por Jorge Damián Méndez Lozano
Es viernes por la mañana y el artista plástico Carlos Coronado se encuentra en su estudio, trabajando en una pintura que inició horas atrás, por la noche. Más adelante dirá: «La creación está siempre dentro de uno; una noche de trabajo te deja la inquietud para continuar con la pintura por la mañana». Su asistente, Israel, me dice que en unos minutos seré recibido. Tomo asiento junto a una barra de madera, la frontera entre la cocina y el comedor: un espacio en donde no se consume alimento porque está saturado de herramientas para la producción artística y lienzos abstractos y figurativos que, con el paso de los años, se han ido acumulando encima de las sillas, en las paredes y sobre el piso. Con música clásica de fondo, de la oscuridad de un pasillo surge el pintor, viste una chamarra negra y un mandil verde olivo con manchas de pintura. Me ofrece una taza de café recién molido y señalando un plato dice: «Prueba las coyotas [postre sonorense cocinado con harina de trigo y piloncillo] a ver qué tal están». Da un trago a su taza, una mordida a su coyota y explica: «En el rancho a las cinco de la mañana ya estaban tostando, moliendo y haciendo el café, y yo, esperando a que estuviera la primera taza para chingármela».
Carlos Coronado Ortega (1945-) es hijo de Adelina Ortega y Carlos Coronado Aguilar. Nació en la Ciudad de México, pero según sus palabras: «Debí nacer en Mexicali. Mi madre era de Sonora y mi papá de Jalisco, trabajaba como empleado federal y aquí conoció a mi mamá y se casaron. Yo iba a nacer aquí porque aquí fui concebido, pero mis padres se tuvieron que ir a la Ciudad de México cuando mi mamá tenía seis meses de embarazo. A los seis meses de nacido nos fuimos a Caborca, Sonora, a un rancho que se llama El Plomo. Nosotros somos de la etnia tohono o’odham ―gente del desierto―. Estamos en la Pimería Alta: desde Phoenix, Arizona, hasta Hermosillo y desde Puerto Peñasco hasta Kino, Sonora».
Coronado Ortega es parte fundamental de la generación pionera de artistas plásticos que inició su trayectoria en la segunda mitad del siglo XX en Baja California, estado en el que a lo largo de su carrera ha obtenido distinciones en cuatro bienales plásticas. En 1976 el gobierno de la República le otorgó la presea Cuauhtémoc por sus aportaciones a la cultura mexicana. Entre 1975 y 1985 su obra fue exhibida en muestras colectivas en el Palacio de Bellas Artes y en el Auditorio Nacional, Ciudad de México. El pasado mes de febrero de 2024 inauguró su exposición Grito del desierto, la cual reúne obras de gran formato de sus últimos veinte años de trabajo. Dicha muestra se realizó en las instalaciones del Centro Estatal de las Artes, sede Mexicali, con motivo del XIV aniversario de este centro. Para charlar sobre su vida y obra acudí a su casa en la capital bajacaliforniana. «Cuando me dijiste que en mi casa sería la entrevista me fui mentalmente al rancho en Sonora; siempre me voy para allá», me comenta refiriéndose a que su hogar, invariablemente, siempre será en donde pasó los primeros catorce años de su vida: rancho Las Lagunitas, en la localidad de El Plomo, Sonora, a menos de cincuenta kilómetros de la línea divisoria con Arizona.
―¿En qué momento de su vida comenzó su inquietud por la pintura? ―le pregunto al pintor, luego de que se dirigiera a su bocina y le dijera: «Alexa, apágate».
—Desde que tengo uso de razón pinto y dibujo. Hay obra mía desde que tengo dos años. La hermana mayor de mi madre, mi tía Rosa, juntaba todo lo que yo hacía, no lo tiraba. Después murió y yo no estaba ahí y todo su capital de dibujos que conservaba se fue a la basura; no eran más que cosas de niño. La infancia es la manera más franca de ver las cosas. A un niño no le enseñas a pintar las nubes o un árbol, él pinta como lo ve, lo plasma como lo siente. Algunas personas llevan a sus hijos a la escuela para que los enseñen a pintar y eso es la cosa más torpe; yo no le enseñaría a pintar a un niño, yo aprendería de un niño a pintar.
―En su niñez, ¿de dónde provenían los materiales que utilizaba para pintar?, ¿cuáles eran las escenas que plasmaba?
—Juntaba el hollín de la leña que se quemaba y lo que sobraba de café, con eso pintaba. El café de los ranchos de Sonora es muy pesado, es como atole, tan cargado que puedes usarlo para pintar. Recuerdo que mi abuelo era un viejito de 72 años, yo tengo 78 y me pregunto cómo me verán mis nietos, pero bueno, eso es otra cosa. Mi abuelo siempre estaba tomando café y leyendo el periódico. Cuando él le tomaba al café se caían gotas y manchaban el periódico que estaba leyendo y a las gotas en el periódico yo les hacía rayitas o círculos y también manchaba el periódico con carbón y le ponía plastas de barro; yo era un niño de tres o cuatro años y no me importaba qué era o qué fuera lo que hacía. Me dediqué a contar las historias del rancho en los muros blancos de la casa. Pintaba lo cotidiano: la cosecha de sahuaros, la cosecha de pitayas; los becerros, las vacas, los caballos, los perros; la gente del campo haciendo sus labores o recolectando frutos; esa era mi tarea toda mi niñez. Mi material para pintar y dibujar era carbón y para tallar en las paredes negras por el hollín de la leña usaba espinas y clavos: invertía el tono, cambiaba los valores.
―¿También realizaba piezas de escultura?
—Puedo decir que nací escultor. Mis primeras piezas que se conservaron las hice a los tres años. Vivía junto a un represo y había mucho barro. Miraba a los patos, a las víboras, los caballos, las vacas, los perros y los retrataba con las manos, los hacía de barro y después quemaba las piezas en la lumbre para que quedaran duros y no se deshicieran. También hacía instalaciones con el ganado muerto: la piel de las vacas se hace como cartón y yo las acomodaba en veredas, en hileras, como si fueran hacia al agua; todas esas instalaciones fueron de muy niño. Hacía totems y centros ceremoniales con materiales del desierto y con los cadáveres de los animales. Yo pensaba que entre más cadáveres de animales tendría más con que jugar. Mi familia creía que yo estaba loco, se preguntaban por qué andaba haciendo eso.
El maestro Coronado da el último trago a su café, se pone de pie y va a su cocina. Regresa con una piedra oscura en la mano que pone sobre la barra de madera en donde nos encontramos y me cuenta: «De niño siempre estaba buscando piedras. Simplemente juntaba las piedras que encontraba en el desierto; algunas después se usaban para machacar carne. Una vez doné a un museo de Caborca cincuenta piedras que había recogido durante años; algunas se usaron como hachas, tal vez, en el periodo paleolítico. De niño todas las piedras se me hacían una obra de arte, una escultura, por ejemplo, esta piedra que tengo aquí la pongo dentro de un capelo sobre una base o un pedestal y es una obra de arte».
―Usted creció en un contexto rural ganadero a finales de los años 40 y principios de los 50, en medio del desierto sonorense, rodeado de asentamientos indígenas. ¿Qué lecturas llegaban a la ranchería en donde vivía?
—A mi abuelo le llegaba el periódico Excélsior porque tenía la suscripción. Llegaba un troque con un paquete de periódicos de varios meses. En el rancho veía a las vacas y a los caballos muertos que se quedaban atascados en el lodo y debíamos sacarlos para que se murieran afuera del lodo; porque no había agua, cero agua. Mis recuerdos de la infancia están muy unidos a la muerte, veía a los animales muertos, toneladas de cadáveres y sabía todo lo que había qué hacer con la muerte. Soy de la posguerra y me gustaba ver en el Excélsior las imágenes de la Segunda Guerra Mundial, de todo lo que había pasado en el Holocausto, pero cuando miraba las fotografías de los muertos en los campos de concentración, de los niños muertos, era terrible. El Holocausto mostró mucho del horror de la guerra que en mi mente estaba muy ligado a la muerte de los animales en el desierto donde vivía. Pero la muerte también es vida, de entre los esqueletos nacen las flores.
―¿Alguna vez leyó o miró imágenes del trabajo de algún artista plástico en los periódicos que llegaban a su casa?
—Mi mamá siempre me leía lo que aparecía en el periódico. Un día apareció un pintor famoso en el periódico, era Kazimir Malévich ―Kiev, Ucrania 1879- San Petersburgo, Rusia, 1935― nunca se me ha olvidado. Él había pintado un cuadro negro sobre un fondo blanco. Mi madre dijo que se había acabado la pintura, era la reflexión a la que había llegado, ya no había nada que pintar al parecer. Se me hizo muy bien, era arte abstracto, pero en ese entonces no sabía ni qué onda, pero era lo que yo hacía: cuadros negros con el hollín de la leña en las paredes blancas, con esa desesperación que es no llenar el cuadro, pero emocionado por ver que algo que se va formando. Eso que yo hacía mi familia no lo comprendían, sólo veían un cuadro, no importaba que estuviera bien o mal hecho.
―¿Diría que de parte de su familia recibía apoyo para su desarrollo como pintor?
—Mi padre murió cuando yo era muy niño, no lo conocí. Mi madre siempre me apoyó incondicionalmente en mi vocación por la pintura, pero mis parientes decían que un ganadero no podía andar perdiendo el tiempo en cosas que no tenían que ver con la tradición de un rancho y que pintar era cosa de mujeres. ʻDeja esoʼ, me decían mi familia cuando de niño estaba pintando o rayando la paredes de la casa, pero nunca dejé de hacerlo, de ahí vino la ruptura. En el rancho uno trabaja en cosas de ganadería, esa es la educación; por ejemplo, te enseñan que si tienes tres mil hectáreas vas a mantenerlas y siempre vas a tener 100 vacas que serán la base, pero vas a ir comprando más para hacer más grande tu ganado y tener más becerros, vacas, caballos. Yo siempre supe que quería ser pintor, nunca hubo lugar a dudas, siempre me encaminé por ahí, pero se reían de mí todos. ‘¿No que no, jodidos?’, les diría hoy.
El teléfono celular del maestro Coronado suena, me dice que es un asunto laboral y lo atiende. Luego de breves minutos finaliza la conversación y toma entre sus manos un retrato pictórico recargado en una silla debajo de la cual duerme un gato negro. «Este cuadro es con modelo, ella es mi mamá. No está terminado, está ʻmanchadoʼ, nunca lo terminé. Cuando mi mamá lo vio me dijo: ʽ¡Qué horrible está!, yo no soy así, no tengo los ojos chinosʼ ―risas―. Le expliqué que sólo estaba viendo cómo era de aquí y de allá de su rostro. En ese entonces yo tenía catorce años. Después pinté otros retratos de ella en donde ya le estaban saliendo canas”.
―¿En su familia, aparte de usted, había artistas plásticos?
—Un día una tía, hermana de mi papá, le preguntó algo a mi abuelo y él le contestó: ̒Ah, sí, tenemos al primo hermano, El Loco, que anda pintando monos en Europa ̓. Se refería al Dr. Atl, Gerardo Murillo Coronado (Guadalajara, Jalisco, 1875-Ciudad de México, 1964), primo de mi abuelo. Ya no es nada mío, yo creo que ya no me tocó nada de la sangre. Mi nieto es pintor, mi hijo es pintor. En mi familia hay un primo que es escultor, una prima pintora, un montón de primos pintores en la familia y no tenían para qué, son gente de campo, pero andaban pintando.
―Usted se marcha a Hermosillo a los 14 años de edad a estudiar, ¿puede platicarme de esa etapa de su vida?
—Se supone que fui a Hermosillo a inscribirme en un colegio militarizado, pero me inscribí en la escuela de arte; no era una licenciatura, eran talleres libres de pintura y escultura en la Universidad de Sonora. Quienes me ayudaron en mi formación y estuvieron en todo el camino que tenía que recorrer fueron mis maestros, el pintor valenciano Higinio Blat (Valencia, España, 1893-Pamplona, España, 1974) y su esposa, la pintora vasca Karle Garmendia Aldaz (Oroz-Betelu, España, 1898-Pamplona, España, 1983). Ellos tenían dos hijas, una era pintora y la otra una pianista que les dijo que se quedaría a vivir en Estados Unidos cuando se iban a regresar a Europa. Mis maestros me dijeron que me fuera con ellos, me regalaban el pasaje en barco, pero necesitaba la anuncia de mis familiares. Mi madre me dijo que si me iba ya no iba a [querer] regresar. El maestro Higinio Blat me decía que cuando quisiera regresarme de Europa sólo juntara cinco mil pesos para el pasaje, que hoy serían unos cinco mil dólares. El barco salía de Nueva York y había que llegar hasta allá en tren. Eran los años 60.
Luego de estar tres años en Hermosillo el maestro Coronado se marcha a la Ciudad de México a estudiar en la Escuela Nacional de Escultura, Pintura y Grabado, «La Esmeralda», perteneciente al Instituto Nacional de Bellas Artes de México. En ocasiones acudía a la Academia de San Carlos para recibir asesoría de algún maestro en particular y para participar en talleres de pintura y escultura. Sobre esta etapa académica me platica: «A veces iba a San Carlos, que pertenece a la UNAM y que es como escuela ʽmamáʼ de ʽLa Esmeraldaʼ, ahí duré tres años llevando todos los talleres libres que había, todo lo que tenía que hacer de estudios lo hice ahí. En ʽLa Esmeraldaʼ había un maestro que era el que me seguía más, Santos Balmori Picazo (Ciudad de México, 1898 – Ciudad de México, 1992), él había sido discípulo de Joaquín Sorolla Bastida (Valencia, España, 1893 – Cercedilla, España, 1923). También fue mi maestro Feliciano Peña (Silao, Guanajuato, 1915-Ciudad de México, 1982)».
―¿Quiénes eran los artistas plásticos con los que se identificaba en sus años de estudio?
—Durante mucho tiempo por el color y la manera de resolver las cosas y ser un poco ingenuo, me identificaba con Paul Gauguin. También tuve mucha cercanía con los pintores gestuales. Los expresionistas alemanes me gustaban mucho por sus grabados, sus figuras fuertes. Gustav Klimt me gustaba por su simplicidad, pero se me hacía que le faltaba algo y siempre [cuando lo imitaba] llenaba los espacios vacíos con animales. A Frank Mark pudiera haberme parecido por los animales y los caballos que hacía; él podría ser el resultado de combinar a Gauguin y Klimt. Otro pintor que me gustaba mucho, no tanto por los temas sino por la manera de resolver, era Francis Bacon; sus temas me duelen, me revuelven el estómago, pero me gustan sus formas movidas, la simplicidad y firmeza de la ejecución; la diferencia entre lo que se mueve y no; la resolución y lo estricto para hacer lo más grotesco al hombre y a los animales. Guanajuato me encanta por las momias, son como algo de Francis Bacon, algo borroso. En la escultura admiraba a Henry Moore. Mexicanos me gusta mucho Rufino Tamayo, sobre todo por su transformación del arte mexicano y el arte prehispánico en su pintura, me encanta cómo lo asimiló, cómo lo ̔horneó̕ y dio a conocer. El muralismo de los mayas se me hace tremendo, los murales mexicas también. A mis maestros siempre los admiré mucho, por ejemplo, a Antonio Rodríguez Luna (Montoro, España, 1910-Córdoba, España, 1985); no que los imitara sino que los admiraba. José Clemente Orozco es mi favorito, a David Alfaro Siqueiros mi admiración, sobre todo por la composición, pero no los entiendo como una influencia avasalladora en mi pintura. No me clavo mucho en ellos porque no quiero ser un Tamayito o un Riverita.
La casa del maestro Coronado está ubicada a 600 metros de los patios de la estación del ferrocarril de Mexicali que visitó por primera vez cuando tenía 10 años de edad. Como en este momento, mientras conversamos, diariamente escucha el ensordecedor silbato del tren de carga que previamente atravesó el desierto de Sonora, entró a Mexicali y se dirige al sur de California, una vez que cruza la garita internacional. Sobre la primera vez que visitó Mexicali, explica: «Vine por primera vez, como turista, a los 10 años de edad a visitar a unos parientes. Llegué solo a la estación del tren, era de madrugada, en el mes de junio. Traía mi sombrero, mi paliacate en el cuello y cargaba una caja de cartón de manzanas de la marca Washington como maleta. Tomé un taxi que me cobró un peso hasta donde yo iba: Calle C y Obregón ―a tres calles de la frontera con Estados Unidos―. Iba en el taxi y había una polvareda, eso no me sorprendió tanto como ver muchas casas y edificios tan altos como el de rectoría de la Universidad Autónoma de Baja California; ver el edificio entre el polvo me impresionó mucho, yo había visto mucho polvo, todo el desierto son tolvaneras, pero verlo entre los edificios sí se me hizo como una postal; esa bruma como si estuviera en una mañana de Londres. Y la gente también rara, porque para ser un pueblo tan terroso no usaban sombrero ni paliacate; yo siempre traigo un paliacate que me tapa la nariz o el cuello y aquí nada; las mujeres sin sombrero ni sombrilla, ni toalla, me imaginé cómo tendrían los dientes y los labios llenos de arena cuando andaban en la calle, se me hizo extraño».
―¿Qué recuerda que le atrajo del Mexicali de mediados de los años 60?
—Recuerdo que me gustó mucho la estación de trenes, pero desde que tengo uso de razón Mexicali para mí es agua. Yo me crié en medio del desierto cerca de la línea fronteriza con Arizona, pero siempre había problemas para mantener el agua; si no llovía estábamos carentes de agua y teníamos que racionarla. Toda la historia de mi familia era que estaba controlada el agua muy severamente y aquí no, aquí salía en abundancia el agua del río Colorado ―que nace en suelo estadounidense en las Montañas Rocosas y desemboca en el golfo de California―. Siempre han relacionado Colorado con Coronado, por eso siento que me hablaban a mí. Mi compadre Ramón Tamayo (actor, payaso y escritor; Ensenada, 1958-Mexicali, 2007) me decía: «Colorado, ¿qué pasó, Colorado?». El río Colorado lo había visto en mapas y fotografías, pero verlo físicamente, ver cómo corría por su cauce fue una impresión muy grande. Cuando venía en el tren de Sonora, la primera vez a los 10 años, lo vimos cuando estuvimos detenidos sobre él por un momento, pero fue muy poco tiempo. La segunda vez que lo vi fue ya estando en Mexicali, fui a verlo con mi familia. El agua es lo que une y separa a Baja California y Sonora.
―Creció a menos de 50 kilómetros de la frontera con Arizona y ha vivido y desarrollado su trabajo artístico en la frontera con California. ¿Qué significa para usted la frontera?
—Desde niño la frontera para mí siempre ha significado división porque muchos de mis parientes estaban en Estados Unidos. Toda mi infancia la pasé escuchando puras estaciones de radio gringas porque el rancho estaba pegado a la frontera con Arizona. Sólo hasta muy noche, cuando se metía el sol, podíamos escuchar estaciones de radio de Ciudad de México y Ciudad Juárez, Chihuahua. En El Plomo, en las noches, se ven las luces, pero no de Caborca ni de Hermosillo, sino las luces de Phoenix, de Tucson y las de Nogales, Arizona. Cuando era niño no había electricidad ni televisión, solamente teníamos un radio con una antena muy grande y una batería que nos tenía que durar un mes porque no éramos muy gastadores en la familia. Sólo escuchábamos las noticias para saber cómo andaban las cosas en Hanói, Vietnam ―durante la Guerra de Vietnam―; en Berlín, Alemania ―durante la división de Alemania en la Guerra Fría― y todo eso. La única electricidad que había en el rancho era cuando caía un rayo. Una vez le cayó un rayo a un tío, pero no lo mató, sólo lo tumbó y el radio lo hizo pedazos. A ese tío no lo mató ni la mordida de víbora ni la gangrena ni los accidentes. Se murió a los 104 años.
―¿Qué situación lo llevó a establecerse en Mexicali y hacer de esta ciudad su centro de trabajo?
—Llegué a Mexicali a los 21 años, en 1966, había muchos espacios libres, no se llenaban, sobre todo profesionalmente. Unos artistas venían de Ciudad de México, hacían unos trabajos y se regresaban y otros estaban con un pie aquí y otro en Estados Unidos, como siempre. Yo estaba en Caborca y pasé por Mexicali para ir a San Diego, California, a ver obras de arte en las galerías. Luego me fui a Los Ángeles y ahí viví en el barrio Logan, un barrio de chicanos. En Los Ángeles pinté para sobrevivir retratos de gringos, algunas joyerías y casas particulares, aparte, me dediqué a ver mucha obra en los museos y a pensar para dónde irme. Me decían que me fuera Nueva York, pero tomé el camino San Diego a Los Ángeles para después irme a San Francisco y de ahí a los Grandes Lagos ―situados en la frontera de Estados Unidos y Canadá―, luego a Nueva York y después a París. Siempre viajaba con veliz en mano y en camión. Estaba en Los Ángeles cuando hablé a Caborca con mi familia y me dijeron que mi hermano, Luis, quería hablar conmigo; él tenía un negocio de diseño y decoración de interiores y le habían preguntado si conocía a un pintor. Vine a Mexicali a ver a mi hermano y me explicó que de un hotel querían ver mi obra. Me fui a Caborca y regresé con dos piezas, pero estaban elevadas de precio y, aparte, no les gustó que fueran pinturas del desierto totalmente abstractas. Regresé a Caborca con mis piezas y me llamaron de nuevo para decir que sí querían obra, pero algo más liviano, más barato, más figurativo; pensé que eso era más fácil y en lugar de pintar algo en un mes decidí pintar cuadros en uno o dos días. Nuevamente preguntaron cuánto sería por obra, les di el precio y me pidieron otra muestra. Esta vez hice algo figurativo surrealista y otra vez que no, que querían algo fácil de entender, algo de la escuela mexicana de pintura y pues, más fácil todavía. Al final me pidieron 50 cuadros, recuerdo uno que eran dos mujeres peinándose una a otra y ese tipo de cosas. Eran pinturas para decorar el Hotel Lucerna. Con los años cambió la decoración porque en el hotel querían fotografías y esos cuadros se fueron a un almacén y ahí se echaron a perder. En esos años el hotel estaba a la afueras de la ciudad y me preguntaban que para qué hacía pinturas para un hotel en donde sólo había campos agrícolas y que sólo sería un hotel de paso ―hoy ese hotel se ubica en el centro geográfico de Mexicali―. Me quedé en la ciudad porque me empezó a caer trabajo y cada vez que me quería salir me llegaba otro trabajo; del mismo hotel llegaban clientes y me pedían cuadros.
―Pictóricamente hablando, ¿qué posibilidades ofrece el desierto?
—El verde me enclorofila. El desierto es una ganancia, no hay más luz que en el desierto. Cuando empecé a pintar lo único que necesitaba era donde refugiarme del calor. El desierto no permite que el papel tenga hongos por humedad, aparte, hace que seque rápido el material y eso es indispensable. De no haberme quedado aquí me hubiera quedado en Phoenix o Tucson, Arizona. Me gusta crear en grande. Hoy los museos están abiertos a los espacios grandes, pero siempre estuvo muy limitado el espacio para exponer, sobre todo en verano en Mexicali por el aire acondicionado; espacios grandes necesitan mucho aire acondicionado y eso es caro.
A lo largo de su trayectoria de 58 años el maestro Coronado ha contribuido a dar una identidad visual a esta región fronteriza a través de innumerables exposiciones y diversos murales ejecutados en espacios públicos, mayormente, en la ciudad de Mexicali. Destacan: A mitad de la jornada (1974) ―Palacio de Gobierno de Baja California, hoy edificio de Rectoría de la Universidad Autónoma de Baja California―; Los primeros pasos (1975) ―vestíbulo de la Biblioteca Pública Central de Mexicali; un retrato de la historia de Baja California desde los etnias nativas hasta el contexto contemporáneo―, sobre este mural explica: “Ese mural iba a pintarlo un artista español, pintaría la historia de Baja California. Dijimos [sus colegas pintores de Mexicali] que por qué jodidos si aquí estábamos nosotros. Hablamos en grupo con el entonces gobernador, Milton Castellanos, y dijo que sí, que el mural lo pintaría alguien de Baja California. Me hablaron a mí porque yo era el único de los que andaba en la región que había pintado murales; me sentí muy halagado, fue el primer mural oficial que hubo. Otros murales importantes en su trayectoria son Equus (1983) ―vestíbulo del Teatro Universitario de la UABC, Mexicali; imagen de la vida artística en dicho recinto―; Caminos del arte (1995) ―Casa de la Cultura de Mexicali―; Un siglo fértil (2004) ―Plaza Centenario, parte de la conmemoración del centenario de Mexicali; 52 metros de longitud y seis metros de alto, el más grande de la entidad―. Sobre este último expone: “Estoy de acuerdo con que uno se encariñe con una de sus obras. Uno de mis murales favoritos es el de Plaza Centenario, se pensó para quienes transitan por ahí a toda velocidad en su auto. En él se puede ver el agua y dentro del agua el homenaje a los primeros pobladores que eran los Cucapá; dicen que los americanos, que los chinos, pero nada, primero estuvieron los Cucapá; aunque los han minimizado y tratado mal, pero ellos son los nativos. Cientos de años atrás hubo otros grupos, pero los Cucapá son quienes nos han dado tradición y están más presentes». Precisamente sobre esta comunidad indígena realiza Quijote atrapado en las redes de Inocencia (2006) en el vestíbulo del Teatro del Estado, Mexicali, en donde en enero de 2018 la única sobreviviente de la cultura Cucapá, la señora Inocencia González Sainz (1937-2021), visitó el mural en compañía de su autor, se trata de un retrato de Inocencia a sus 18 años y en su pecho el Quijote maneja una bicicleta de carreras, lo que representa la unión de los dos mundos.
La obra del artista plástico forma parte de los libros: Coronado Ortega: técnica, estilo y mensaje de un mural (1977), del antropólogo Jesús Ángel Ochoa Zazueta; Panorama histórico de Baja California (1983), coordinado por el historiador y académico David Piñera Ramírez; Treinta artistas de Baja California (1998), Los rostros del oficio (2001) y Hacedores de imágenes. Plástica bajacaliforniana contemporánea (2004), del artista plástico Roberto Rosique; Las rutas de la luz: el paisaje de Baja California (2000), coordinado por Gabriel Trujillo Muñoz y Aidé Grijalva Larrañaga; Los diablitos. Diez mil años de artes plásticas en Baja California (2011) y Carlos Coronado Ortega: rastros de luz, cielos de arena (2014), del escritor bajacaliforniano Gabriel Trujillo Muñoz.
―Hábleme, por favor, del proceso creativo de su trabajo.
—Antes de tomar un lápiz o un pincel, la futura obra está en mis sueños, está almacenada en su espíritu. Una idea para una obra siempre está fluyendo en mi imaginación. Una pintura la inicio soñando. Si no estoy haciendo nada estoy dibujando. Dejo de dibujar y empiezo a pintar. Trabajo en serie, al mismo tiempo estoy con cinco papeles o lienzos, el plan es que de cinco al menos uno se salve y los demás se vuelven a empezar. Cuando era joven me aferraba, empezaba a trabajar una mañana y terminaba tres días después, pero desmayado; comía cualquier cosa, fumaba cigarros, tomaba café y pintaba con todo lo que tuviera. Terminaba completamente agotado, lo cual era una mala señal para el cuerpo, pero para el espíritu era muy bueno porque únicamente me dedicaba a la pintura y olvidaba todos los compromisos que tuviera. Uno nunca deja de pintar, ni cuando estás enfermo de fiebre, que es cuando haces cosas increíbles que a veces no sabes qué son, pero es parte de las subidas y bajadas.
El escritor jalisciense Juan Rulfo, en alguna etapa de su vida, vendió neumáticos para sobrevivir ―le comento al maestro―. ¿Qué trabajos llegó a realizar usted distintos al oficio de pintor?
—Nunca he trabajado, siempre he pintado y vivido económicamente del arte. He dado clases, pero la docencia es arte, siempre estamos hablando de arte. Nunca he podido estar lejos de la pintura. Cuando estoy hablando con alguien me pregunto por qué mejor no estoy pintando. Siempre pienso en forma, color, textura; lo que estamos hablando lo estoy transformando, a mi manera, en imágenes. Antes me preguntan por qué sigo pintando si ya tengo mucha obra. Contesto que no pinto para tener obra, pinto para hacer obra; si tengo o no tengo ya es otra cosa, pero yo quiero hacer la obra. Cuando recién llegué a Mexicali y comencé a pintar me decían: ‘Mira cómo tienes pinturas, regálame una de esas que están tiradas en el piso que ya no sirven’. Les contestaban que sí servían, sólo que no están colgadas y, pues, se molestaban.
―En su opinión, ¿cuál es su aportación a las artes plásticas?
—En su momento, el mural desmontable, hice muchos murales desmontables en tela de ixtle para casas particulares, vendí muchos, mi idea era que la gente no anduviera sufriendo y que la obra pudiera ser preservada y transportada. Además, creo que soy de los que ayudó a que se abriera el mercado a los pintores de la región, porque antes los coleccionistas de aquí se iban a comprar a Palm Spring, California; ahora, por ejemplo, mis amigos los coleccionistas compran obra mía y de otros pintores.
―¿Existe alguna fórmula para alcanzar la fama pictórica?
—Cualquier pintor lo sabe, la fórmula para la fama es que uno dé en el clavo una vez y que ahí uno le sigue pegando siempre, pero es la cosa más aburrida, nunca seré famoso porque no sigo esa fórmula. A [Fernando] Botero y [Alberto] Giacometti, por ejemplo, les dio por hacer siempre lo mismo, pero si yo hubiera hecho eso estuviera muerto. La idea es hacer algo, sorprenderse y hacer otra cosa. A lo largo del tiempo mi búsqueda a través de mi obra ha sido encontrar algo nuevo que está dentro de mí.
―Después de varias décadas pintando ¿a qué reflexión ha llegado?, ¿por qué se convirtió en pintor? ―le pregunto para cerrar la conversación, ya que debe marcharse a una comida al Casino de Mexicali con sus amigos.
—Me convertí en pintor porque esa era mi vocación. De haber sido abogado hubiera estado rayando los libros de leyes, poniéndoles orejas o cualquier cosa. Si hubiera sido médico, me imagino cosiéndole el corazón a un paciente con una textura. No me explico, no me visualizo en otra parte, no siento que podría vivir de otra cosa, en otro ámbito. Me gusta ver cómo se va transformando un cuadro que estoy haciendo porque sé que lo que ahí queda es mi alma, algo que es mío solamente. No tengo que averiguar mucho para saber que he sido muy feliz así. Me han dicho que me voy a morir de hambre, pero todo lo que dejé no me importa, lo económico no me importa, esta vida estaba planeada para mí.
―¿Qué le gustaría que dijera su epitafio?
—Antes de ser el líder de millones de espermatozoides fui una canción en francés; no muy pronto, pero ese es seguro el que vas a ver, es el que más me gusta porque habla sobre todo de tu tiempo, de la vida en rosa, no hay más que decir que eso: juro que no morí.
Las fotografïas en el estudio de Coronado Ortega fueron tomadas por Stefan Falke; el resto, por el mismo autor de la entrevista.