Pechakucha II: Un montón de cosas

 

por Elena Díaz

 

Me desenredé tarde de mis pendientes en el trabajo, y las botas negras altas que me puse tampoco ayudaban a mi plan de caminar. Metí un poco de cambio, mi celular, un peine roto (para que cupiera) y unos chicles Flecha verde en mi pequeña bolsa de piel plástica negra y salí de casa. El conductor de Uber dijo que seguro las lluvias iban a reanudar los siguientes días y, antes de bajarme, me preguntó cómo se llamaba mi perfume. Es el Earth, le dije. Cerré la puerta y caminé medio preocupada por la lluvia, medio distraída por la pregunta y por la pena de recordar que gasté dinero que no tenía en ese frasco de perfume (y también en el Uber). La Cava Miramar, en Plaza Santo Tomás, estaba llena a las seis veinticinco de la tarde, cuando llegué para las charlas del Pechakucha. En cuanto puse los pies dentro de la salita, volteé en todas direcciones, con una expresión de cachorrito perdido.

     A la derecha, había una veintena de sillas de plástico moldeado, color verde bandera y con patas de metal (ocupadas todas). Me recordaron a unas similares de mi primaria, en los noventa, y tomaron forma en mi mente paredes de salón medio mugrosas, mitad blancas mitad verde menta, y la portada del librito de Cívica y ética. Comencé a escurrirme con estrés y nostalgia entre la gente que estaba parada y que conversaba en el resto del espacio libre. Intenté distinguir a alguien conocido, pero la visión de túnel que me dio la ansiedad social desdibujó a las personas en un caleidoscopio de ojos, narices, bocas, abrigos, lentes, chamarras. Algunas bufandas. Al final, decidí hacerme de un pequeño rincón cerca de la puerta de entrada para inspeccionar la sala. Una chica delgada, de estatura baja, cabello oscuro recogido en dos chongos y con sudadera y pantalón negros oversize, se deslizaba lenta y fácil entre la gente, con una expresión neutra. Sostenía  una cámara  fotográfica profesional que cada tanto dirigía hacia algún punto fijo o que movía horizontalmente para hacer paneos. Poco a poco empecé a reconocer a algunas otras personas pero, ahora, desde mi cómoda madriguera, había un pequeño abismo entre nosotros.

      Una buena amiga apareció por fin después de un rato y nos acomodamos juntas al fondo de la sala. A los pocos minutos, Gus Pérez, con lentes color café y un saco del mismo color, se paró sobre una pequeña tarima frente a todos y nos agradeció por asistir. Mencionó que el tema central de este volumen sería la experiencia de las mujeres y nos dio además los datos más relevantes del formato Pechakucha (palabra que significa algo como “charla casual” en japonés), el cual es el mismo en cualquier parte del mundo: pláticas cortas que consisten en veinte diapositivas con duración de veinte segundos cada una (seis minutos con cuarenta segundos en total por charla). En palabras de Gus, se ofrece un espacio donde la gente pueda hablar de sus pasiones de manera breve. Traté de imaginar qué criterio usaría yo para escoger  un tema. ¿Sería algo que amo, aunque a nadie le interese o no lo pueda explicar coherentemente? ¿Algo de lo que sepa en términos prácticos? ¿Algo útil para los demás? Podría descubrirlo, aunque el leve vértigo que me da la idea de tropezar mis palabras entre el reloj y las diapositivas pensó distinto.

       Carolina Bohórquez, Giannina Gavaldón, Fabiola Del Castillo, Yunuen Estrada y Daniel D´Acosta pasaron a la tarima a dar sus charlas, en ese orden. Sobre la pared de proyección desfilaron imágenes de Marie Curie, de memes, fonditas del sur del país, paisajes desérticos mexicalenses, de Violeta Fierro,  de la ciudad de París, de tortillas de maíz criollas, del ballet y las olimpiadas, entre otras.  Durante este primer bloque me obligué a cambiar de lugar de manera constante (y torpe) para poder ver y escuchar mejor, mientras la chica de negro con ropa oversize y la cámara profesional continuaba fluyendo sin dificultad entre la multitud, documentándola. La sala alternaba entre silencio, aplausos, risas y un par de copas de vino que fueron tumbadas al piso por los pies de sus dueños, debajo de sus sillas.

      Durante el break compré mi propia copa de vino tinto con otro poco del dinero que no tenía y salí de la sala con mi amiga. Nos sentamos en una banquita de madera frente a la Cava y me contó acerca del libro que estaba leyendo esos días. Mientras la escuchaba, yo atenuaba el frizz de mi cabello con mi peine roto, me ponía labial y me tomaba unas selfies. Oye, perdón por mi vanidad, le dije. Ya me acostumbré, me respondió tranquila. Le sonreí afligida y continuamos esperando y hablando, arropadas por el olor de las hamburguesas de La Aplanadora que estaban preparando a la vuelta. Al regresar a la sala seguí a mi amiga entre la gente y la escuché hablar con algunas de sus conocidas. Unas comentaron que habían faltado a la marcha del 8M para no perderse las pláticas. Otras, que sí habían ido a la marcha, llegaban apenas a la sala y a la atmósfera de contraste entre la calles del centro de la ciudad y el piso ajedrezado. Al final del break, me apresuré a tomar una silla verde desocupada mientras el vino se me empezaba a subir, pero me obligué a terminar de beber hasta lo último de esos $120 pesos.

      Esther Gámez, Rosa María Alegría, Rebecca Marcos, María Mariño y María Ecléctica terminaron con el segundo bloque de charlas. Hablaron acerca de la búsqueda estética, del huevo como platillo perfecto y objeto temático de canciones y de arte, de un mono llamado Frijol criado por una familia humana, de la fotografía marina, de la conservación de las playas, y de la afantasia, una condición que no permite visualizar imágenes en la mente. Esther dijo, entre otras cosas, que la afantasia  causa que  sus obras de arte “no existan hasta que existen”, evitando el proceso de expectativa y frustración de no poder materializar lo que se imaginó antes de empezar. Recordé las oleadas de emociones y frustraciones por mi propio exceso de imágenes mentales al surgir por cualquier razón (preferiría no haber hecho un viaje al pasado en medio de la ansiedad social en un lugar concurrido, a partir de unas sillas verdes y la portada de un libro de Cívica).

      Al terminar, las expositoras se reunieron al frente para una foto grupal, mientras los demás desocupaban la sala y algunas otras copas más caían entre los asientos. La chica de negro seguro continuaba involucrada en documentar el final del evento pero, antes de poder comprobarlo, mi amiga y yo salimos al frío de la plaza, ya de noche. Nos saltamos las hamburguesas y nos dirigimos hacia el bar El Pirata, donde nos encontramos con un par de amigas que nos esperaban desde hace un buen rato. ¿Cómo les fue? ¿De qué trato? Quise hablar de Frijol el mono, de las tortillas, de las playas, de París, de las mujeres científicas, del 8M, de la chica de ropa negra oversize, de las sillas, de las copas de vino, del arte, del huevo. Alcancé a decir: ¿Ya ven? ¿Por qué no fueron? Trató de un montón de cosas.

Elena Díaz. Estudió la Licenciatura en Artes Plásticas en UABC Ensenada. Ha participado en talleres de escritura en esta ciudad desde 2023.

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