La herencia

 

por Paola Escobar

 

—A ver, Cata, mirá para acá. Tenés más ancho el lado derecho del cuello, como más engrosado.

   Vero es una de las médicas del equipo y no suele dirigirme la palabra excepto para ofrecerme algún mate o para gritarme que estoy diciendo una boludez. Tiene el pelo largo hasta la cintura. A veces se arma un rodete con ese pelo castaño y lacio, usa dos palitos chinos cruzados para sostenerlo. Tiene sesenta y dos años, debe haber sido una mujer muy linda a los veinte. Las arrugas de la frente son tres líneas gruesas que suben y bajan a medida que ajusta su zoom hacia mi cuello.

   —¿Para dónde miro?
—Mirame a mí, Cata. Tenés un bulto en el cuello. ¿Ves la sombra, Tere? Debe ser un nódulo o un quiste en la tiroides. ¿Tenés algún familiar con bocio?

   La que inauguró la historia tumoral en mi familia fue mi tía Catalina, hermana de mi madre. El tumor mató a mi tía de dos maneras sucesivas. Al principio lo hizo de a poco, circunscribiéndose a zonas claramente delimitadas en el cuerpo, cuyas fronteras permitieron la remoción de partecitas de los órganos afectados, casi muertos. Una vez escuché a mi madre contar que durante esos pocos meses de recuperación su hermana revivió dramáticamente, como esas plantas olvidadas de riego que se envalentonan y se yerguen enhiestas y desafiantes en sus macetas apenas reciben un poco de agua. Catalina aprovechó entonces su energía vital para reunir y regalar ciertos objetos personales a la familia: mi hermano recibió una cámara de fotos, y mi madre, un saco tejido a mano. A mi abuela le tocó un tapado cosido con la Singer que luego heredé yo. Después Tumor Maligno se expandió rápidamente inundando algunos órganos, la sangre y los huesos. Esa fue la segunda manera de matarla, la definitiva. Nací un año después de eso y mi madre me anotó en el Registro Civil con el nombre de su hermana.

   La saga continuó quince años más tarde. Tumor Maligno tampoco perdonó a mi madre, aunque fue más benévolo que con su hermana: a mamá la liquidó sólo en un año calendario y murió prolijamente el 1° de enero. Él nos engañó a todos durante unos cuantos meses después de la operación. Al igual que lo ocurrido con la tía, nos vestimos de color verde por un rato y jugamos a que estaba todo bien. Mamá no se prendió en el juego porque sabía lo que le esperaba.

  Vero me diagnostica desde el otro lado de la ronda, a un metro y medio de distancia en línea recta. Es viernes y son las cuatro de la tarde, estamos en una reunión de equipo y todas nos queremos ir. Ya venimos puteando desde las dos por el horario inapropiado de la reunión, pero Vero no llega a la oficina antes de las tres y Tere, la jefa, hace la vista gorda con sus horarios personalísimos de trabajo. Ella está sentada junto a Vero, me clava la vista en el cuello y habla como si yo no estuviera ahí.

   —Sí, tenés razón, tiene el lado derecho más engrosado que el izquierdo. —Le habla a Vero sin mirarla.

   —Che, Cata, tenés suerte de que te lo digan hoy viernes, así tenés un fin de semana enterito para hacerte mala sangre. —Marcela adjunta al comentario su clásico revoleo de ojos en código de qué fastidio.
—Vení que te hago una orden para una ecografía del cuello. Hay que estudiar eso, Cata. —Noto un dejo de placer morboso en la detección del bulto. Seguro que ahora Vero va a decir que lo importante es el diagnóstico temprano para un mejor pronóstico. Y que tengo toda una vida por delante. Y que la ciencia avanza tan rápido que seguramente antes de que me dé cuenta encontrarán una cura para mi mal.

   Pido un mate a Marcela. Vero se ubica detrás de mí y me palpa el lugar donde supongo tengo el tumor que acabará con mi vida en los próximos meses. Sus manos con artrosis están frías. Ella dice: “ajá, sí, noto algo”. Segrega baba como el perro de Pavlov. Yo soy como un bife humeante y jugoso recién sacado de la parrilla.

—De acuerdo con el resultado de la ecografía te van a pedir una punción y te van a hacer una biopsia. Así es el protocolo.

   Vero me da el papel con la orden para la ecografía. Vuelve a su silla y se acomoda el rodete. Uno de los palitos chinos se le cayó mientras me palpaba.

   Hay varios pares de ojos ubicados en otros escritorios contiguos que observan atentamente el ateneo médico sobre mi tumor mortal. Me cuesta un poco tragar el agua ya hervida y sin sabor del mate lavado. Afuera hay seis grados de sensación térmica, acá adentro mi cuerpo acusa veinticinco a pesar de que las estufas están apagadas. Desde el hallazgo de Tumor la reunión de equipo pasa a un cuarto intermedio para ir al baño y renovar el mate. Aprovecho y busco en internet “tumores tiroides y temperatura corporal”. La web no me devuelve nada relevante, en los resultados aparecen algunas páginas porno. Hasta que doy con el foro de los Operados que siguen Vivos, un grupo de autoayuda.

   “Al principio a mí me costaba tragar. El tumor aumenta de tamaño exponencialmente”, dice JP.

  “El proceso es lento e imperceptible al principio. Puede que no se vea nada en las primeras imágenes. Hay que insistir con las ecografías”, explica Candelaria AveMaría. Adjunta escaneo de sus ecografías.

  “Ojo adonde te hacés la punción, recomendamos ir al consultorio del doctor Meijide en Caballito. No te va a doler nada”, recomienda Estela1970.

   Caballito me queda lejos, aunque desde el trabajo puedo hacer combinación de subtes. Llamo a Recursos Humanos para averiguar cuántos días me quedan de vacaciones, tendré que tomarme uno para la punción, no pienso aparecerme toda vendada en la oficina después de que me pinchen el cuello. La llamada rebota hasta el conmutador, atiende una mina y me dice que los de Recursos Humanos ya se fueron todos.

  Vuelvo a la página web del foro y leo: “En algunos casos es preciso hacer quimioterapia después de la operación. Hay una sobrevida de 75%”, dice el mismo médico que hace las punciones y atiende en Caballito.

  Necesito papel para empezar a hacer la lista de cosas que van a heredar mis amigos y familiares. Voy a la Secretaría de Dirección al final del pasillo y le pido a Norma una hoja A4.

  —¿Te sentís bien? Tenés la cara colorada, Cata. —Me entrega un par de hojas, no le contesto ni la miro. Sé que me observa el cuello. Lo sé. No voy a contarle nada de mi enfermedad. Hay que rodearse de personas con buena vibra, decía alguien en el foro. Unas gotitas de sudor bajan por el tobogán de mi espina dorsal.

   Antes de volver a mi puesto de trabajo me desvío hacia el baño, necesito refrescarme la cara ardiente y urge un espejo para observar con justeza las proporciones de Tumor. De paso puedo ver qué otro síntoma se está manifestando en mi cuerpo. Entre el espejo y el lavabo hay una distancia considerable, me apoyo con las manos en la mesada de mármol para acercarme lo máximo posible a mi propia imagen reflejada. Además de descubrir que carezco de fuerza en los brazos, detecto un tono cetrino en mis mejillas, pómulos y frente. Sé perfectamente que es el color típico de Tumor en la primera fase de la enfermedad, una señal inequívoca y anticipatoria. Ahora soy como un náufrago que observa desde la costa el humo de un barco alejándose irremediablemente hacia el centro de un mar sin continentes.

   Salgo del baño y regreso a mi escritorio, empiezo a redactar. Estando yo en perfecto estado de mis facultades mentales, bla bla, comienzo la lista. La Singer se la dejo a mi hija, mi hermano menor recibirá todas las cosas que mi madre heredó de mi tía. Para evitar confusiones y sorpresas desagradables escribo que todo eso está guardado en el último cajón de la cómoda en mi cuarto. La lista queda inconclusa porque se reanuda la reunión.

   Circula el mate renovado, lo siento espeso mientras baja por la tráquea, como lava abriéndose paso a empujones entre rocas humeantes.

   —Claro, mami, lo peor que puede pasar es que tengas un tumor maligno como me pasó a mí, y te saquen la glándula. Pero vos tranqui, después hacés vida normal.

  Desde la otra punta de la oficina me grita la señora que hace la limpieza a la tarde. Apoya el escobillón en la pared y se acerca. Se desabotona el delantal verde y me muestra la cicatriz de lado a lado en el cuello, parece un intento fallido de suicidio con un alambre de púa.

Adelanto del libro Piso trece (Barnacle, 2024)

Paola Escobar (Buenos Aires, 1971) es antropóloga social. Publicó:  (Barnacle, 2022) y Piso Trece (Barnacle, 2024). Casi todas las mañanas escucha la canción “Mr. Blue Sky”, de Electric Light Orchestra.
​@paola_escobar1971

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