Laura

 

 

La primera vez que visité a Laura tenía el corazón destrozado.

  —Ve a su restaurante, Christo, te vas a sentir mejor —me dijo un amigo—, ahí trabaja Laura, platica con ella.

    Laura. Hasta ese día solo la conocía del tocho, un deporte parecido al fútbol americano pero en lugar de taclear hay que quitar listones de caderas. Por eso es común que haya equipos de hombres y mujeres. Eso no evita los contactos a toda velocidad, accidentales aunque fuertes. A pesar de chocar con Laura, jamás me reclamaba ni se molestaba. Ni siquiera cuando el contacto la dejaba tirada en el pasto. Se levantaba, sonreía con la cara llena de virutas de caucho negro y me decía algo como «no importa, manito, así pasa». Corría hacia su posición y agachaba la cabeza, como si quisiera embestir a alguien. Retraído como soy, una vez acabado el juego no hablaba con ella ni con nadie; por eso no imaginaba cómo alguien a quien apenas conocía pudiera hacerme sentir mejor. Aún así, fui a su restaurante: el Valentina.

   Caminaba sobre la Calle Río Guadalviquir, cerca del Paseo de la Reforma, era primavera y las hojas de los árboles eran verdes y aún quedaban algunos rastros de jacarandas en las jardineras. Cuando llegué Laura estaba fumando afuera, de pie, con el cabello largo, amarrado, pantalón de mezclilla y filipina blanca. Sus ojos recorrían de lado a lado la calle, al ritmo del escaso tráfico. Miraba para otro lado, pajareando. Aún al exhalar el humo del cigarro, seguía sonriendo. Al verme, se acercó.

   —Tú estás muy triste —me dijo, raspando el aire. Yo esperaba un “hola”, un saludo genérico. Desvié la mirada y me abrazó.

   Me guió por Valentina, una casa antigua adaptada. Las paredes eran pálidas y había una cafetera industrial detrás de una barra de madera con un acabado que la hacía ver vieja y gastada. Me llevó a la parte de atrás,  un cuarto amplio con una mesa de madera antigua que me recordó a los comedores de las haciendas.

   —Siéntate donde quieras, dame unos minutos y estoy contigo —me dijo y regresó a su trabajo. Había muchas personas en el Valentina. Pensé que no era un buen momento para hablar. Decidí irme. De camino a la salida, Laura llegó con un plato de peltre con una cecina asada y arroz y un vaso de agua de limón.

   —Come, manito, es lo mejor que puedes hacer, y ahorita platicamos.

   Al tercer bocado supe que no mentía.

    —Ahora sí, manito, cuéntame qué sientes. —Se sentó al otro lado de la mesa. Le conté mi pesar y por quién lo sentía. Ella escuchaba. Asentía o negaba sin decir nada. Hasta que me quedé callado, ella habló.

   —Te puedo ayudar a que te sientas mejor, pero necesito saber qué es lo que tú quieres de verdad, ¿olvidarla o recuperarla?

   —Recuperarla.

   Y con eso se desató una conversación sobre emociones, sentimientos y amor propio. Hacía pausas para ir por más agua, y no dejaba de ofrecerme comida. Tampoco dejaba de vigilar y atender a los demás comensales.

   —Vamos afuera, necesito un cigarro —me dijo.

   Le dio una larga bocanada y continuó:

   —Hasta ahora, tú has estado siempre para ella, pero tienes que empezar a centrarte en estar bien contigo mismo.

    Me habló de cómo podría intentar recuperar mi relación, pero no me garantizó que lo lograría. Laura describió con precisión ciertas actitudes mías y de mi pareja… ex pareja.

    —Ella tiene veinticinco años —dijo y apagó la colilla del cigarro en la suela de su zapato.

    —¿Cómo lo sabes?

   —Es algo que he estudiado. El cerebro humano tiene un último ajuste químico alrededor de los veinticinco años, no tan marcado como en la adolescencia, pero definitivamente influye en el comportamiento. Entonces los conflictos e incluso a veces las mismas muestras de cariño hacen un desbarajuste al que no sabemos como reaccionar.

   Me lo dijo como si estuviera haciendo un stand up, me reí y le pregunté qué había hecho ella a los veinticinco años.

   —A los veinticinco años me traté de suicidar… Y lo logré.

*

Laura despertó por el dolor de la sonda que tenía en la nariz. Al mover su mano izquierda notó la aguja del suero punzándole. La luz de las lámparas fluorescentes iluminaba el reducido cuarto blanco. Su hermano estaba en el piso al lado de la cama, había estado llorando por largo rato. Su tía y su madre estaban de pie. No podía escuchar nada. Le dolía el cuerpo. Miraba el techo. Se sentía culpable por sobrevivir.

   No me morí. ¡Puta Madre!, pensó, y luego volvió a dormir.

   Dormía y despertaba, así durante unos minutos. Pasadas unas horas, por fin pudo quedarse despierta. Vio a su madre, hablaba con el doctor, quien le mostraba las hojas de los estudios en una mano y una bolsita de plástico en la otra.

   —Tú no te tomaste nada —dijo su madre con tono cortante.

   —¡¿Cómo?! No me quieran mentir —respondió Laura.

   —Explíquele —le dijo la mamá al doctor.

  —Este es el contenido de su estómago, es lo que sacamos con la sonda —dijo el médico mientras le enseñaba la bolsita de plástico sellada que no contenía más que un poco de líquido amarillo verdoso.

   No concordaba. No con lo que había hecho.

   Hacía unas horas Laura estaba en su casa, en el comedor. Una mesa larga de madera con un mantel y sillas de respaldo alto también de madera. Hacía un calor propio del mes de julio y eran las seis y  media de la tarde. Entraba el sol por la ventana de la sala. Trabajaba en su computadora cuando recibió una llamada de su hermano. Parecía enojado. Quería aclarar una serie de llamadas a celular por unos siete mil pesos, más o menos. Pero no le preocupaba el monto, le aterraba tener que explicar a quién estaban dirigidas. Las hacía a su primera amiga gay.

   Laura ya había aceptado ser gay, pero aún no lo platicaba con su familia. Había sido un proceso solitario. Por fin había encontrado amigos en la comunidad. Ahora tendría que decirlo. Terminar a su novio cristiano después de siete años. Encarar a su familia. Le reclamarían por ser una vergüenza para la familia, porque no tendría hijos, porque se sentirían decepcionados de ella. Imaginó la presión con la que tendría que vivir.

    Se decidió por la solución que le pareció más sencilla.

    Subió con prisa los doce escalones de linóleo, pasó junto al cuarto de su madre y fue hacia la recámara de su abuela.  Sobre una mesita de noche cubierta por un mantel de macramé estaban los frascos de las pastillas. Eran prescritas para padecimientos del corazón. Las agarró todas y bajó de regreso al comedor. Se llenó la mano de pastillas y se las llevó a la boca. Caminó a la sala y se sentó en un sillón individual, sin descansabrazos. Respiró hondo, tomó el teléfono y mandó un texto a su cuñada: Los quiero mucho a todos.

   ¡Ya!, ¡ya!, ¡ya!, ¡ya!, ¡ya!, pensó mientras se estiraba sobre el respaldo esperando que hicieran efecto.

   —¡¿Qué hiciste?! —tronó la voz de su madre bajando la escalera.

    —Nada.

   Su madre la tomó por el cabello y la jaloneó hasta el inodoro. Intentó inducirle el vómito con un dedo en la garganta, sin éxito. Solo quería que todo terminara. Sus sentidos se empezaron a difuminar. No sentía miedo, sólo impaciencia. La subieron a una camioneta mientras las voces a su alrededor comenzaban a escucharse lejanas. Perdió la consciencia.

   Por eso no podía creer que no había nada en su estómago.

  Los primeros dos meses fueron los más complicados. Le negaron el uso de pastillas en su terapia. No tenía voluntad para vivir, pero continuó yendo. Aunque su madre no se despegaba de ella ni un segundo, no pensaba volver a intentarlo. Pedía perdón por todo. Sentía que si buscaban algún culpable por cualquier cosa que saliera mal, se iban a desquitar con ella.

   Al tercer mes pudo escribirle una carta a su novio para terminar con él. No mencionó que era gay.

  Al cuarto mes su madre comenzó a dejarla sola por ratos. Laura comenzó a sentir algo de vida en ella misma. Asistió a terapia por su propia cuenta. Comenzó a leer sobre programación neurolingüística y descodificación biológica, quiso estudiar de lleno ese tema, entender su propio comportamiento.

*

—Ja, ja, ja —volví a reír —. ¿Cómo que lo lograste?

  —Sí, manito, porque ya no soy la misma. Un día haré un stand up de eso. —Entró de nuevo sonriendo al restaurante—. Es una buena línea para abrir el show, ¿no crees?, diciendo que lo logré. Vente, ya casi voy a cerrar. ¿Quieres un té o un café?

  —No, ni he checado cuánto va a ser.

  —No va a ser nada, de veras. Anda, para que cierres bien la comida de hoy.

   Se puso detrás de la barra y sacó una taza de porcelana blanca. Detrás de ella había una pared llena de frascos con infusiones y sus nombres en gis. Me senté en uno de los bancos de madera frente a ella, un lugar que se volvería habitual. Elegí uno que me recordó a The Who.

  —Está bien, dame un Blue Eyes.

   Junto a la taza me puso un brownie. Lo bebí en silencio, no había nada más que decir ese día.

    Laura cerró su venta del día y pagó a sus empleadas. Ahí supe que era la jefa del lugar. Le ayudé a guardar el letrero del menú y nos despedimos con un abrazo. Y aunque a la vuelta del tiempo el motivo por el que fui por primera vez a Valentina se esfumó, me acercó a Laura.

Fotografía de Sunny Galeana

Chris Martinez,(CDMX, 1984) ingeniero de formación, inadaptado de ocasión, viajero de mundos de corazón.

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