medio de la creación. Al escribir puedo darle voz, traerlo de vuelta al menos para mí. El subconsciente descansa lejos del sueño y se levanta, sucede ahí, oníricamente: mi padre abrazándome, hablándome, mi padre manejando, sonriendo, pidiéndome cosas. Y es ahí donde uno tiene que aprender a quedarse con mucho de todo lo que se quiere decir. No es ninguna limpieza creativa. Es, como dices, hablar de la conciencia del silencio.
J. O. En su momento dijiste que Travelling, Solana y Base Atenas, era una trilogía que escribiste sin pretenderlo y que conforman, en tus propias palabras, al amor familiar, la pérdida y la remembranza de lo que ya se fue, pero perdura. ¿Tristera fue un ejercicio creativo o de supervivencia?
F.T. Así es, no es que uno quiera hablar de la pérdida y del duelo todo el tiempo, pero sé que afrontarlo a través de la escritura puede ayudar a cubrirlo. A mí me ha servido. Mis libros La abuela está en la casa porque he visto su voz y Tristera se suman a esta colección. Fueron un ejercicio creativo, claro, pero también de afrontar la muerte de seres que te amaron y que tú amaste, como en este caso mi abuela María Luisa y mi padre Fernando. Temas recurrentes en mi poesía desde Solana y la muerte de mi primo Carlos. Pocas veces escribo de otros temas que no sean del entorno familiar, me gusta enfrentarme a otras posibilidades de creación desde la investigación, la ficción y la narrativa, pero yo siempre estaré a favor de la honestidad en un ejercicio artístico.
J. O. La poesía permite un acercamiento más íntimo a la realidad, dado que, como lo mencionó Octavio Paz, es un método de liberación interior, ¿en términos generales qué ha dejado en ti este libro?
F.T. Agradecimiento. Estoy conmovido por las muestras de amor a mi padre. Mi hermana, mi madre y yo nos sorprendimos por todas las formas de afecto que mucha gente nos hizo llegar después de su fallecimiento. Este libro está dedicado a ellos, a ellas. A los familiares, a los amigos y amigas, a la gente que lo conoció, a sus médicos, a sus enfermeras. El dolor que a uno le queda, se conforta por el abrazo colectivo de todas aquellas personas que perdieron a un ser amado en pandemia. Sin conocernos nos estamos abrazando.
J. O. La voz de Tristera tiene matices muy próximos a dos de tus libros publicados: Solana y La abuela está en la casa porque he visto su voz. En ellos exploras el tema de la muerte (porque ha sido cercana a tu vida). Y esto me hace pensar que tu poesía, en la mayoría de tus libros, surge de la experiencia, de circunstancias puntuales que, si no se dicen expresamente en el poema, se enmascaran. ¿Qué opinión tienes al respecto?
F.T. Como te decía, la mayoría de mis libros se desarrollaron desde el anecdotario de mi vida personal. Salvo aquellos en los que he decidido desprenderme y salir de esa zona de confort, como en Ciervos, Las armas que me dejó la guerra o En los ojos del mar. Que si bien siempre he tenido una afinidad por el recurso que otorga la nostalgia de lo familiar, son libros de ficción. Tristera es totalmente honesto, humano. Un libro que me duele pero que también me abraza.
Las manos de mi padre
Mi padre tenía las manos duras y grandes.
Difícil caricia era una caricia suya.
No es que le costara
sino que su amor
halagaba tosco, mimaba áspero.
Siempre me bendijo después de cierta edad.
Como si crecer le trajera la fe de alguna parte.
A sus últimas veces le agradecía con un abrazo largo.
Pero una noche lo llevé al hospital
y nadie dijo nada.
Lo internamos 3 semanas en la cara fría
de la muerte.
Recordé que William James propuso una teoría:
se requiere de un proceso de 21 días para crear un hábito.
Si repetimos la constante se vuelve una conducta.
Entonces mi padre
es también aprendizaje.
Aprendimos sin él a comportarnos.
Túnel
Como si regresar de la muerte fuera cosa fácil,
mi padre se descalza a orilla de mi cama
sin encender la luz.
Observa mi sueño y lo acaricia.
Afuera llueve y coloca una cubeta
en la ventana
donde una gotera se repite.
Respeta mi silencio
y se acuesta a mi lado.
Al día siguiente mi padre se ha ido.
Pero escucho que la lluvia,
lejos del sueño,
rebalsa.
Mi padre me visita desde su nueva casa
Si hay una forma,
un puente,
un lazo que penda de la nada,
de un punto A a un punto B,
un túnel silencioso y brillante,
un boleto de viaje,
un vehículo,
un número al azar,
la seña de alguien,
acertijos,
alguna pista en el rally del CAI de mi hija,
una noción ⎯siquiera⎯
un Dios,
alguna seña en la mirada de mi hijo,
un aviso importante en el teléfono,
un mensaje de voz,
alguna forma
que permita
cerciorarme que mi padre
habita la casa en que lo veo,
podría soñar con el camino,
dibujar esa ruta
trazar las líneas en el pecho
para que no se pierda,
para que regrese
siempre.
Después de leer Canción filial de Nicolás Guillén
Escribo, después de su muerte,
por no querer, un día, amanecer filial
a una canción.
Porque después de todo,
es cierto:
a su muerte: la nuestra.
Pero a nosotros las lágrimas,
la rima de su llanto,
a nosotros lo triste, lo indescifrable.
Porque ya nunca más su voz
recostada en la hamaca,
sucediéndonos de tarde,
enfrentándose a las noticias deportivas
del esto,
sorbiendo su café.
Ya nunca más mi padre,
meciéndose en la muerte
que esperaba.
Reconocimiento del cuerpo
Cierro los ojos.
Entro.
Envuelto en una bolsa de polietileno: mi padre.
Su rostro me sonríe.
Detrás de sus párpados me ve.
El médico me impide tocarlo.
No entiendo cómo sin verme nos miramos.
Su cuerpo,
desde el otro lado,
ha comenzado a desprenderse:
es ahí donde sucede la risa que se aleja,
el eco irrepetible,
su voz diciendo nada.
Es allí,
en el cuarto de hospital,
donde uno devuelve el cuerpo que nos fue.
El trance en que uno suelta algunas cosas:
el eco de la voz,
la caricia en la mano,
alguna tarde en la infancia.
Abro los ojos.
Asumo estos procesos.
Reconozco y doy fe a su manera de vivir.
Es una forma de quedarme para siempre
en la memoria de mi padre muerto.
Tristera
Tengo tristera en los ojos —dice mi hija—
y yo no sé cómo decirle que
la belleza se sostiene en su palabra.
Cómo se vive ahora.
Con qué color en los ojos.
Uno vive con lo que dictan los medios
y su normalidad renovada.
Florecen en las calles las palabras no dichas.
Vive uno la nueva norma
de vivir en lo triste.
Qué forma más ágil de sacarnos el cuerpo,
los pequeños dardos de la memoria,
los silencios visibles,
las acartonadas voces,
los extraños ruidos que se abren
en una habitación.
Porque después de padecer un muerto,
uno trasmuta el alma al aire y
polvo somos por medio de la voz.
Partículas de muerte
deshaciéndose en la garganta.
Suben al llanto
y mueren al derramar una lágrima;
y también diálogos de gentes que no están ahí,
palabras que se encienden y se apagan;
citas textuales dictadas en los campos de la mente,
voces en off dentro del cuadro,
al filo de la cama, detrás de ti, dentro de ti.
Momentos en que uno se detiene a mirar
un punto y atraviesa a la nada.
Fotografías que aparecen sin haber sido tomadas.
Son ellos: el abuelo que no tuve,
las abuelas que me fueron,
el hermano que —de niño— prendió fuego a mis ojos.
Mi padre muerto hace unas horas.
Mi padre fuerte.
Mi poderoso padre y amplio como su corazón.
Mi enfermo padre que nunca dijo nada.
Que dijo adiós, bendiciéndonos,
con un rosario de la Virgen de Juquila y la Virgen del Carmen,
sin saberlo.
Que siempre me dijo que me amaba.
Que dijo que la memoria es también una forma de olvidar.
Me asomo a los acordes de la desolación,
quizá me sobrevivan la entereza y la misericordia
y me ayuden a volver,
a romper los cristales a la diestra del mundo
para entrar —de nuevo— a la vida.
Aunque roto.
Juan Olivares (Comitán de Domínguez, Chiapas, 1985). Coordinador general del sitio Carruaje de Pájaros. Es corrector de estilo y editor; también diseñador gráfico y editorial. Parte de su obra está incluida en diversas antologías editadas en la república mexicana.