Juana tiene Alzheimer

 

Texto de 

Valentina Sorani

Fotografías de

Alicia Tsuchiya

 

 

Mi madre tiene Alzheimer. O al menos es lo que mi familia dice cada vez que alguien pregunta. El nombre de la enfermedad que ella padece no es tan conocido, pero los síntomas son muy parecidos al Alzheimer. Ambas son formas de demencia.

   Yo tenía 19 años cuando la diagnosticaron, me encontraba en mi segundo año en la universidad. En ese momento, mi madre ya no tenía la capacidad de saber lo que estaba pasando, así que no hubo despedidas ni dramas hollywoodenses (como en la película Por Siempre Alice, donde la protagonista logra dar un discurso emotivo a sus familiares y amigos con la ayuda de un marcador de textos para no olvidar qué línea leía), simplemente se fue perdiendo poco a poco.

   Ella me crió sola, me enseñó todo lo que sé, desde ponerme los zapatos hasta ser generosa con los demás. Su pasión siempre fueron los idiomas, y en casa no faltaban las charlas sobre las estructuras y la conjugación correcta de los verbos en francés, inglés, italiano y español. Los libreros siguen llenos de libros y fotocopias, indescifrables para la mayoría, sobre lingüística, historia y psicología del lenguaje. Durante muchos años fue profesora de francés la UABC, donde condujo, además un programa de radio.

   Mi padre nos abandonó antes de que yo cumpliera dos años,  y esto le rompió el corazón a mamá. Ella siempre ha tenido un aire de tristeza.  Sin embargo, creo que hizo un gran trabajo.

   Estaba enamorada del conocimiento y, como yo ahora, era fiel seguidora de Atenea. Siempre me alentó a estudiar una carrera y el día en que me aceptaron en Física en la Universidad Autónoma Nacional de México, a más de tres mil kilómetros de casa, fue uno de los más lindos que tuvimos, aunque para ese entonces ya estaba un poco enferma.

   No fue hasta que desconoció a mis primos en una reunión familiar que nos dimos cuenta de que algo no iba bien. 

   El neurólogo que la revisó fue frío: 

—Demencia frontotemporal incurable.

Después de esto volví unos meses a casa, pero me fui en cuanto pude continuar con mis estudios; no estaba lista para enfrentar la realidad que me esperaba. 

  Los años que siguieron me daba el tiempo para visitarla con frecuencia, pero, conforme pasaban los días, el lugar que antes era mi hogar se llenaba más de polvo. 

  Volvía a unos brazos a los que cada vez les costaba más recordar a quién abrazaban, hasta que finalmente lo olvidaron.

  En cuanto acabé la escuela, regresé a estar con ella. 

 Ya no sabe quién soy yo, pero la mayoría de sus funciones motoras siguen bien. He regresado para acompañarla, o, mejor dicho, para que ella me acompañe a mí. Siento que, aunque no recuerda mis historias, hay algo de ella encerrado en ese cuerpo que envejece día con día: un contenedor pobre para el alma que se le escapa.

A veces sueño con ella: me da consejos o miradas profundas. Otras veces el sueño es una aventura en donde ella y yo peleamos contra un mal que nos persigue en forma de momia inca, flaca y decrépita. 

 La momia siempre la alcanza y se la lleva.

En este tiempo, he llorado por meses. He gritado y pataleado. Me he enamorado sólo para romperme el corazón. Desesperadamente, he buscado un dolor que encubra al que me ha hecho sentir ella. Un dolor causado por la ausencia, como cuando te quitas una liga de la muñeca, que espina y quema al mismo tiempo. A veces se vuelve mi centro, mi sostén, la piel que contiene a mis órganos internos, es una sensación tan inmaterial y profunda que me hace olvidar que existe algo más. Me vuelvo mi dolor.

 ¿Cómo sobrevivir a tanto?

 ¿Cómo ser fuerte sin perder mi esencia? 

 Estas son preguntas que me hago cada vez que duele, cada vez que extraño.

 He descubierto, a lo largo de estos años, que existen pequeñas cosas que me ayudan a calmar el dolor: respirar, escribir, leer. Pero, sin duda, lo mejor es reconocer que nunca me va a dejar de doler, que la espina siempre va a estar allí, acompañándome.

  Me sirve saber que su enfermedad sólo irá empeorando para valorar los pocos momentos que me quedan con ella. Pasar la tarde buscando el brillo escondido en sus ojos cuando se ríe, hacer que esté lo más cómoda posible, y sea (espero) feliz.

  Cuando ella muera me iré lejos, la buscaré  en el viento y en el mar, esperando que por fin su alma esté completa y la sienta como era.

 

Ana Valentina Sorani Valdivia. Física, feminista, poeta y música . Originaria de Ensenada, estudió en la Facultad de Ciencias de la UNAM, donde se encontró con sus dos grandes pasiones: la física y el feminismo. Actualmente se encuentra concluyendo su tesis de licenciatura bajo la dirección del Dr. Roger Cudney en el Cicese. Simultáneamente es miembro de la colectiva Siemprevivas donde brinda acompañamiento a mujeres.

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