1D

 

por Paulina Bojórquez

 

Recuerdo que era muy temprano por la mañana y yo volaba a la Ciudad de  México, y que estaba sentada en el asiento de siempre, el 1D, porque no toleraba ver a clientes indecisos entretener el carrito de bebidas mientras yo sólo quería un gin tonic y regresar al silencio y a las luces bajas. Recuerdo que antes de despegar tenía un par de hojas impresas en las manos, una forma que llené y que debía entregar en la clínica, y que cuando llegó el pasajero de al lado las escondí en el bolso.  

 Era noviembre del 2015. Tenía veinticuatro años, llevaba un vestido estampado de poliéster, de un color gris apagado, asimétrico, con una cinta amarrada  en la cintura, botas de piel altas y aretes de chapa de oro con cristales de Swarovski, la única alhaja de algún valor que me pertenecía.  

 Tenía un itinerario. Aterrizar. Pedir un Uber. Ir a la clínica en la Roma. Salir  de la clínica. Comer algo ligero. Hacer compras en el mercado de la Fuente  de Cibeles. Pasar el tiempo hasta la hora de mi reservación en un restaurante  del que leí en una revista de viajes. Tomar un Uber de vuelta al aeropuerto. No llorar. Volar de regreso a Monterrey. Felicitarme por ser una mujer independiente. Pedir un Uber a casa. No llorar. Bañarme, acostarme en mi cama, recapitular mi día y no llorar. Elegir las memorias que quiero conservar del día y olvidar el resto. Intentar olvidar el resto.  

II 

En 1989, mi madre le confesó a Margarita, su amiga de la universidad, que estaba embarazada. Calculaba que llevaba diez semanas, y no podía decírselo a  sus padres, mis abuelos eran muy duros.  

—Mi prima tuvo un aborto —dijo Margarita—. Consigo el número y hacemos una cita. Si no tienes dinero yo te presto.  

—Sí, sí —dijo mi madre llorando. Caminó un par de cuadras hacia una cabina telefónica, miró a su alrededor, introdujo varias monedas y llamó de larga  distancia a la Universidad Autónoma de Guadalajara.  

—Estoy embarazada —dijo y pausó esperando una reacción—. Me dijeron de una enfermera que ayuda a la gente a abortar…  

—Estás loca —la interrumpió—. Vamos a casarnos. 

Mis padres tenían veinte años cuando se enteraron de su primer embarazo, el que resultó en que yo viniera al mundo. No habían concluído sus estudios, no tenían ahorros ni herencias, ni trabajo.  

 Nací y crecí en Baja California. De chiquilla la maestra de preescolar le dijo a mi madre que yo era inteligente. 

—Pero es muy callada y no juega con los otros niños —agregó. Yo no entendía qué tenía que ver una cosa con la otra.  

—No me gustan sus juegos —dije, cuando mi madre me interrogó—, son juegos de niños.  

 Me sentaba a la mesa con mi abuelo mientras él leía el periódico y tomaba  café, mi abuela me daba hojas de papel y crayones y leche con café en una taza de plástico. 

 —¿Qué dice aquí? —preguntaba mi abuelo. 

 —El Mexicano —contestaba, que más que leer estaba repitiendo el nombre del periódico que me había aprendido de memoria. 

 Tenía siete años cuando se me ocurrió que podía trabajar. Durante las vacaciones empecé de lazarillo en un supermercado donde ganaba cien pesos por día. En la casa de mis padres siempre faltó dinero, yo quería ser independiente, ayudar, no ser una carga. Tener cosas.  

 Los sábados iba al catecismo y los domingos a misa con mi madre. La parroquia de San Judas Tadeo tenía un aspecto grandioso, un techo altísimo, piso de mármol, luz multicolor proyectada por los vitrales que la adornaban. Tenía una gran devoción por la Iglesia, daba limosna de mi propio dinero, cantaba en el coro infantil y levantaba la mano siempre que se necesitaban voluntarios. Mientras yo crecía, mi padre se desquiciaba. Durante mi adolescencia, mi casa se convirtió en una caja silenciosa y fría, mis hermanos se aislaban en sus  juegos y mi madre en el trabajo. Me levantaba temprano y recogía su coche, arrojaba en una bolsa de basura las latas de cerveza y las colillas de cigarro. Me guardaba las cajetillas abiertas y el dinero.  

 Vendí muebles, así me pagué la licenciatura. Me gradué y acepté un trabajo como consultora. Al año siguiente me fui a trabajar a Monterrey, me pagaban el doble de lo que ganaba antes. No era suficiente, todo era más caro. Compartía piso con gente que no conocía, me movía en camión, o en taxi si se me hacía tarde, dejé de hacerme luces en el cabello, empecé a cocinar. 

—Eso es experiencia de vida —decía mi madre. 

Cuando Gabriel y yo nos conocimos, tenía poco menos de un año viviendo en Monterrey. Él venía de un municipio aledaño a la ciudad, estudió uno o dos años la licenciatura en deportes y al mismo tiempo trabajaba. El trayecto de casa de sus padres al trabajo le tomaba casi dos horas en transporte público o  una hora en su bicicleta. En cuanto pudo, se salió de esa casa. Consiguió un cuarto minúsculo cerca de su trabajo y dejó la  escuela para costearse la renta.  

 Empezamos a salir. Una noche, se nos hizo tarde y me acompañó a mi departamento, pensando en su seguridad le sugerí que se quedara. Hice de cenar y le extendí unas cobijas en el suelo. Me dijo que estaba enamorándose de mí. Nos besamos y dormimos juntos. Más tarde me arrepentí porque no me sentía  enamorada.  

 Pasaron los meses, trabajamos, pasamos juntos nuestro tiempo libre y Gabriel se quedaba a dormir un par de veces por semana. Luego, la prueba de embarazo dio positivo.  

—Voy a abortar —le dije.  

—¿Estás segura? —preguntó.  

Yo ya estaba buscando vuelos a Ciudad de México, el único lugar en el país donde se practicaban abortos legales. 

—¿Qué piensas? —pregunté.  

—Pues que es tu decisión, ¿qué necesitas? 

—Dinero. 

— Sabes que si decidieras tenerlo te apoyaría, ¿verdad?  

 

IV 

—¿Dice aquí que no fuma? 

—No. 

—¿Y tampoco toma?  

¿Por qué la enfermera cuestiona lo que he puesto en la maldita forma?

—Pase a tomar asiento. En un momento más la llaman.  

 Estoy en una clínica de aborto legal en la Ciudad de México, elegí esta clínica después de indagar en internet y leer reviews. Hice una cita para esa misma semana. 

 La clínica es nueva pero su aspecto es viejo: una casa antigua en La Roma convertida en clínica. En la sala de espera estamos cuatro mujeres. No soy la más joven, frente a mí hay una chica de unos dieciocho años que cruza su mirada  conmigo y me sonríe. No me apetece iniciar una conversación en un ambiente  tan oscuro, literalmente oscuro. ¿Por qué está clínica no tiene una brillante luz blanca como la de los hospitales?  

Leí en alguna ocasión que el aborto se practica legalmente en México desde el 2007, y solamente en la capital. La legalización del aborto fue posible por que las colectivas feministas se empeñaron en que fuera así y por la gobernatura de un partido de izquierda que estaba muy apurado por demostrar lo progresista que era. Me da la impresión de que la clínica en la que estoy ya practicaba abortos desde hace mucho tiempo y simplemente salió de la clandestinidad cuando la ley cambió. 

 La enfermera me entrega una pastilla que debo tomar frente a ella. Me da una  bata y me indica dónde está el baño. Me quito la ropa, me pongo la bata. Salgo y la enfermera me señala otra sala donde debo esperar en una camilla por una  hora, me acuesto sujetando la bata para que no me vean el culo.  

La que era más joven que yo está en otra cama al lado mío, hojeando una  revista.  

—Es tu primer aborto —dice.  

No era una pregunta, lo estaba afirmando. Se me nota lo primeriza.

—Mío, es el cuarto.  

Eso explica por qué ella se ve como si estuviera esperando para  arreglarse las uñas. 

—¿Por qué tantos?—pregunto.  

—Mi patrón me los paga.  

—¿En qué trabajas?  

—En una casa.  

“Nadie desea un aborto”, leí alguna vez. Imaginaba que después de un aborto una “aprendía la lección” y se cuidaba por el resto de su vida. ¿Sería ella una  víctima de trata o de abuso? ¿La obligan o viene por su cuenta? ¿Quién paga las  cuentas de la clínica? Ya no pude seguir la conversación porque llegó su turno. Me convenzo de que no tengo miedo, pero estoy temblando. La enfermera me ve desde la puerta y me llama. Ha llegado mi turno. 

Más tarde, sentada en un restaurante en La Condesa, subo a Instagram una  foto de un risotto y una copa de vino blanco. Llamo a mi madre para ver cómo  está. Pido postre y un espresso. Casi escribo “No llorar” al firmar el voucher.  

 

 

—Ave María Purísima. 

—Sin pecado concebida. 

—¿Hace cuánto tiempo no te confiesas?

—Hace varios meses, padre.  

—Dime tus pecados.  

 Crecí católica. Incluso viviendo lejos de casa hice lo posible por estar cerca de la Iglesia. Iba a misa. No todos los domingos pero siempre en las fechas  importantes.  

 Como todos los diciembres, me subí a un avión y viajé a casa. Me senté nueva mente en el asiento 1D, ansiosa y culpable.  

 Diciembre me agobia: la costumbre (y obligación) de confesarse para comulgar en la misa de Nochebuena, las fiestas en casa de mi tía (mi madrina de  bautizo, la hermana mayor de mi mamá, la matriarca catoliquísima) y mi madre, quien me observa, tratando de deducir por la amplitud de mis sonrisas si realmente “estoy bien”, como se lo había dicho tantas veces por teléfono.  No sé por qué fui al confesionario, esperaba escuchar que no hay penitencia  suficiente, ni perdón para una abortista, ya no me sentía hija de Dios. Tampoco hija de mi madre, que pertenece a un grupo pro vida y considera que el  aborto es un asesinato. Hija de nadie, igual que el feto que aborté. 

—Padre, aborté —dije mientras lloraba y no podía hacer nada más que llorar  y esperar que alguien me sacara de ahí y me pusiera en la calle. 

—Hija, puedo ver que te has castigado suficiente. Yo te absuelvo de tus pecados  en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. 

“Amén” es lo que espero haber contestado.  

 

VI 

“El síndrome post-aborto es un mito” era el título de un artículo que encontré  en Internet, no me hizo falta leer el resto, decidí creerlo y seguir adelante. En cuanto a Gabriel y yo, terminamos poco después del aborto. Si yo había abortado para tener un mejor futuro, entonces debía tener un  mejor futuro. Así que perseguí el dinero y el reconocimiento. Me volqué en  el trabajo. De ese tiempo no conservo amistades, solo compañeros de trabajo,  jefes y clientes agradecidos.  

Trabajaba en la Ciudad de México. Vivía en un hotel, siempre en el mismo.  Caminaba en el lobby por las mañanas. Mis tacones hacían ruido sobre el piso marmoleado. Me saludaban el chico del elevador, el mesero del restaurante,  las recepcionistas, el concierge. Un año y nunca conocí a nadie por su nombre.  Me preguntaba si hablaban de mí, si notaban que siempre me quedaba en el  piso 11 con vista a Paseo de la Reforma, que todas las tardes llegaba en Uber de  la oficina y me tomaba una copa en el bar antes de subir a mi cuarto. Quizás también sabían que en las noches me daba insomnio y me quedaba en la azotea fumando, que a veces me emborrachaba con una botella de vino y vomitaba en el baño, que comía Maruchan cuando me hartaba la comida del  restaurante, tomaba Tafil para dormir, y que en las noches malas fantaseaba  con tirarme por la azotea.  

 Cada dos viernes volaba de regreso a Monterrey, me sentaba en la sala Centurion del aeropuerto, le tomaba foto a mi comida y la subía a Instagram.  Empecé a resquebrajarme. 

—Necesito un descanso —le dije a mi jefe. Sugirió que me cambiara de hotel.   En esos días escribí:  

Extraño cerrar la ventanas y apagar todas, todas las luces.  Extraño el pasillo vacío, el olor a café y las cosas amontonadas en los rincones.  Aquí no hace calor ni frío, y a decir verdad no siento nada. Luego la pandemia me obligó a regresar a casa. Dejé de viajar. Empecé a tomar  terapia. Una de las primeras cosas que hice fue escribir una lista grandísima  de todas las cosas que tengo. Empezaba con lo más obvio: familia, un techo,  salud, trabajo… luego cosas cada vez más frívolas: un smartphone, una bicicleta, un automóvil… Sentí vergüenza. Sabía trabajar para ganar dinero, cubrir necesidades, tener cosas. No para sentirme feliz.  

Mi hermano me llamó. 

—Voy a ser papá —dijo llorando.

Esa tarde escribí: 

Y de pronto vuelven los sueños y las ganas de pensar en el futuro… en los abrazos y en el  

amor que ahora siento y que crecerá.  

Y aunque sus condiciones no eran las ideales (no tenía estudios, ni ahorros ni  herencias, ni trabajo), me alegré mucho por él. Cuando abracé por primera vez a mi sobrino, hubo algo curativo. Supe que a él no le faltaría nada y que siempre se sentiría amado, que podría hacer de su vida lo que él quisiera.  

Más tarde ese año, atropellaron a una amiga mientras entrenaba en bicicleta, el coche iba a cien kilómetros por hora y ella no sobrevivió. Lloré y me puse fúrica, yo también pasaba por esa calle en mi bicicleta, ¿por qué no fui yo? Tuve que haber sido yo, la abortista ingrata y estúpida que no hace más que  compadecerse.  

 Poco después encontré en Facebook a un grupo feminista que convocó a mujeres para que contaran sus historias de aborto en un documental. Les escribí. Conté por primera vez esta misma historia, frente a un grupo de comunicólogas vestidas de negro, con cámaras y micrófonos.  

 Todas las que contaron su historia tenían algún distintivo: una hija, un ex-marido alcohólico, un aborto en el extranjero, yo, la abortista católica. 

Esto es parte de lo que dije en la grabación:  

Me parece importante contar mi historia (…) porque el mensaje es que nosotras  tenemos todo el derecho a soñar, ser felices y a decidir sobre nuestro propio destino y no debemos derogar esas decisiones que impactan tan fuertemente nuestro  camino a los sistemas, a la política, a la religión, tiene que venir desde adentro. Un discurso a tono con la euforia feminista que se vivía en ese año, pero omití  la vergüenza y la culpa, y las expectativas no cumplidas y que el aborto no es el  problema, sino saber qué hacer después. 

 

VII 

Diciembre. Vuelvo a casa, en el asiento 1D, menos ansiosa y culpable. Regreso a casa de mi madre. Es posible que ya no regrese a Monterrey. Mi hermano me pide ser la madrina de bautizo de mi sobrino. Me acerco de nuevo a la Iglesia, la misma iglesia. Los vitrales aún proyectan la luz multicolores que recuerdo de mi infancia. El techo ya no parece tan alto y su aspecto es un poco menos grandioso. 

 Dejo mi trabajo, las salas de aeropuerto y los tacones. Dejo de perseguir el dinero y el reconocimiento. Me felicito si logro despertarme temprano sin una alarma e intento bañarme y cambiarme antes de sentarme a leer o escribir. No hago itinerarios. No genero dinero. Abrazo a mi sobrino todos los días. 

Paulina Bojórquez (Mexicali, 1991) creció en Ensenada y luego emigró a Monterrey. En el 2021 dejó su trabajo como consultora y regresó a Baja California. Ha participado en dos talleres de escritura organizados por El Septentrión

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